La escena es bien conocida por la mayoría de herederos de la tradición cultural de occidente, forjada en la cuenca del mar Mediterráneo: una legión de hebreos sometidos durante años al yugo del Faraón, se apresta a seguir a su líder, una suerte de sacerdote y gobernante que los conducirá a través de las aguas del Mar rojo, partidas milagrosamente en dos mitades que dejan abierto un sendero por el que lograrán escapar de sus perseguidores.
Cuando estos inician la caza de los fugitivos, el mar vuelve a su condición natural, arrojándolos al fondo del abismo como prueba de la inclinación divina hacia su pueblo elegido. El relato está narrado por una voz que parece haber sido testigo directo de los acontecimientos, pues a la fuerza poética de las imágenes se suma una descripción minuciosa de la multitud, del vocinglerío de seres que parecen hablar en mil lenguas a la vez y de la fuerza divina materializada en esas aguas que en cuestión de segundos salvan y condenan.
Estamos pues, como bien lo han reconocido historiadores y exégetas, ante una crónica escrita por alguien que conocía el oficio, más allá de cualquier intento de legitimar la que estaba en trance de convertirse en religión oficial.
Esa imagen de Moisés conduciendo a su gente hacia la libertad, al igual que muchas otras del Antiguo Testamento, es para no pocos estudiosos una de las piedras fundacionales de la literatura universal, de cuyas vertientes habrían de nacer géneros tan importantes para entender el mundo como el periodismo y la Historia, que muy temprano aparecen vinculados por un lazo tan sólido como ambiguo, en la medida en que las ortodoxias de cada lado se dedican de manera periódica a forjar argumentos para probar que uno no tiene nada que ver con la otra.
Pero más allá de esas discusiones, que sin duda enriquecen y amplían la dimensión de los ámbitos académicos y gremiales, el periodismo estaba en el mundo mucho antes de que se crearan los medios de comunicación formales, pues la raíz misma de la expresión inglesa Journal es una alusión directa a la voluntad de recuperar a partir de la palabra no sólo las cosas esenciales, sino los aspectos anecdóticos y triviales de los quehaceres de cada día.
Gracias a esa necesidad de contar con minuciosidad los eventos que dan cuenta del transcurrir de los segundos, los años y los siglos, los hombres de este tiempo tenemos oportunidad de intuír con qué misterios insondables se entronca la costumbre de consagrar ciertos días del año al consumo de pan ácimo o el rito de exhibir una sábana manchada con la sangre de la virgen, la mañana siguiente a la consumación de las bodas.
“Todo lo sólido se desvanece en el aire” nos recuerda Marshall Berman que escribió en el siglo XIX un Karl Marx atónito ante los cambios vertiginosos que experimentaba la Europa de la Revolución Industrial. Ese carácter inasible de la realidad, se hizo más intenso y dramático a medida que las conquistas de la ciencia, de las que la penicilina y la máquina de vapor son apenas una muestra, dinamitaban las bases mismas de unas estructuras sociales, que como las de todo tiempo y lugar, se creían inamovibles por los siglos de los siglos.
Periodista él mismo, el pensador alemán dedicó buena parte de su tiempo a recrear con la pluma los espacios donde se hacían visibles los resultados de los cambios que recorrían Europa: las fábricas donde se trabajaba en jornadas de hasta dieciséis horas, las minas de carbón que engullían cuerpos de niños de siete y ocho años y, sobre todo, las calles recorridas por esas hordas de miserables que tan bien supo recrear Charles Dickens en sus cuentos y novelas.
De esas visiones de un mundo que se desintegraba ante los ojos de quienes lo gozaban o padecían, tomaría Marx la materia prima con la que estructuró sus teorías que permitían vislumbrar un mundo determinado por la racionalidad del capital y las tecnologías y en el que los seres humanos serían apenas una cifra más en los dígitos de la producción en serie.
El periodismo entonces, vuelve a ser herramienta de primera mano para indagar en las pulsiones de los seres humanos y, sobre todo, para interpretar las señales que sus acciones dejan en la piel del tiempo. Y aunque de hecho el autor de El Capital no estaba descubriendo algo nuevo, si es de resaltar su aporte decisivo para que los relatos vistos por tantos eruditos como breviarios de chismes y anécdotas sin importancia, recuperaran su condición de documento y testimonio en tanto importaban una recreación más o menos aproximada de la existencia de los individuos y grupos sociales.
Siguiendo ese camino, algunos investigadores empezaron a ver en obras como el “Diario del año de la peste”, el siempre vigente relato de Daniel Deffoe sobre la epidemia que asoló a Londres en el siglo XVII algo más que una descripción enriquecida con recursos literarios de la pesadilla sufrida por los habitantes de una ciudad.
Por eso supieron leer al fondo los cambios sociales y económicos, así como las costumbres y estructuras de poder sobre las que gravitaba la tragedia. Caminando en esa dirección, no hacían otra cosa que desandar los pasos de hombres como Polibio o Heródoto, para no hablar de los tantas veces mencionados Cronistas de Indias, como precursores de los modernos historiadores, mal que les pese a ciertas formas de fundamentalismo, empeñadas en ver la historia como una ciencia libre de impurezas coloquiales o literarias.
Con el avance de las tecnologías de impresión, grabación y difusión, el siglo XX fue testigo de una sucesión de acontecimientos que superaron en mucho la percepción de que todo lo sólido se desvanecía ante los ojos de unos ciudadanos cada vez más desintegrados en la anomia de las grandes urbes, huérfanos de mitos fundacionales y carentes de un lenguaje capaz de dar cuenta de su presencia en el mundo.
Esa sensación de irrealidad fue captada con dispares niveles de fortuna por directores de cine como Fritz Lang, músicos de la estirpe de Louis Amstrong y novelistas como John Dos Passos y Ernest Hemingway, pero es el periodismo el llamado a atestiguar desde sus diversos géneros, sobre la forma como el rostro y el alma del planeta se modificaban al ritmo de los saltos y destellos de la técnica. Dos guerras mundiales, grandes quiebras financieras, innumerables conflictos regionales alentados por los grandes centros de poder y la entronización del consumo masivo como único sentido de la vida, demandaban mentes lúcidas, capaces de mostrar al mundo la dimensión exacta de las fuerzas que se agitaban detrás de las apariencias.
Fueron los periodistas quienes descubrieron y les contaron a sus contemporáneos y a la posteridad que mientras los ciudadanos padecían los estragos de la guerra, multinacionales norteamericanas de las comunicaciones como ITT o del sector automotriz como la casa General Motors le vendían bajo cuerda sus avances tecnológicos al régimen de Hitler, en una prueba más de la exactitud del precepto aquél de Donde está tu tesoro, está tu corazón.
Dos décadas más tarde les tocó el turno a los corresponsales de guerra, que desde los arrozales de las antípodas desnudaron los horrores del combate desigual entre la primera potencia de la tierra y un pequeño país que, contra todos los pronósticos y parapetado en el coraje y su sentido milenario del honor, acabó expulsando al enemigo de su territorio, ante la mirada de quienes ni siquiera sospechaban lo que allí estaba sucediendo.
Esos mismos profesionales de la prensa, curtidos en el tratamiento de las facetas más oscuras y terribles de la condición humana, hicieron gala de la paciencia adquirida en los campos de batalla- aunque algunos no hubiesen estado allí de cuerpo presente- para desentrañar la urdimbre de intereses, chantajes y traiciones de los juegos del poder, que el mundo conoció con el nombre de Watergate.
Como prueba de ello nos quedan los reportajes de Tom Wolffe, Hunter Thompson, Gay Talesse o Michael Herr, auténticos artistas a la hora de separar el grano de la cizaña, que siempre se nos presentan mezclados cuando se arroja una primera mirada a los acontecimientos.
Las sagas de la mafia italiana o irlandesa en territorio estadounidense; los delirios y verdades entremezclados en la subcultura de la droga, el juego y el sexo; las pesadillas del combate o el glamour bajo el que se oculta el carácter implacable de los enroques financieros, aparecen ante nosotros bajo una luz distinta, aportada por el acopio de recursos estilísticos e investigativos de unos hombres, que con sobrada razón, le dieron carta de nacimiento a una corriente conocida desde entonces con el calificativo de Periodismo Literario, cuyas resonancias han influenciado el ejercicio de la profesión en el mundo entero, factor al que no ha sido ajeno el periodismo colombiano, de por sí heredero de una fuerte tradición que echa sus raíces en los tiempos de la colonia, con producciones tan significativas como El Carnero, la colección de relatos que Rodríguez Freyle escribiera sobre la vida cotidiana en Santafé de Bogotá.
Inmerso desde sus comienzos en una sucesión hasta ahora interminable de guerras civiles, depositario de un acervo de recursos naturales que lo convirtieron muy pronto en objeto de todas las miradas, habitado por hombres creativos y sagaces, quizá como producto inevitable de la confluencia de razas, el colombiano ha sido un territorio asaz fértil para el florecimiento de las más diversas expresiones de la materia y el espíritu, que de manera parádojica se diluyen en medio de la indolencia y el despilfarro.
Tal vez como una respuesta a esas circunstancias, sus expresiones artísticas y con ellas algunas formas de interpretar y ejercer el periodismo se han ocupado de auscultar las señales de esa realidad que a veces abruma con su exuberancia y en otras paraliza toda intención creadora con el tamaño de sus imprevisibles potencias aniquiladoras.
Vistas así las cosas, no es de extrañar que el periodismo en Colombia haya dado desde sus comienzos muestras de una vigorosa capacidad para hacer del lenguaje un lente que nos aproxime a la urdimbre intrincada y confusa de nuestra realidad. Es en ese sentido donde la palabra se revela en su condición de espejo que le permite a los seres humanos mirarse de cuerpo entero como creadores y a la vez productos de esa suma de causas y azares que se conoce con el nombre de Historia.
Acontecimientos como la Guerra de los míl días, que dejó tras de si, además de la desolación y el dolor una estela de personajes cuasi mitológicos del talante del general Rafael Uribe Uribe; la rápida transformación de las ciudades en centros industriales que desgarraron de una vez y para siempre la fantasía bucólica tan celebrada por la literatura costumbrista; el nacimiento de las economías surgidas al amparo del contrabando y el tráfico de drogas, que sembraron en buena parte de sus habitantes la ilusión de pertenecer a la órbita del llamado mundo desarrollado; la ancestral filiación corrupta de sus políticos y dirigentes; la arrogancia e indiferencia de las élites frente a lo que no pertenezca a sus circuitos de intereses, todo ello envuelto en una bruma de relatos legendarios heredados de la tradición que España había recibido a su vez del mundo árabe, dio como resultado un pueblo de narradores, hábiles en el arte de refundar el mundo a partir de la palabra hablada y escrita.
Ese fue el paisaje al que se enfrentaron los escritores y periodistas colombianos, a quienes no les quedaba otra salida que remitirse a lo mejor de los fundamentos estéticos y técnicos de la tradición, para emprender la tarea de reconstruír, desde el coro de voces y el caleidoscopio de rostros de su país, los momentos de fiesta y de luto, las manifestaciones de grandeza e infamia, así como los aciertos y yerros que sumados nos dan el esbozo del tránsito de la especie humana sobre la faz de la tierra.
El maestro Luis Tejada y su mirada tierna e irónica a la vez sobre la precaria condición de los sueños labrados por sus compatriotas. Alberto Lleras Camargo intentando conciliar universos tan difíciles como los de la creación y la política; Fernando González, el de Envigado, dejando destilar la acidez de su alma sobre los fetiches de la patria boba; Jorge y Eduardo Zalamea en su tentativa e darle dimensión estética a la realidad de un país que se les antojaba habitado por aventureros y embaucadores, son apenas algunos de los hombres que abrieron el camino para la llegada de periodistas que desde su disciplina particular hicieron de sus facultades creativas una morada para recrear el torrente de contradicciones, milagros y catástrofes que componen los quinientos treinta años de Historia de Colombia.
Sólo en ese sentido es posible darle su verdadera dimensión al trabajo de cronistas como Ximenez, enfrascado en una batalla por descifrar desde el lenguaje las claves de la violencia y el desarraigo propios de los habitantes de ciudades en expansión; o el empecinamiento de Alfredo Molano y Germán Castro Caicedo en explicarnos las raíces de nuestras múltiples violencias y de modo más reciente, la tarea de un Alonso Salazar, hijo de inmigrantes que busca en las laderas de los barrios populares de Medellín los signos visibles de los poderes recónditos que empujan a los muchachos a convertirse en asesinos a sueldo, cuando ni siquiera han traspasado los límites de la pubertad.
En una de las paginas de su libro “ Fama y oscuridad” el escritor norteamericano Gay Talesse nos muestra a un Frank Sinatra abandonado de repente por su ángel de la gloria, irascible y frágil, del todo ajeno a la criatura de oropel que encandilaba con su sola presencia a los tahures de Las Vegas. Sin intromisiones del narrador y sin notas a pie de página, ese maestro del periodismo nos obsequia una visión más completa sobre el mundo del poder, que muchos tratados sobre la vida de césares y príncipes.
Con distintos lenguajes e idénticos propósitos Gabriel García Márquez reconstruye paso a paso, uno de los momentos más difíciles de la reciente Historia colombiana a través de las páginas de ese relato, reportaje y documento titulado “Noticia de un secuestro”, mientras un joven de nombre Alirio Bustos nos lleva de la mano hasta lo más profundo de la manigua, para mostrarnos las andanzas de una exguerrillera que se pasó a las filas paramiliatares para comprobar que el odio y la muerte son idénticos en todas partes o para dejarnos perplejos ante el ingenio de los traficantes, que convierten los orines de cerdo en insumo para la producción de cocaína.
Desandando la ruta propuesta, podríamos volver a los evangelistas otorgándole forma y fondo a las andanzas de un contradictorio profeta judío- Dios y hombre al fin y al cabo. A Bernal Diaz del Castillo o Pedro Cieza de León reconstruyendo para los reyes de España los mil rostros y un rostro de un continente indómito y feraz o a Jonathan Swift burlándose, con un verbo que no conoció la piedad ni el perdón, de las flaquezas de princesas y mendigos.
Las posibilidades son infinitas y el resultado nos conducirá siempre al descubrimiento, con diversos nombres, del periodismo como forma de aproximarse al destino de los seres y los pueblos, de una manera que sólo es posible cuando se transita por las fronteras inciertas que parecen- sólo parecen- separar el mundo de los hechos y el de la poesía.
Don Gustavo
Gracias por regalarnos, a grandes rasgos, esta arqueología del periodismo. Un oficio bello, como dice Gabriel García Márquez, que tiene una función social, aunque en el papel que emiten la primicia hoy, envuelvan el pescado mañana. Admiro mucho, y me fascina, el llamado “nuevo periodismo norteamericano” cuyas figuras tan dispares fueron polémicas, pero también fecundas en los productos que desembocaron en revistas de renombre. No soy periodista, pero he estado rodeado la mitad de mi vida con los mejores. Esta entrada suya tiene un gran valor histórico.
Un abrazo.
Diego Efe
Mil gracias por sus aportes, Diego. En realidad basta con una lectura de La Biblia para entender que la división en géneros, que tanto seduce a las academias, no deja de ser un artificio potenciado por la moderna industria editorial. En ese libro portentoso caben la poesía, la crónica, la oda, la ficción, la épica, el cuento, el relato erótico y unos cuantos universos más, entre los que cabe , desde luego el periodismo, entendido como testimonio de primera mano sobre lo que sucede durante una jornada en un determinado lugar del mundo.
Para muestra, el detallado relato de la travesía del Mar Rojo, que más allá de su componente religioso, comporta un hecho político: la liberación de los judíos de la esclavitud a la que los sometía el Faraón. Ese es uno de los sentidos de la palabra Pascua: el paso de la esclavitud a la libertad.
Gustavo. Tu narrativa tan integral me recordó un instante, era niño y apena comenzaba a leer, don Nicanor vecino que vendía petróleo, me empacó algo para llevar a mi padre en una hoja de un gran libro que odiaba, llevé aquel papel y me dedique a leerlo y en mis manos de aquel papel mojado chorreaban gotas del diluvio universal, aquella crónica que nos puso a perseguir los barcos y los mares de los sueños y la gran fauna que han salvado los siglos y los efectos telúricos. Y me has recordado a esos maestros que nos llevaron a ser lo que somos. Que grato es esto.
Apreciado Guillermo : bien vistas, la crónica y la Historia son las auténticas máquinas del tiempo. Cada a una a su manera, ambas nos permiten emprender el renovado viaje de ida y vuelta, tan necesario para comprendernos como individuos y como sociedad.
Como siempre, muchas gracias por el diálogo.
Gustavo
Lic. Gustavo,buenos dias. Loable labor la del periodismo NO OFICIAL en nuestra Locombia sangrante y folklorica…Grato sludo con el bembe que me caracteriza,querido y leido Gustavo.Javier.
Apreciado Javier: en sana justicia, el buen periodismo nunca puede ser oficial. Podrá ser sumisión, complicidad, lambonería, pero nunca periodismo.
Mil gracias por el diálogo y el candombe.
Un abrazo
Gustavo