Por, Rigoberto Gil en De ver pasar |
– ¡Ay, sor Teresa, esta madrugada tuve una pesadilla hermética!
–¡Qué va a ser! ¿Volviste a soñar con que te atacaban pájaros carpinteros provenientes del Vaupés?
–No, menos mal eso no ha vuelto a suceder. Después de la dulce proclama de “Sueños para la Amazonia” los pájaros desaparecieron. Soñé algo peor y no sé cómo contártelo.
–Con calma y con detalle, querida sor Juana.
–Está bien. Soñé que servía en una alta dependencia del Vaticano. Era la primavera. Estaba rodeada de cardenales latinoamericanos que comían pescado en salsa de chontaduro. Discutían, entusiasmados, sobre la conveniencia del matrimonio gay. De repente, en el sueño, la voz del Papa Francisco inundó el recinto. Nuestro padre gritaba a lo lejos: ¡España, aparta de mí, este cáliz!
–¡Qué horror!
–Sus dos consejeros y yo nos miramos sorprendidos. Discretos, los cardenales se retiraron a sus aposentos. Se reunirían en la tarde a discutir sobre los anacronismos del celibato, así lo dijeron, y me pidieron que para esa ocasión les preparara una lasaña de berenjenas con plátano maduro y carne molida.
–De muy buen gusto los comensales, ¿eh?
–Así es. Una vez solos, decidimos tocar a la puerta del Santo Padre, pero no nos abría.
Desde adentro brotaba una voz como de arrabal, como de sangre maleva.
–¿Y qué más decía nuestro guía espiritual?
–Parecía fuera de sí, alucinado. Tengo confusas imágenes de ese instante, aunque te diría que recitaba un poema extraño, como incoherente. Exclamaba, entre balbuceos y gorgoritos:
Niños, pibes, hijos de los guerreros,
bajad la voz, pelotudos, que España está ahora mismo repartiendo
la energía entre el reino animal,
las florecillas, los cometas y los hombres.
¡Bajad la voz, que está
con su rigor, que es grande, sin saber
qué hacer, y está en su mano
la calavera hablando y habla y habla,
la calavera, aquélla de la trenza;
la calavera, aquélla de la vida!
–¿Cómo es que te acuerdas de toda esa parrafada?
–Lo primero que hice, al despertar, fue anotar ese galimatías. Ya sabes que siempre consulto el libro de interpretación de los sueños de Freud. Ese buen hombre judío alinea mis rutinas en la vigilia.
–Pero vuelve a tu sueño, sor Juana. ¿Qué hicieron ustedes, cómo actuaron?
–Cuando los consejeros escucharon la palabra calavera temieron lo peor. Todos pensamos que el carismático Papa estaba en trance o que estaba siendo atacado por alguna fuerza maligna proveniente de España, ya sabes, eso de los moros, eso de los turcos. AllÍ habitó, además, el otro Francisco, el dictador Franco.
–Por Dios, no menciones a ese pecador por estos senderos matutinos. Vuelve a tu sueño, te lo suplico.
–Un conserje alemán abrió la puerta. El Papa no se inmutó al vernos y siguió entregado a la proclama de sus palabras frenéticas. Estaba semidesnudo, con los ojos brotados, mientras enterraba, una y otra vez, una daga antigua en una pintura colgada en su estudio.
–¿Recuerdas cuál era la pintura que destruía?
–Cómo olvidarlo: era el Guernica de Picasso.
–¡Menuda herejía!
–No blasfemes, sor Teresa.
–Digo, ¡Virgen santa! No entiendo por qué estás soñando con nuestro Santo Padre. Confiesa la verdad, sor Juana: ¿te quedaste anoche, hasta tarde, viendo Netflix? ¿Ah? Apuesto a que te volviste a ver la historia de Los dos Papas.
–Baja la voz, sor Teresa, que ya estamos llegando a la sagrada iglesia. Sí, para que te lo voy a ocultar. Me volví a ver la película y ya no sé, la verdad, qué pensar de esos dos hombres que hablan y hablan y jamás nos mencionan. Allí aparecen tan humanos, tan contradictorios, tan ellos.
–Razón no te falta. Para mí tengo que hay pecado en el Vaticano.
–Para mí también. Que Dios nos coja confesadas.
–Sospecho, amada amiga, que sigues añorando al venerable Juan Pablo II.
–No te lo puedo negar, querida, no te lo puedo negar.