Cada vez que un periodista se niega a menear la cola a cambio de un empleo o de un tajada publicitaria, los “distinguidos ciudadanos” que se arrogan el derecho a asignar los roles en una sociedad no reparan en gastos a la hora de ofrecerle una de tres opciones: el silencio, la marginalidad o la muerte.
Aunque en algunas ocasiones se pasan de generosos y deciden incluir los tres servicios en un solo paquete. Esa es una de las caras de este oficio que el maestro Tomás Eloy Martínez definiera como “El sismógrafo de una sociedad”. Se trata del periodista incómodo y preguntón que no se conforma con la carga publicitaria de los comunicados de prensa y trata de asomarse a la naturaleza de los hechos por caminos distintos a los asignados por la retórica oficial.
Otra cara es la de las palmaditas en el hombro. En Colombia lo largo del mes de Febrero abundan las ceremonias de celebración del Día de los Periodistas, en las que en medio de discursos floridos se reconoce “El invaluable aporte de estos profesionales al fortalecimiento de las instituciones democráticas” según rezan las declaraciones protocolares consignadas en las tarjetas que circulan con profusión por esas fechas.
Estamos aquí ante el periodista amanuense o notario que se niega a profundizar en los acontecimientos para recrearlos en su complejidad o a abordarlos con un espíritu crítico que contribuya a su comprensión.
En mi caso prefiero quedarme con la percepción del autor de Santa Evita, La Novela de Perón y de esa obra maestra del periodismo narrativo que es el libro de crónicas y reportajes Lugar Común la Muerte.
Porque, en últimas, atendiendo a la etimología latina del vocablo inglés Journalist, un periodista es en esencia un contador de historias. Es decir, alguien que se asoma a los pliegues de la realidad para auscultar sus más secretas pulsaciones. En ese riesgoso tránsito descubre que nada es lo que parece y que en la biografía de todos los prohombres del mundo hay siempre un detalle del que quisieran olvidarse. Es por eso que el pensador Karl Popper define la historia universal como “El relato de la delincuencia internacional”.
A lo largo del tiempo, los periodistas colombianos que han elegido la segunda opción fueron a menudo llevados a juicio o al exilio porque eran los suficientemente conocidos y respetados como para correr el riesgo de eliminarlos a pistoletazo limpio. Son bien sabidos y documentados los casos de Daniel Coronel, Alfredo Molano, Fernando Garavito, así como el conocido caso de la periodista Claudia López, demandada por el expresidente Samper por el delito de revelarnos lo evidente. Detrás de las amenazas han estado siempre los voceros de esas castas que llevan varios siglos manejando un país como si fuera su finca particular en la que nadie puede alzar la voz para denunciar lacras y atropellos sin poner en riesgo su pellejo.
“El que busca encuentra” dice el refranero popular. Y claro, cuando uno se da a la tarea de escudriñar en la trastienda no tarda en descubrir que la realidad es mucho más diversa y compleja de lo que quisieran los notarios del poder. En ese entramado las cosas no siempre huelen muy bien. Es más: a menudo sus aromas rondan lo nauseabundo. Y si nos da por remover la inmundicia el resultado puede ser bastante desagradable para el fino olfato de las buenas conciencias. A partir de ese momento serán más escasas las tarjetas de felicitación y por eso mismo resultará más gratificante el haber optado en un recodo del camino por este impagable oficio de contar historias.