Si no tuviese un cargo público semejante, esos hechos serían bonitos, parte de la personalidad encantadora de un hombre entrado en 40 con actitudes de niño y con relojes de viejo.
Duque encarna de la manera más simple, cruel y directa posible que Colombia es el país condenado al sagrado corazón de Jesús, o de María, como la Virgen en cuyas manos la dirigencia nacional ha dejado la responsabilidad de cuidar los 10 billones de pesos invertidos en Hidroituango.
Su paso por la Casa de Nariño marca la banalidad de un poder que no está a la altura de sí mismo, y que improvisa de todo, desde cabecitas hasta guerras ajenas para intentar encontrar un horizonte. Es el poder de la banalidad, de la mezquindad.
Lo anterior no quiere decir que el colombiano esté mal representado. ¡No! todo lo contrario, Duque personifica a la perfección a ese colombiano flojo, facilista, de moral flexible y de talante mediocre que todo colombiano lleva adentro.
Puede no representarlo a uno como persona, ni en los ideales políticos, pero como colombiano, pese a muchos de nosotros, representa bien el espíritu nacional.
No deja de ser un personaje curioso, y ni siquiera Maduro ha sido indiferente a los derrapes salerosos del presidente, como cuando hace de mensajero de su mayor de edad, o confirma la muerte de un personaje muy malo, porque ser muy malo en Colombia vale para que a uno lo maten dos veces, y en un dueto maravilloso, su vicepresidenta hace lo mismo con los que son muy buenos, como el expresidente Betancur, que fue tan bueno que valió la pena llevarlo dos veces al coro celestial.
Eso de morir dos veces es un lujo que solo se dan ciertos colombianos extremos.
Pero el presidente de Colombia no solo tiene este don celestial de matar dos veces, también hace ese tipo de comentarios que hasta el momento eran exclusivos del mandatario venezolano, y de los que los colombianos tan ingenuamente nos reíamos; ahora lo hacemos con más prudencia porque el mandatario colombiano compite ese lugar con el venezolano con denodado esfuerzo.
Sin embargo el odio latente que el presidente colombiano expresa por el venezolano, es, como lo dice el psicoanálisis, la confirmación de que se ve reflejado en él. De paso hay que decir que el actual presidente ya ha garantizado su impronta en la Historia, porque en Colombia abundan presidentes malos y brillantes. Malos tipo Turbay, o brillantes tipo Betancur, pero bufones no, Colombia no se ha dado ese lujo, y Duque ha mostrado el camino a buen recaudo y con aplausos de lado y lado.
Su vicepresidenta y cancilleres no se quedan atrás. Las mujeres de su administración representan solo una política femenina nominal, porque de mujeres e inclusión ellas no se sienten ni representan nada de eso en lo más mínimo, encarnan esos ideales soterrados, abuelitos y lacónicos de los que hace tiempo los colombianos más ingenuos creímos deshacernos, pero han vuelto en la forma de una Marta Fénix que tiene la virtud de haber salido del fuego, con un “Bonus”, y es que a dónde mira, quiere llevar fuego también, como a Venezuela, de la que parece más su primera ministra o la primera dama de un Maduro del que se quiere divorciar, pero sin el cual no puede vivir.
Tiene el mal hábito anticristiano de mirar la paja en el ojo ajeno sin mirar la viga en el propio, como cuando se queja del desabastecimiento en los supermercados de Venezuela, pero no habla de los niños muertos de hambre en su Guajira, esa Guajira hermosa, recóndita y terrible que es muy colombiana cuando se habla del Cerrejón, y muy venezolana, o muy lejana, cuando se habla de los ríos desviados y de las familias y niños que mueren de hambre.
Su canciller no tiene menos que decir, compite honorablemente en este circo de palabras. Uno lo escucha en entrevistas para quedar en las mismas, cuando no es que responde con prolongados silencios porque “no se puede hablar de este tema por acá”, pero entonces Colombia es un secreto militar, porque la mitad de las preguntas las contesta así.
Queda en un permanente ridículo internacional porque sus embajadores hablan en lenguas distintas a la del canciller, y hacen caso, más bien, a la voz celestial de aquel que habla todas las lenguas que parecen acordes a estos tiempos: la paramilitar, la criminal, la hampona y criminalizadora.
Seres de luz sin los cuales la nación hubiese conocido las terribles mieles de lo desconocido. No puede resultar sino cómico el papel de Francisco Santos como embajador en Washington. Su rostro inspira cierta ternura cuando habla, incluso cierta conmiseración religiosa –nada que ver con la cara enchuquizada del terrible Juanma, verdugo en el arte de la guerra y gestor de una horrible paz, de la que salimos huyendo por miedo a todo lo que sea distinto- pero de lo anterior resulta justamente lo curioso del personaje.
Tiene una cara infantil que es más pequeña que esas palabrotas que salen de su boquita. Palabras como guerra, matar, acabar, parecen demasiado grandes para él, y para volver al tema de los lenguajes divididos, habla en una lengua que durante varias ocasiones ha tenido que salir a desmentir el propio presidente y el canciller en su persona silenciosa.
No han faltado también los entretenidos funcionarios que certifican su experiencia académica vía notarías, o correos electrónicos: han aprendido bien a su patrón que con los cinco días de un cursillo en Harvard, lo convirtió en una maestría de 2 años. ¡le rinde a ese muchacho! Cada día le valió 5 meses.
Pero eso quiere decir que es un buen alumno, ha aprendido del mesías que divide las aguas de los ríos, que convirtió menos de 15.000 paramilitares en 31.000, y que cuando las cifras le cuadraban, su horizonte moral estaba en el otro lado, como la muerte de 10.000 guerrilleros que terminaron siendo la de 10.000 jóvenes, muchos de ellos discapacitados, que aparecían por las cosas de mi dios con las botas nuevas y a veces al revés.
Sin embargo no se debe olvidar que Duque es un presidente, pese a las apariencias. Responde por un país y sus decisiones afectan el destino de millones de personas, más allá de los 10 millones que votaron por él. Sus acciones, palabras y decisiones afectan la vida de cada uno de nosotros de forma directa o mediata, y a menos de un año nos ha demostrado a todos que aunque el país del Sagrado corazón se haya manejado con guitarra y sonrisas, no es el escenario ideal de un cargo de semejante dignidad.
La primera señal de esta mezquindad estuvo encarnada en el decreto de la dosis mínima, en el primer par de meses de su administración; una decisión que dejó muy contentos a los padres de familia y a los curas que evitaban la tentación de “jibariar”, porque las ollas se enamoraron de las esquinas parroquiales –por aquello de que el que peca y reza empata-. Pero esa postura ha resultado inútil en términos de política pública.
Esa estrategia, claramente publicitaria, no logró darle un repunte de favorabilidad, y las encuestas de sus primeros 100 días lo han dejado como el presidente más impopular desde que en Colombia existe la metodología de encuestas para medir a los presidentes.
Luego llegó Guacho, a quien, según sus palabras, se le habría “acabado la guachafita” la primera vez que se murió, y luego una segunda vez como para que no quedara duda de que estaba bien muerto.
Pero pese a que el gobierno ha querido hacer del ELN el reflejo de las FARC, eso ha resultado imposible, y no han dejado de ser más que humos y espejos del enemigo que siempre le dio fuerza simbólica al partido que hoy gobierna.
Pero luego de todo esto ha venido lo del atentado terrorista a la escuela de cadetes General Santander, y esto le ha dado una oportunidad enorme: minutos después de una horrible bomba, sale un presidente bien vestido, bien peinado y en compañía de generales bravos y un fiscal imbatible, diciendo, leyendo un discurso que si bien sonaba impostado, por fin como que le permitía pensar a la gente que ese era su presidente.
Lo anterior, sumado a la cruzada venezolana de democratizar todo su petróleo, le ha permitido incursionar en un terreno en el que hasta hace poco no se veía cómodo: el de presidente de un país. Pero este asunto del lenguaje lo tiene a un costo muy alto: su desconocimiento de la tragedia sistemática de los líderes sociales, su inacción ante los cultivos ilícitos en aumento, una paz que se desmorona –intencionalmente- lo están llevando a un punto de ingobernabilidad intransitable.
Pero por otro lado, la intención de impulsar las fuerzas de su gobierno al plan de una democracia venezolana está arrastrando al país en una lucha geopolítica en la que no debería inmiscuirse, y en el que puede resultar bastante perdedor, ya que una eventual guerra desatada en Venezuela se trasladaría muy fácilmente al territorio colombiano.
Es un hombre con poca visión, un niño que da vueltas sin saber exactamente a dónde llegar. Si no tuviese un cargo público semejante, esos hechos serían bonitos, parte de la personalidad encantadora de un hombre entrado en 40 con actitudes de niño y con relojes de viejo.
Pero no, su cargo es importante, y aunque a veces no lo parezca, dirige el destino de 47 millones de almas colombianas, a las que su irresponsabilidad nos puede arrastrar, con diferentes corrientes, y con distintos protagonistas.
Por eso, señor Duque, ¿dónde está su mayor de edad responsable, para llevarle esta queja?