El batán, la licuadora de los ancestros

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Cada vez que lo desempolvamos y lo volvemos a usar, se repite la magia de la cocina del pasado. Ni un ejército de licuadoras, procesadoras de alimentos y otros trastos eléctricos podrán suplir sus sencillas funciones.


 

Retorno a los primeros años. No guardo muchos recuerdos de la casa antigua del pueblo en que vivíamos. Un par de habitaciones austeras, una pequeña huerta de viejos durazneros y manzanos donde se llevaba la flor el frondoso ciruelo que año tras año se cargaba de frutos amarillos hasta reventar sus brazos.

En un costado del patio, al lado de un moribundo duraznero, yacía una grisácea y aparatosa roca plana donde mi madre solía machacar todo tipo de granos, tubérculos, ajos, ajíes, carnes secas y demás insumos para la cocina.

Siendo el mayor de los hijos, desde muy chico aprendí a bambolear la media luna –es justo decir que muchas veces se me cayó el pesado armatoste para un lado- y me encantaba ese ruidito de los locotos y tomates siendo aplastados, pero que a veces sufría el contraataque de un salpicón directo a la cara o a los ojos para padecer el ardor que, luego de abundantes enjuagues con agua, costaba apaciguar.

 

Batán, con su yerbita de quillquiña para cualquier ocasión. Foto por José Crespo Arteaga

 

De ahí que tenía la precaución de usar un cuchillo para raspar e ir juntando la pasta resultante en vez de hacerlo a mano pelada como acostumbran las curtidas mujeres del campo. La llajua, esa potente salsa picantosa elaborada con ramitas de suyco o huacataya que al ser aplastadas desprendían un intenso aroma como pocos, era mi gran tarea a la hora del almuerzo.

En todo pueblo valluno, nunca falta un batán cerca de una cocina o fogón de leña, hasta en la vivienda más humilde se puede encontrar una piedra improvisada para tales menesteres, basta con ir a buscarla en las orillas de un río y trasladarla en carretilla o a lomo de mula.

Como tampoco debe faltar en los poblados amazónicos, su contraparte, el tacú o mortero tallado del tronco de un árbol. Las campesinas son tan diestras en su manejo que pueden pasarse horas sentadas en un banquito efectuando la molienda ancestral de granos de maíz, el ají colorado para el picante de gallina, el choclo para las humintas, el maní crudo para una espesa y suculenta sopa.

Qué no se puede moler en un artefacto tan útil como este.

El batán permite efectuar tareas que serían difíciles de lograr en una licuadora eléctrica, que jamás ofrece tanta versatilidad o diversidad de usos: aplastar, triturar, machacar, desmenuzar, moler, aplanar o finalmente moldear ciertos alimentos.

Recuerdo, como si fuera ayer mismo, que tenía la costumbre de juntar las durísimas habas tostadas y, a veces porotos, para pulverizarlos hasta donde se podía y luego al llevarme a la boca todavía podía sentir el picor de los locotos o ajíes impregnado en la superficie.

Un batán que se respete completamente consta de tres piezas: la roca madre o base, la piedra moledora tallada o desgastada en forma alargada y el mork’o, esa bola pétrea que debe caber en un puño para faenas más menudas y precisas: una mano hábil martaja el charque a buen ritmo antes de destinarlo a la olla; los chuños y las papas runas deben aplastarse uniformemente para espesar un buen caldo; las anaranjadas papalisas han de ser machacadas para darle sustancia a la sopa o trituradas para un apetitoso picante sazonado con yerbabuena; la llajua de maní tostado es otra cosa, como infaltable maridaje de anticuchos a la parrilla cuyo olor tortura desde lejos.

Observo detenidamente el batán, sobriamente levantado en un rincón del patio. Hermoso y digno legado de los ancestros indígenas que cada día aprecio más. Un anacronismo que se resiste a desaparecer a pesar del paso inexorable del tiempo.

Cada vez que lo desempolvamos y lo volvemos a usar, se repite la magia de la cocina del pasado. Ni un ejército de licuadoras, procesadoras de alimentos y otros trastos eléctricos podrán suplir sus sencillas funciones.

Y, sobre todo, jamás podrán imitar el inconfundible sabor a piedra. Que es el sabor de la nostalgia o lo que se le parezca.

Ver Galería sobre el Batán (Bolivia)

 

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