Al finalizar el juego se desató la primera oleada de histeria colectiva en los registros del fútbol nacional.
Antes de la historia
En asuntos de fútbol los de mi generación vivimos durante cuatro décadas de un recuerdo prestado: el del empate a cuatro goles contra la Unión Soviética de Lev Yashin.
“Triunfó la libertad sobre la esclavitud del comunismo”, tituló un periódico conservador de la época, chapoteando entre la ingenuidad y la paranoia.
Empezando por ahí, por la geopolítica, los jóvenes del siglo XXI se preguntan qué carajos era eso de la Unión Soviética, aunque del comunismo se enteran cuando los mayores quieren meter miedo en alguna campaña política. Qué viene el comunismo, dicen para justificar sus decisiones electorales.
Fue el domingo 3 de junio de 1962 en el estadio Carlos Dittborn de Arica, Chile. Colombia y la Unión Soviética disputaban el segundo partido de la fase de grupos.
Colombia perdía 4 a 1 y el mundo era triste como las noticias que llegaban de más allá de la cortina de hierro.
Hasta que un costeño llamado Marcos Coll inició el relajo: le marcó un gol olímpico– el único en la historia de los mundiales- a “La araña negra”, el inefable Lev Yashin.
De ahí en adelante el espíritu del juego se adueñó de los colombianos, dirigidos por el gran Adolfo Pedernera y acabaron logrando lo imposible: un empate frente a los soviéticos.
Al finalizar el juego se desató la primera oleada de histeria colectiva en los registros del fútbol nacional.
Quienes lo vivieron dicen que fue algo comparable a lo provocado por el uno a uno frente a Alemania en el Mundial de Italia o el cinco a cero ante los argentinos en las eliminatorias hacia el Mundial de Estados Unidos.
Rosendo Marín, un jubilado que no se resigna a colgar los botines, se sabe de memoria la alineación de ese equipo de fábula. Cada vez que necesita reconciliarse con el mundo la recita entre murmullos:
“‘El Caimán’ Sánchez, Marcos Coll, ‘Charol’ González, Rada, Klinger, Serrano, Alzate, López, Aceros, Echeverri, Jaime González”.
Para él siembre fue como si un pequeño escuadrón de once combatientes venciera al Ejército Rojo en pleno.
Adolfo Pedernera, el gran timonel, era uno de los muchos argentinos que llegaron a Colombia con el fin de ponerle pausa a la creatividad desbordada de nuestros talentos silvestres.
A su manera, nos enseñaron a jugar. Dicen que después del célebre cinco a cero, algunos de los argentinos que vinieron al país en los años cincuenta, sesenta y setenta exclamaron al unísono como una manera de conjurar la humillación. “¡Y pensar que nosotros les enseñamos eso!”
De ese tamaño es la épica del fútbol.
Tiempos de oscuridad
De modo que entre 1962 y 1990 el mundo fue triste como una eterna tarde de domingo sin “Ruido de pelota”, para utilizar una expresión feliz del cronista uruguayo Diego Lucero.
“Marcos Coll, el que le marcó el gol olímpico a La araña negra”. Crecí oyendo repetir esa frase como si se tratara de un mantra.
De niño pateé cientos de veces el balón desde la esquina, con la ilusión de que se metiera en la portería rival sin ser tocado por nadie más.
Creo que alguna parte de mí sigue esperando que el milagro se cumpla.
De hecho, creo que es mi última oportunidad de ser feliz en este mundo.
Luego empecé a ir a los estadios y a descubrir prodigios:
El Atlético Nacional de Navarro, Santa, Osorio, Moncada y- sobre todo- un argentino portentoso llamado Jorge Hugo Fernández. Me disculpan el lugar común, pero ese hombre tenía la cancha en la cabeza: poseía el don de intuir hacia donde iban a moverse sus compañeros y sin pensárselo dos veces les dejaba el balón en el lugar preciso para marcar el gol.
Goleadores como Javier Tamayo y Hugo Horacio Lóndero pueden dar fe de eso.
Y estaba el Deportivo Pereira de los paraguayos: Eliseo Gaona, Mario Rivarola, Aurelio Valbuena, Apolinar Paniagua y Julio Gómez, que nació en la frontera con Argentina pero jugaba como el más brioso de los guaraníes.
Y cómo olvidar ese Millonarios de Willington Ortiz, Alejandro Brand y Jaime Morón, un trío que hizo sufrir hasta al imbatible Independiente de Avellaneda en su época dorada.
Pero seguían siendo goces domésticos.
Hasta que llegó Francisco Maturana, discípulo aventajado de Oswaldo Zubeldía, el primero que les dio la oportunidad a los futbolistas jóvenes en Colombia.
Fue Maturana quien con el título de la Copa Libertadores de 1989 para Nacional abrió las puertas para la fiesta que vendría. El gol de Rincón frente a Alemania; la clasificación a Estados Unidos, aunque después viniera el desastre conocido. Sumo y sigo : El mundial de Francia y la Copa América de 2001.
Y otra vez se hizo la oscuridad: dieciséis años y tres mundiales de abstinencia.
Los designios del corazón
Fue otro argentino – ¿De dónde más iba a llegar?- el encargado de devolvernos la esperanza.
Don José Pékerman había jugado en el Deportivo Independiente Medellín a mediados de los setenta. Durante su estancia engendró una hija colombiana. Y bien sabemos cómo funcionan las cosas cuando están mediadas por el corazón.
Claro, encontró la más brillante camada desde los días de Pedernera y sus alegres pillastres. Ospina, un gigante bajito en la portería. Yepes, exquisito como sus predecesores: Chonto Gaviria, Miguel y Andrés Escobar. Cuadrado, un juguetón anarquista y por lo tanto indescifrable.
Y el gran James Rodríguez, forjado en el fútbol argentino y por eso mismo a prueba de complejos de inferioridad.
Ese gol frente a Uruguay en Brasil 2014 es una de las escasas formas de la dicha terrenal.
Por eso espero con ansias que ruede el balón en Rusia.
Por los treinta días que vienen no me importa que el crimen organizado se haya apoderado de lo que un día fue el jogo bonito.
Ignoro el hecho de que cada vez haya más mercenarios y menos jugadores.
Me preocupa, sí, que el tal VAR y los demás artificios de la tecnolatría amenacen con despojar al fútbol de su magia, es decir, de su relación con el azar.
Puedo pasar por encima de esos albures si en una de esas me doy de narices con el gol olímpico que extravié en mi infancia.