Diego Leandro Marín Ossa
Docente Universidad Tecnológica de Pereira
Escuela de Español y Comunicación Audiovisual
El lenguaje oral y gestual del reality tiene un poder de encantamiento singular que alimenta las pasiones de concursantes y espectadores. Basado en un trucaje y el abuso de la especulación, semejante en cierta medida al sector financiero que genera angustias de otra índole, los programas de este tipo se diseñan bajo la premisa de suministrar pequeñas dosis de resentimiento, frustración y miseria protagonizada por un padre que anhela pagar la cirugía de su hijo, una madre soltera que sueña con ser estrella de la pantalla chica o un joven campesino que no sabe leer y se aprende las canciones de memoria para competir en la noche de gala. Además en cada capítulo, nos encontramos con una que otra sorpresa, estrategias para “capturar” a la audiencia, mucha luz moviéndose por todos lados y una asesoría especializada en mercadeo y comunicación que garantice el éxito rotundo en los nichos de mercado establecidos con antelación.
Que el reality es una manifestación del aburrimiento, el mal gusto y el desencanto estoy de acuerdo. Pero también es una alternativa de quien halla placer en perder el tiempo, chismosear y “sacarle el cuerpo” a la reflexión, a la trascendencia. Habrá incluso quien encuentre placentero mirar este tipo de programas para tratar de comprender qué está pasando con los sueños de la gente común y corriente, a dónde van las ilusiones y entretenerse con la vida rosa de otros más “afortunados” que el desdichado espectador. Y también enterarse qué hace ante las cámaras el extraño, el vecino o el pariente para salir de las dificultades que le puso en el camino la vida. Eso también es cierto.
Pero el asunto no se reduce a identificar las virtudes de dichos productos audiovisuales, o los propósitos ideológicos disfrazados en el empaque de beneficencia en el que se envuelven estos programas.
Para analizar este fenómeno mediático es necesario contemplar ciertos aspectos que hoy en día no se pueden pasar por alto, no a la hora de “digerir” estos productos audiovisuales que no sólo son complejos de abarcar en el análisis de su consumo, sino que además se presentan como una mercancía que se produce, circula y se recepciona, influyendo incluso en las variadas formas de interacción social en la ciudad, como en los diversos espacios en que se concreta y se diluyen las maneras de comunicarse.
En el reality la intimidad es la mercancía. Gracias al conocimiento previo de la vida privada de los participantes, el televidente encuentra cierta identificación ante la pantalla. En el momento decisivo, el gesto del amenazado conecta al espectador con su angustia, el brillo en la mirada penetra hasta el lugar más hondo de su mente donde se sortean los anhelos reprimidos durante mucho tiempo.
Un silencio y el participante piensa de qué manera responder ante el jurado. Gotas de sudor invaden los rostros, muchas sonrisas prefabricadas y el ritmo respiratorio termina siendo compartido dentro y fuera del televisor, en la tarima y en la sala de la casa.
Frente a frente, cara a cara, el espectador y el amenazado se conectan. El simulacro comienza. En su interior ambos monologan, planean qué podrían hacer con tanto dinero y fama. Juegan al rey y al mendigo. Salvan en su ensueño la economía raquítica de sus familiares, pasean por el mundo entero y en pocos segundos de fantasía regresan, uno al escenario y el otro a la sala. Allí se decidirá el futuro de los dos.
En ese sentido, lo de menos en el reality es juzgar la técnica del baile, el canto o la actuación. Aunque cada día en la oficina, la buseta, el colegio o la universidad todos los espectadores resuelvan “especular”, lanzar conjeturas sobre tal o cual participante quien merece continuar luchando por el primer lugar, lo más importante siempre es el triunfo simbólico de televidentes y participantes, en el sitio virtual donde se realizan sus ilusiones.
No importa si el amenazado gana o pierde siempre y cuando le haya entregado al público el intento heroico por alcanzar el éxito. La cumbre desde la que pocos se asoman para mirar un horizonte promisorio.
Todo sea por la ilusión, esa manera ajena de soñar que otro ser es afortunado porque gana lo que se considera que nunca va a llegar a nuestra vida. Aquello que en ese momento se presiente lejano, digno de un ser superior.
En esta dimensión tan dramática se pierden el tiempo, la razón y la intuición, el lugar es ocupado por el deseo. De allí la facilidad que experimenta el televidente al identificarse con las situaciones que se presentan en el programa y la dificultad de tomar distancia para razonar.
La imagen audiovisual que influye en el cuerpo y la palabra de quienes participan en el reality encanta al espectador y lo arroja a su destino de soñador. Este tipo de programas no están hechos para pensar, están pensados para sonar. El problema aparece cuando en su ensoñación, en su evocación el participante y el espectador no encuentran salida material o simbólica ante sus dificultades, o si lo hacen la visualizan estrecha. Si el participante es eliminado el espectador es derrotado. Entonces la tragedia es más intensa pues queda una lección: los sueños no se cumplen de una manera tan fácil, hay que lucharlos y cada vez van a estar más lejanos. Es preciso ser mejores.
Otra cosa es si ante la promesa de un mañana mejor se abre una puerta de posibilidades ante sus sentidos y ambos encuentran en el triunfo, los quince minutos de fama a los que cualquier mortal tiene derecho como lo decía Andy Warhol. Después de aquellos instantes decisivos en que peligra el éxito, la victoria y la fortuna tanto para amenazados como para espectadores. Luego de haber contemplado entre chismes y bromas la suerte de los participantes, para los espectadores llega el espectáculo de la realidad. Para todos y cada uno de quienes contemplaron con pasión enconada, cinismo y desdeño el programa.
De manera simbólica, el baile y la actuación siguen ahora en la oficina, la buseta, el colegio o la universidad. Es necesario tener cuidado pues “el jurado” que en este caso toma forma en las variadas expresiones del poder está listo todos los días para eliminar a unos cuantos, ya sea por talento y convivencia, sean estas en exceso o en defecto.
Los espectadores que hayan conseguido identificar la estrategia para llegar al final de su destino con éxito y cumplir la misión encomendada son los que triunfan. La competencia es para los más fuertes en la constante lucha de las especies por sobrevivir. Elogios, una sonrisa, el brillo en la mirada y el empaque servirán como aderezo. Han de seleccionarse bien las palabras y los gestos. Todo puede ser usado a favor o en su contra.
El reality se traslada a “la vida real”, deja de ser un lugar donde se premia el talento y se convierte en un sitio donde se castigan la honestidad y la iniciativa.
Esto motiva el análisis del lenguaje del reality en el contexto del público, la influencia en el comportamiento del espectador y la apropiación simbólica de dicha realidad. Para ello la pregunta por el sentido es fundamental, vale interrogar ¿qué lleva a un grupo de personas a publicar sus problemas privados en televisión?, ¿porqué la gente busca fama y reconocimiento en un concurso que involucra sus pasiones más secretas?, ¿qué no encuentra la gente en las instituciones educativas, los hospitales y demás ámbitos de lo público que al parecer haya en la pantalla chica?, ¿qué propone la academia desde la comunicación social y la educación, para hacer un uso ético y estético de este tipo de programas con criterios formativos?
Considero que así como los medios masivos de comunicación convierten en mercancía las ilusiones y desengaños de la gente, en ese simulacro de beneficencia que se difunde a través de la televisión y luego se reproduce por calles y carreras, oficinas y cafeterías a lo largo y ancho de la ciudad, es necesario que se piense la manera de identificar ciertas estrategias, que de manera análoga pueden servir para diseñar realities que eduquen a la gente. Por mencionar un ejemplo, en lugar de alimentar entre participantes y público la competencia por obtener una cirugía que la EPS les niega, diseñar programas alrededor de la prevención de la enfermedad o el uso adecuado del servicio de salud.
El reto es educar y entretener. Habrá que pensar en las maneras de generar disfrute sin que sea a través del dolor o la desgracia ajena. Los problemas económicos y sociales que rodean este fenómeno de especulación mediática tendrán otros escenarios y otros requerimientos de tipo político. A la academia le corresponde avanzar en la reflexión y a los medios enfrentar su deuda ética, actitud que cuando no es evasiva en la mayoría de los casos es desdeñosa.
Entrada publicada en la revista de comunicación y cultura de la UTP