María dio a luz en una caverna, en condiciones poco asépticas. Con todo y su fe, los nuevos papás tuvieron sus dudas metafísicas en la madrugada del 25, cuando sintieron la gelidez de la pobreza y pensaron en el futuro y la educación de su primogénito.
La de Jesús no fue una vida simple. Desde que se supo que era el elegido y llegaría al mundo con un mensaje encriptado en la sustancia de la metáfora, “Yo soy aquel que soy” –sentenció–, se convirtió para muchos profetas energúmenos, de religiones politeístas y tribus de hacendados, en un temible oponente.
Fue la época en que el mundo era tan reciente que algunas cosas y puntos geográficos carecían de nombre. Lo verdaderamente antiguo en Judea era la necesidad humana de creer en lo inefable y en el misterio. Jesús interpretó ese menester, o la voz del Padre le tradujo con parábolas ese menester y se hizo hombre para hacerse más creíble y urgente.
La de Jesús no fue una infancia sencilla. Las primeras noticias de los cronistas dan cuenta de la odisea que enfrentaron sus padres, José y María, para salvarlo de la ira de Herodes El Grande, un tipo irascible y controlador, capaz de ordenar la muerte de quienes consideraba sus enemigos, incluyendo a miembros de su parentela, si percibía en ellos algún atisbo de ambición por su reinado ubérrimo.
Uno de sus consejeros más eruditos, experto en el arte de la criptografía nazarena, lo previno más o menos con estas palabras: “Nacerá una criatura que disputará tu lugar; trátase de un ser iluminado por la gracia de la palabra arcana, de la lingüística hebrea. La verdad, no parece de este mundo. Es un líder nato”.
Herodes, educado en la celotipia y el pragmatismo, ordenó desde su trono la muerte de mujeres embarazadas y niños recién nacidos. Puesto que no sabía el nombre de su enemigo ni los rasgos de su fenotipo, todos los vástagos recién nacidos eran su enemigo. Para ello ordenó hacer un censo, una lista negra.
Los padres de Jesús comprendieron de súbito la estratagema institucional, recelaron de la estadística y huyeron por senderos oscuros y caminos pedregosos, signados por la pobreza de un viejo carpintero que dejaba atrás su taller y sus herramientas.
A fuerza de proteger a su heredero se hicieron desplazados. María dio a luz en una caverna, en condiciones poco asépticas. Había en esa gruta, no obstante, un resplandor, una nube luminosa. Con todo y su fe, los nuevos papás tuvieron sus dudas metafísicas en la madrugada del 25, cuando sintieron la gelidez de la pobreza y pensaron en el futuro y la educación de su primogénito. Lo del pesebre de Belén, con luces de colores y animales serenos, fue en realidad la traducción de un artista neobarroco, un tanto agnóstico, que prefiguró el performance como una práctica noble.
Resignados moradores de la gruta simbólica, María y José sospecharon que Jesús no les pertenecía, que su destino era también para ellos un enigma.
Habían sido solo un instrumento de fe y con eso bastaría para ser eternizados por el pincel de Tiziano y Bonifacio de Pitati. No era necesario que se preocuparan por su futuro y educación. Era como si el niño hubiese llegado a su realidad terrena con todo incorporado.
En un pasaje de los Evangelios apócrifos la singularidad de la criatura perseguida se describe de este modo: “Y, a los nueve meses, Jesús dejó espontáneamente de amamantarse en los pechos de su madre. Y, al notarlo ésta y José, se admiraron en gran manera, y se preguntaron el uno al otro: ¿Cómo es que no come, ni bebe, ni duerme, sino que está siempre alerta y despierto? Y no podían comprender el imperio de voluntad que ejercía sobre sí mismo”.
A su primer maestro en el conocimiento de las letras, Gamaliel, le bastó verlo para anunciarle a José que su apuesto hijo “no necesita estudiar, quiero decir, que no necesita oír o comprender las lecciones de nadie. Porque está lleno de toda gracia y de toda ciencia, y el Espíritu Santo habita en él, y no puede de él separarse”.
Diríamos que fue el primer chico de aquellos tiempos, desescolarizado, en beneficiarse con la Promoción automática.
Por eso no fue sorpresa para nadie, ni aún para los ancianos más escépticos del antiguo reino de Moab, por qué Jesús, siendo niño, tenía el poder de hacer milagros, de comprender lo incomprensible y de discutir el contenido de las sagradas Escrituras con los doctores de la Iglesia.
A diferencia de muchos líderes mundiales que escriben sus memorias para limpiar su imagen sórdida o contratan un ghost writer para que relate sus vidas imaginarias, Jesús hizo de su asombroso destino un relato oral.
Borges, que todo lo leyó y comprendió en sus ojos sin luz, llamó la atención sobre un hecho tan leve como recóndito: “Salvo aquellas palabras que su mano trazó en la tierra y que borró en seguida, no escribió nada”. Si fuéramos a abreviar la historia en Occidente, pensaría que en la búsqueda de esas palabras borradas se nos ha ido la vida. Jesús, afirma Borges, “No usó nunca argumentos”. Y es comprensible: nada se argumenta si se tiene fe, si se cree. “La forma natural de su pensamiento”, continúa Borges, “era la metáfora”, es decir, la belleza.
Y aunque seamos proclives a hacer listas negras, a crucificar inocentes ambientalistas en La Guajira, a traicionar a los amigos con besos en la mejilla, perseguimos la belleza: esa forma indecible de la vida eterna.