Publicado Por Bethany Groff Dorau en el The New York Times
En una época difícil busqué consuelo en los caballos, las cabras e incluso un osezno. La pandemia actual me condujo de nuevo hasta ellos.
Cuando todo se fue al carajo, adoptamos ovejas.
Estábamos en el establo, tras cinco años de habernos casado, y yo solo quería que mi esposo pusiera la montura en el bastidor. Nada estaba saliendo bien. Primero, James no entendía por qué yo era dueña de una montura si nunca he tenido un caballo. Además, cuando le gritaba instrucciones —“¡No pises la cincha!” y “¿Ves la martingala en alguna parte?”— me miraba como si acabara de ordenar el desayuno en japonés.
Quité la montura, encontré sus accesorios y la puse en su lugar. “Dios mío. Tampoco es neurociencia”, le dije.
“Sabes que siempre he vivido en la ciudad”, respondió. “No tengo idea de qué hablas la mitad del tiempo”.
Después de vivir en una (pequeña) ciudad durante años, acabábamos de mudarnos a mi granja ancestral en la zona rural de Massachusetts. James es cervecero profesional. ¿Qué sabía de las granjas y los animales?.
Resultó que no mucho.
En cualquier matrimonio hay momentos en los que uno mira a su pareja y piensa: “No te conozco en absoluto, ¿o sí?”. A veces eso es encantador, una nueva faceta de lo maravilloso que es tu ser amado. En nuestro caso, me sentí muy traicionada.
Sabía que James no era un campesino. Aun así, es un hombre corpulento de 1,80 metros de altura y una larga barba gris, siempre peinado con una colita de caballo azabache y vestido con botas de trabajo y chaquetas para trabajo pesado. Sus manos son ásperas y su pecho, amplio. Le gusta quitarle las puertas a su Jeep. Todo en él exudaba rudeza y trabajo arduo, y para mí eso siempre ha significado que sabes cómo desenvolverte en el terreno agrícola y con los animales.
Mis padres no eran granjeros al principio. Eran un par de padres jóvenes y asustados que escucharon el llamado del clarín para escapar a las colinas. Mi madre conoció a mi padre en 1970 en un grupo de oración organizado por un colectivo de cristianos renacidos, seguidores de un líder carismático llamado Sam Fife, fundador de un grupo llamado “El movimiento”.
El mensaje del hermano Sam era sencillo: la sociedad occidental era corrupta y se estaba desintegrando. Las mujeres y los niños no sabían cuál era su lugar. Los cristianos en todo el mundo estaban siendo perseguidos, y se pondría mucho peor.
Cuando era niña emigramos a Canadá y continuamos dirigiéndonos al norte hasta llegar a una granja comunitaria en el norte de Columbia Británica llamada Evergreen, que se desprendía de la autopista al final de un camino de tierra en lo profundo del bosque. Después de un recorrido en auto interminable y agitado, las hileras de arbustos de arándanos y fresas de junio anunciaron el inicio de la granja, y luego un campo de papas, y luego el primer vistazo a una larga cabaña de troncos rodeada de remolques blancos.
La veo en mis sueños. Tenía siete años. La primera noche que estuvimos en el Tabernáculo, el edificio central donde orábamos, asistíamos a la escuela, y también cocinábamos y comíamos, una chica rubia que llevaba una falda de mezclilla hizo un comentario incisivo mientras pasaba a mi lado. “Justo lo que necesitamos”, dijo. “Otra citadina superficial”.
Poco después me enteré de que esa chica me había dedicado su mayor insulto, y pasaría los siguientes cinco años tratando de demostrarle que se equivocaba.
La granja había sido fundada por personas que sabían lo que estaban haciendo, pero, para cuando llegamos, estaba poblada de personas bienintencionadas como mis padres, cuyos antecedentes en la ingeniería civil y la música eran útiles para el grupo pero no especialmente relevantes para alimentar a una familia. Las cosechas eran mínimas y los animales muy delgados. Estábamos tratando de vivir tan lejos de la sociedad como fuera posible, y eso implicaba poca comida para las personas e incluso menos para los animales.
Los niños vivíamos con nuestros padres, pero pasábamos los días en grupos gestionados por otros adultos. Pasé uno de mis primeros turnos en el establo donde me aventaron de una patada a un montón de estiércol. Traté de recuperar mi dignidad cargando dos cubetas de leche de cinco galones cada una hasta el separador. La leche salpicaba sobre mis botas y parecía que mis brazos se iban a separar de mis hombros, pero lo logré.
La chica rubia, un año mayor que yo, bronceada y enjuta, trotó tras de mí con sus dos baldes llenos, y me sonrió de manera casi sincera.
Al día siguiente, me subió a un caballo, una robusta yegua pinta, y me dijo que sería una verdadera jinete cuando me hubiera caído de ella cien veces. Mantuve la cuenta. Las caídas de la 34 a la 40 sucedieron en un solo día. Después de cada azotón, cojeaba y me arrastraba de regreso al caballo, mientras mi némesis rubia observaba frente a la cerca. Registré cada caída, nombré las cicatrices resultantes en mis rodillas, frente y espinillas.
La granja era un lugar difícil para los vulnerables. Tuve problemas para reunir la dureza necesaria para sobrevivir no solo los accidentes y las caídas, sino también el abuso sexual y físico. Perdí la poca fe que tenía en Dios y me enfoqué en ser físicamente fuerte, aceptar cualquier reto y subirme a cualquier caballo. Toda la dulzura que tenía la reservé para los animales, cuyo sufrimiento podía aliviar de pequeñas maneras.
Robaba crema de maní de los baldes de la cocina y alimentaba a un osezno cuya madre habíamos asesinado y comido (la imagen de la mamá osa aún me acecha en la actualidad). Les llevaba pan a escondidas a las vacas más flacas y lloraba la muerte de cada pollo, cabra y perro. Escribía sus panegíricos en papel de cuaderno y los ocultaba en una lata de café.
Nos fuimos de Evergreen cuando yo tenía 11 años y regresamos, sin un centavo, a Massachusetts. Estaba enojada y traumatizada, era una niña salvaje. Acepté empleos en establos solo para estar cerca de los animales. Mi vida comenzó un arco lento y ascendente en el que ahora soy voluntaria de organizaciones de rescate de animales y trabajo en una granja histórica.
Aunque soy vegetariana, llegué tarde al vegetarianismo y me muestro moderada en mi activismo. Apenas recuerdo las promesas que les hice a los cadáveres de las cabras desolladas que amaba. La chica rubia ahora es mi amiga en Facebook, y no hablamos de Evergreen.
El asesinato de George Floyd durante una pandemia internacional, con niños en jaulas y personas que no respetan a los enfermos ni a los moribundos, me envió a un lugar en el que no había estado desde los días más oscuros de mi niñez.
La Sociedad de Massachusetts para la Prevención de la Crueldad contra los Animales llamó para preguntar si podía aceptar a tres ovejas flacas en la granja histórica que administro. Les dije que no, pues me preocupaba que los empleados y los voluntarios ya tuvieran demasiado trabajo. Esa tarde, caminé de un lado a otro en la casa, hice un donativo a un grupo de defensa de derechos civiles, leí llamamientos a la justicia cada vez más desesperados en línea y me sumé a ellos.
Esa noche mi esposo llegó a casa después de estar en la cervecería, exhausto y deprimido. Habían despedido a su personal. Estaba dirigiendo la línea de envasado junto con el propietario.
Le conté sobre las ovejas, sobre lo inútil que me sentía.
“Dime qué necesitamos para traerlas aquí”, me dijo.
Al día siguiente buscó “refugio de ovejas” en YouTube y comenzó a construir un túnel alto, un hogar temporal para las ovejas con el fin de que pudiéramos aceptarlas de inmediato y comenzáramos a trabajar en un establo. Llegaron la semana siguiente, tres ovejas flacas, viejas y sin dientes.
Una semana después, recibí una llamada sobre un chivo joven. Lo agregamos al grupo y, en cuestión de días, un pequeño establo llegó en una camioneta. Me deshice de todo mi miedo, mi frustración y mi esperanza, y los usé para levantar postes, acarrear agua, repartir medicamentos y rascar orejas. James se levantaba temprano para picar zanahorias y manzanas para los animales. Les cantaba canciones y ordenó campanas de los Alpes con sus nombres grabados.
En junio, la Sociedad de Massachusetts para la Prevención de la Crueldad contra los Animales llamó de nuevo. Un caballo que se usaba para jalar coches necesitaba para jubilarse. Era enorme —medía 1,80 metros del suelo a los hombros— y necesitaba que lo acomodáramos con alguien que tuviera “experiencia con caballos de tiro”.
Colgué y lloré, pensando en todos los caballos grandes, cansados y de ojos amables de mi infancia, que jalaban arados, remolques y embaladoras y dejaban caer sus cabezas enormes para que yo pudiera frotar sus cuellos sudorosos. James no lo dudó ni un segundo cuando se lo conté.
“Dime qué necesitamos hacer”, dijo, y comenzamos a construir. James estaba sucio y malhumorado: un chico superficial de la ciudad que debía aprender a manejar todas las complejas necesidades humanas y animales que de pronto se habían vuelto su responsabilidad.
El caballo llegó hace unos días: flaco, algo receloso, magnífico. Ya habíamos montado más de cien postes para una cerca y añadido cinco pollos y dos pavos. Esos animales jamás significarán para él lo que significan para mí: el cumplimiento de decenas de promesas llorosas que hice hace décadas.
Para él, este es el cumplimiento de una sola promesa: contar mis cicatrices, preguntarme cómo me las hice y amarme como soy.