Pese a que están en Tailandia desde hace décadas, las mujeres kayan que huyeron de Birmania se ganan la vida con sus tradicionales anillos para el cuello. Pero eso está cambiando.
Por, Hannah Beech. Pubicado en The New York Times
HUAY PU KENG, Tailandia — Frente a casi todas las casas de bambú de la aldea de Huay Pu Keng hay puestos que venden baratijas relacionadas con los anillos para el cuello que las mujeres de la etnia kayan usan tradicionalmente.
Hay versiones más engañosas de las bobinas de latón, con bisagras útiles para una fácil aplicación. Hay almohadas especiales para dormir con los anillos, que comprimen la clavícula y crean la ilusión de un cuello alargado de manera artificial.
Hay tallas de madera de las mujeres con sus decoraciones de cuello y algo llamado “vino de cuello largo”, aunque, confusamente, las botellas son rechonchas y redondas.
Toda la economía de Huay Pu Keng y otros pueblos kayan, desde los funcionarios locales hasta los que se dedican al turismo, depende de los adornos de metal que se sujetan alrededor de los cuellos de sus mujeres.
“Las mujeres mayores, usamos los anillos por tradición”, dijo Mu Na, de 58 años, quien vende baratijas en otra aldea turística. “Las más jóvenes, usan los anillos por el turismo”.
Los kayan son una pequeña minoría étnica que huyó de la guerra civil en el este de Birmania en la década de 1980. Cuando llegaron a Tailandia, los funcionarios tailandeses —de común acuerdo con una milicia étnica birmana que operaba en la zona fronteriza— vieron una oportunidad: en vez de poner a los kayan en los campamentos especiales que se habían construido para los cientos de miles de otros refugiados que en ese momento también escapaban del conflicto armado en Birmania, los ubicaron en aldeas recién construidas, diseñadas para tener una máxima visibilidad turística.
Cuando se establecieron en las aldeas, las mujeres recibían salarios de hasta 200 dólares al mes por parte de las compañías de turismo. Los tailandeses —desde los operadores de barcos hasta los fabricantes de baratijas— se beneficiaban.
Los críticos han definido a las aldeas como “parques temáticos étnicos”, con los kayan en exhibición como atracciones turísticas humanas. Sin embargo, para las mujeres y sus familias, los visitantes garantizaban un ingreso estable, aunque eso significara continuar una tradición que, de otro modo, podría haber desaparecido en el siglo XXI.
El coronavirus ha complicado la situación. Tailandia ha prohibido la entrada a la mayoría de los extranjeros para evitar la propagación del virus, y son muy pocos los turistas que visitan este remoto rincón del país. Y el destino de los kayan, una vez más, plantea incómodas preguntas sobre la explotación cultural, la independencia económica y la desafiante realidad de la vida como refugiado.
Mu Tae se sienta en su puesto de baratijas, mientras su cabeza flota sobre 18 lazos de metal que hacen que la distancia entre su barbilla y sus hombros parezca imposible.
“El gobierno nos dijo que preserváramos nuestra cultura, y lo hicimos, pero nadie está aquí para verlo”, dijo.
Aunque las mujeres y sus familias se han beneficiado de los visitantes de los pueblos, los anillos de cuello son cada vez más un legado de otro siglo. Incluso antes de la pandemia, muchas mujeres se los habían quitado. Mu Tae dijo que comenzará a ponerle anillos de metal a su hija cuando cumpla cinco años, pero no está segura de si la niña querrá continuar la costumbre kayan cuando sea adulta.
De las 105 mujeres de Huay Pu Keng, solo 12 siguen usando las bobinas en el cuello.
No está claro por qué los kayan, también conocidos como padaung, comenzaron a usar esos aros metálicos en los bosques de Birmania, de donde provienen. Las guías turísticas dicen, con una floritura, que los anillos de metal eran un mecanismo de defensa contra los tigres que iban por el cuello. Los kayan parecen escépticos ante esta explicación
“No se ve lindo sin los anillos”, dijo Ma Tae, de 63 años, quien lleva 23 anillos en su cuello, así como espirales en las piernas. “Es lo que siempre hemos hecho”.
Durante años, muchos kayan carecían de documentación oficial para abandonar sus aldeas, y no tenían ninguna esperanza de emigrar a otro país porque no estaban en los campos de refugiados.
Aquellos que podían aventurarse a salir, con los papeles necesarios, a menudo se sorprendían.
“Cuando iba a la escuela en la ciudad, todos se me quedaban viendo, así que me avergonzaba de los anillos”, dijo Ma Prang, de 22 años, que se sacó 20 bobinas hace cuatro años. “Quiero ser médica y creo que será difícil hacer ese trabajo con los anillos puestos”.
Sin embargo, hace una docena de años, el gobierno tailandés comenzó a permitir que los kayan de las aldeas se trasladaran a los campos de refugiados, para que pudieran solicitar su reasentamiento en un tercer país. Desde entonces, decenas de kayan han comenzado nuevas vidas en Finlandia, Nueva Zelanda y Estados Unidos, entre otros países. Ninguna de las mujeres continúa usando sus anillos.
A diferencia de los kayan de los campamentos de refugiados, algunos residentes de las aldeas turísticas han recibido la ciudadanía tailandesa completa o tarjetas que les permiten la libre circulación en el país. Pero incluso después de haber pasado décadas en el país, a otros kayan no se les ha expedido ese tipo de documentos, dejándolos a merced de la oficialidad tailandesa.
“No estoy segura de por qué no tengo una tarjeta de identificación”, dijo Ma Nye, de 33 años, que vive en Huay Sua Tao, la aldea kayan más visitada por los turistas. “Mis hijas nacieron en Tailandia, pero tampoco la tienen”.
Yothin Thubthimthong, director de la Autoridad de Turismo de Tailandia en la provincia de Mae Hong Son, donde están las aldeas kayan, dijo que la vida en el limbo de la inmigración en una de las aldeas turísticas era preferible a vivir en un campo de refugiados.
“Aunque no son tailandeses, creo que es mejor que vivir en el campamento con decenas de miles de personas”, dijo.
En Huay Pu Keng, los kayan viven junto a los kayaw, otro grupo étnico conocido por crear grandes agujeros en los lóbulos de las orejas de las mujeres. Aunque tanto los kayan como los kayaw provienen en su mayoría de Kayah, un estado en el este de Birmania que limita con Tailandia, hablan diferentes idiomas y tienen costumbres distintas. No habrían vivido juntos en Birmania.
Incluso antes del coronavirus, el turismo estaba disminuyendo en Huay Pu Keng y otros pueblos kayan a lo largo de la frontera con Birmania. En la última década, se ha permitido a algunas familias kayan, tanto de los pueblos fronterizos como de Birmania, reubicarse en ciudades tailandesas, después de que los operadores turísticos las reclutaran para vivir en nuevas comunidades más convenientes para las visitas de los turistas.
“En Birmania, no podía trabajar en la ciudad debido a mis anillos”, dijo Ma Hao, de 34 años, quien fue contratada en Birmania hace siete años para lucir sus 28 bobinas en una de estas atracciones turísticas cerca de la ciudad norteña de Chiang Mai. “Aquí, podría ganar dinero con solo vivir”.
Pero desde la prohibición de viajes debido al coronavirus, los empresarios tailandeses que solían emplear a mujeres kayan como Ma Hao han dejado de pagar. Ahora, dice, está atrapada en Tailandia sin trabajo, y sin suficiente dinero para regresar a Birmania.
La Long Neck Hill Tribe Village es un conjunto de chozas de bambú con electricidad intermitente construidas por un oficial de policía jubilado en las afueras de Chiang Mai. Alrededor de 50 turistas al día, muchos de ellos de China, solían venir y pagar 15 dólares para ver a las mujeres kayan y sus anillos, así como a otros grupos étnicos, como los lahu, akha y lisu.
Hoy en día, la atracción turística recibe solo unos pocos visitantes. Y como no se ofrecen salarios, la mayoría de los trabajadores se han ido.
Mu Nan, de 22 años, ha vivido con sus padres en la Long Neck Hill Tribe Village durante cinco años. Su madre, Mu Bar, de 38 años, lleva 25 anillos y es una de las mujeres más fotografiadas de la comunidad. Mu Nan no lleva ninguno.
A diferencia de sus padres o su hermano, que es un recolector de basura, Mu Nan recibió su ciudadanía tailandesa este año, un proceso que tomó tres años de llenar formularios y luchar contra la burocracia. Ahora estudia en la Universidad de Chiang Mai.
“Nunca me dieron ninguna educación”, dijo Mu Bar, ajustando la tela debajo de sus bobinas para evitar las rozaduras. “La vida de mi hija será diferente a la mía”, añadió. “Ella podrá hacer lo que quiera”.
Muktita Suhartono colaboró en este reportaje.