Por, Rigoberto Gil en De ver pasar |
Cafarnaúm, año 2070.
Invadida por insectos metálicos, animales bípedos con garras de polietileno, maleza de alambre y púas del tipo campo nazi de Auschwitz, la tierra, la que un día de marzo de 2020 padecimos en estado de calor tropical ChocQuiTown y expuesta al pánico chino que generó la propagación Chernobyl del coronavirus, había desaparecido. O por lo menos se había esfumado en la nube iCloud de la especulación financiera, propia de la lógica cultural del capitalismo avanzado.
La tierra, ese antiguo planeta que giraba alrededor de una estrella solar, en realidad dejó de interesar en la bolsa de valores de Wall Street. La tierra había pasado a convertirse en un emoticón de Microsoft, ahora fusionada con una línea de cosméticos para canes de felpa de la industria Apple.
Lo que interesaba en ese lugar de millennials vírgenes y andróginos casados con robots de cuatro orificios hard core, era especular con valores más efímeros: el tierno condón Hello Kitty; el antialérgico tapabocas Peppa Pig; la cámara de sávila capaz de convertir las tetas en un paraíso de polímeros sanos; el vibrador Trump Tower que estimula el placer sexual de la reelección American Dream.
Lo que quedaba en el espacio de capas tectónicas impactadas por el 8.8 chileno –hablamos de efectos sísmicos, no de acciones colaterales de la Junta de Gobierno de Pinochet– que alguna vez habitaron Gandhi y Teresa de Calcuta en Occidente, con sus retóricas filantrópicas, era artificial, casi un desecho: una suerte de réplica de un déjà vu iraquí; un holograma esperpéntico, una invención de Morel.
El verde de la naturaleza había sido reemplazado por una ilusión tridimensional alimentada por energía lunar neptuna.
¿Qué quedaba entonces del ingenio humano? Solo restos de capas frágiles, temblóricas, cuyo desplazamiento fue animado por la impredecible fuerza del Cinturón del Fuego del Pacífico. Lo poco que quedaba en la geoespacialidad parecía un dibujo inacabado hecho por un preescolar con mal de Parkinson; una forma del Aleph visto por un bizco libidinoso.
No había agua potable, solo productos azucarados de Omnilife. No había yogur deslactosado, solo una miel de purga salitrosa, producida por la multinacional Herbalife. Ambas empresas exigían a los usuarios esqueléticos, inalámbricos, el pago de sus productos en bitcoins. La mercancía pasó a ser un impulso, una vibración; el consumo en un acto reflejo.
Baste decir que el olor atmósferico, eso que los filósofos aristótelicos llamaban la capa de ozono, era mortecino y metálico, como de taller de motocicletas Bajaj Boxer Ct 100 Titannium: una mezcla de orín con amoniaco, una simbiosis de melanina subsahariana con queso suizo encriptado en bóvedas de euros. Entre tanto, el brillo de cobre de los detritus sólidos, su consistencia de mierda jurásica, inundaba las cañerías y perfilaba ríos de lodo pútrido. En algún momento, pensaron en convención los neoecologistas anarquistas del extinto Páramo de Santurbán y del simulacro temático Ukumari, ese lodo desembocaría para siempre en las escasas aguas del río Otún y eliminaría los bebederos de los osos de anteojos producidos en serie, de los kun fu panda anoréxicos y de las truchas plásticas Arcoiris.
Así fue la dimensión del caos, porque así lo había dispuesto el líder rebelde de esta última conspiración ultraterrena: el lisérgico Covid-19, una máquina indestructible, de la línea ciborg paraco, maquinodérmica, gobernada por SkynetII-9/11: esa enigmática inteligencia artificial creada por Steve Jobs, Gustave Redish y Bill Gates, días después del atentado terrorista a las Torres gemelas.
Covid-19 es una máquina ambigua, un tanto similar a las del ilusionista Almodóvar, un poquitín lista, un poquitín boba. No obstante, carece de sentimientos, porque así lo estipuló el staff de ingenieros teutones de la Hyundai. Robotizado y armado hasta los tornillos inoxidables con cepas del síndrome respiratorio de Oriente Medio, flatos veronianos de los Urales, mucosidades de tres gorilas de Borneo y caca de seis panteras de Sumatra encapsuladas, Covid-19 desconoce la sensibilidad corporal y la emoción ética de las que solía teorizar, en cuarentena, la desaparecida Martha Nussbaum.
En tanto máquina hiperrobótica, Covid-19 es más fuerte que Arnold Schwarzenegger y el guerrillero John Connor juntos.
De sus ocupaciones en días bisiestos poco se sabe.
Corre el rumor de que prepara una catástrofe termonuclear a base de gripes albinas, babas del Mar de Java y estornudos iridiscentes. Suele descansar apoyando su espalda de metal fundido en el tronco de las plameras dadaístas, infrarrealistas. Cuando esto sucede y prefigura lo que sobrevivirá a la propagación de sus armas virales, piensa en dos frutas, cultivadas en invernadero, que consume con deleite: el chontaduro y el zapote. No tiene máquina hembra que lo acompañe en este disfrute tropical.
En secreto y sin afectaciones histéricas humanoides, la Hyundai trabaja en la construcción de una replicante light, modelo Thunberg, línea G.