El miedo llega por las noches, cuando los niños por fin duermen. Me acerco a darles un beso en sus cabecitas, y los contemplo en la oscuridad por un instante. Duermen plácidamente, tan tranquilos y ajenos a las noticias del mundo y a las preocupaciones de mamá.
Así debe ser.
Nunca he sido muy aficionada a la ciencia ficción, pero recuerdo haber visto de pequeña un capítulo de El planeta de los simios. “¿El hombre superior al simio? ¿Hubo un tiempo en que el hombre era superior al simio?”, se preguntaba con estupor un humano sometido al régimen de los micos. Por alguna razón, nunca he olvidado esa pregunta, ni el desconcierto visible en el rostro del sujeto que la formulaba. Tal vez por ello me fascinaron desde siempre aquellas clases universitarias en donde se nos explicaba la manera en que aprendemos a aceptar ciertos hechos como “normales”, cuando en realidad no son más que el resultado de una serie de convenciones sociales.
Para el prisionero de El planeta de los simios, era “normal” que el mico fuese superior al humano, y se le hacía imposible imaginar un pasado en el cual tal jerarquía se diera a la inversa. Para nosotros en el año 2020, era “normal” hasta hace unas semanas salir de nuestras casas: a trabajar, a estudiar, a mercar, a dar un paseo.
Por las noches, cuando llega el miedo, llegan también a mi mente escenarios aciagos. Allí, el confinamiento se ha establecido de manera indefinida, y ha pasado ya tanto tiempo que los seres humanos nos preguntamos si realmente hubo un pasado en el cual transitábamos por las calles sin cubrirnos el rostro y los niños corrían en libertad por los parques.
Pero no me hagan caso. Desde chica he sido una persona que se deja impresionar fácilmente, y mi imaginación fatalista suele jugarme malas pasadas. Recuerdo, por ejemplo, la tarde en que empezó a llover en Lima, poco después de haberme enterado de la historia del arca de Noé. Empezó a garúar, mejor dicho, porque las precipitaciones allá no son más que finas partículas de agua que no alcanzan a humedecer el cabello. El asunto es que esa tarde me atrincheré en el segundo piso de la casa de mi abuela, y al observar que la garúa no mermaba, empecé a rezar para que no ocurriera de nuevo el diluvio universal. Ahora mismo, observo con inquietud el corte que tengo en el dedo, minúsculo pero renuente a cerrar, y temo una septicemia, una gangrena. No pude haber elegido un mejor momento, me digo con sarcasmo, mientras observo mi dedo, putrefacto, al interior de una ambulancia que me traslada por las avenidas de esta ciudad silenciosa a un hospital atestado de pacientes que demandan ventiladores. Por esos lares deambulan, a veces, mis pensamientos fatalistas.
Creo que, al fin y al cabo, sí soy aficionada a la ciencia ficción.
“Es viernes y mi cuerpo lo sabe”, escribía con ironía el escritor Marco Avilés, repitiendo aquella frase que solía anunciar la llegada del fin de semana. Es viernes y mi cuerpo lo sabe. ¿Qué sabe?, intenté responder.
Sabe que a primera hora mis manos tomarán el teléfono y mi rostro se encargará de desbloquearlo. Sabe que las yemas de mis dedos se deslizarán por la pantalla, y se detendrán en el ícono que me permite escribirle un mensaje a mi mamá en el extranjero. Sabe que sonreirá ante la imagen de aquel ingenuo que confunde sanitize con satanize y dibuja un pentáculo en su sala, y sabe que lanzará una carcajada frente a un Homero Simpson que confiesa: “No le entiendo al profesor en persona… voy a entenderle por internet”. Sabe también que mis ojos recorrerán las noticias, se fijarán en el número de muertos y contagios, y se dilatarán ante imágenes de cadáveres en bolsas y ataúdes apilados en la vía pública. Sabe que luego se servirán de un dron para divisar las grandes avenidas, ahora desiertas, de mi ciudad natal, de una Lima cuya calma repentina produce escalofríos. Sabe además que sus pies no traspasarán los límites del apartamento que habita, y que sus brazos cerrarán con tristeza la mampara por donde solía ingresar un gato.
Pero mi cuerpo no solo sabe, sino que también siente. Siente que su tendencia a la introversión le ha facilitado sobrellevar el aislamiento, así que no le sorprende encontrarse tan a gusto en casa. Lo que sí le sorprende es hasta el momento no haber añorado mirar el mar, e intuir que lo primero que hará al término del confinamiento será dirigirse a un bosque, internarse en el frío de los guaduales, aferrarse al sonido de la tierra mojada, retener en la memoria el olor de la lluvia.
Es seguro que el miedo regresará cada noche. Entonces soñaré que despido a mis hijos en la ruta escolar, para luego descubrir que el colegio es el foco principal de la pandemia en la zona. Despertaré bañada en sudor, y en un intento por desacelerar el ritmo de mis palpitaciones, acudiré a las letras de Bob Marley, que me invitan a no preocuparme ’cause every little thing gonna be alright. Pero la estrategia no surtirá efecto. Casi de inmediato recordaré que Three Little Birds era la canción que escuchaba Will Smith en Soy leyenda, poco antes de terminar volándose en pedazos para contener el ataque de los infectados. Es mejor atraer pensamientos agradables, me repetiré. Esta vez sí añoraré encontrarme de cara al mar, frente a unas olas que forjan abundante espuma al estrellarse contra la orilla. Me imaginaré prestando atención a su velocidad y altura, calculando el momento preciso de zambullirme en las concavidades marinas. Sentiré la salada humedad en mi rostro al surgir de las profundidades, el aleteo constante que me permite mantenerme a flote, la sensación de invulnerabilidad que me otorga el situarme en la cresta de la ola.
Guardo una fotografía de las nubes del último viernes que salí de casa. En pocos días, habrá pasado un mes. Aquella mañana de marzo muchos aún cuestionaban la gravedad del virus, y yo no imaginaba que por la noche atravesaría por última vez el parqueadero del edificio en donde vivo. Ese viernes, olvidé en la guantera del carro la novela Americanah de Chimamanda Ngozi Adichie. Había leído ya más de la mitad, así que las peripecias y disyuntivas en las vidas de Ifemelu y Obinze quedaron, de forma abrupta, en suspenso. Podría ir a buscarla, sería un buen modo de endulzar el encierro. Sin embargo, he decidido esperar a que se levante el aislamiento para retomar el libro. Quizás tan pronto como regrese del bosque, regresaré también a su lectura. En una ciudad que no será aquella que yo transitaba, en un mundo de afuera que se habrá tornado irreconocible, será gratificante volver a una trama que se mantuvo inmune al cambio, ajena a este nuevo estado de las cosas en donde “distancia social” o “aplanar la curva” forman parte ya del vocabulario cotidiano, distante de esta nueva realidad en la cual siento, tal vez con demasiada frecuencia, el olor a cloro impregnado en mis manos.