El poder oculto de las flores

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Verlas florecer es pura satisfacción y se me hincha el orgullo


 

Me congratulo que, a veces, Cochabamba haga honor a lo de “ciudad jardín”, un cliché publicitado hasta el hastío. Que no todo es cemento y asfalto. Que aún debajo de los puentes y otras gigantes moles de hormigón crece la hierba y, si viene el caso, la hagan florecer. Es en esos recorridos cotidianos que voy descubriendo insospechadas jardineras donde alguien tuvo el tino de plantar algunas especies para romper la melancólica hegemonía gris del paisaje urbano.

Al ver semejante explosión de color uno queda desarmado de cualquier inquietud, las preocupaciones se aligeran por un instante, y la prisa de las cosas pareciera que se esfumara. En suma, uno se queda mudo ante tal despliegue de belleza que la naturaleza prodiga a cambio de nada. Es saludable que, mientras gente sin alma arrase con los arbolillos de sus aceras, haya otra que esté dispuesta a embellecer la ciudad por puro capricho, por simple amor a las plantas.

 

Petunias bajo el puente. Foto por: José Crespo Arteaga.

 

Abajo en el patio, mi tía años ha que viene batallando para consolidar su jardín, por toda la casa están desperdigadas sus macetas con flores variadas. Violetas africanas de tonos morados lucen eternas en la calma del comedor; azaleas, geranios y kalanchuas se disputan los rayos de sol para brillar más. En la semisombra, flores como estrellitas azuladas y ciclámenes, desde el rosa al granate, cuelgan de estantes junto a begonias de corolas dobles. Todo ese conjunto le da un aire especial al hogar, unos toques de magia y sazón a la vida misma.

Las flores, en su serena quietud transmiten paz y rejuvenecedora alegría. Yo me quedo minutos interminables contemplándolas, como pasmado ante una obra maestra.

 

Mar de pensamientos. Foto por: José Crespo Arteaga.

 

Visto que mi terraza estaba demasiado desierta y demasiado monótona con su tono ladrillo, había que hacer algo. Yo casi nunca he coleccionado nada, recién en los últimos tiempos me di a la tarea de reunir películas y series para tener una videoteca aceptable. Pero las tardes de cine sólo me proporcionan alimento espiritual. Necesitaba algo que apreciar con todos los sentidos. Qué mejor que iniciar una colección con matiz verde, me dije. El embrollo del asunto pasaba por elegir el tipo de planta, tenía que ser floreciente desde todo punto de vista.

En mis caminatas por la ciudad, me asombra que aún en las peores condiciones, en espacios ínfimos y resecos, algunas plantas sobrevivan y todavía florezcan caprichosamente. Entre esas especies, siento cierta predilección por las pelargonias, las parientes poco apreciadas de los geranios.  Sus flores no tienen valor de mercado, nunca he visto que las vendan en alguna feria o que alguien encargue un ramo de ellas para el motivo que sea. Tal vez si se los obsequiara a una chica, no entendería el mensaje como cuando se ofrece un puñado de rosas o un ramito de violetas.

 

Pelargonias simples en el ventanal de mi tía. Foto por: José Crespo Arteaga.

 

Desde pequeño me gustaba restregar sus hojas y pétalos, en su tenue aroma pero característico hay algo cautivador que no tiene explicación. O seré un vicioso de las perfumadas brisas de las que uno se alimenta cuando se recorre las calles nocturnamente. De algún muro cuelgan jazmines y es avasallador su olor al paso. Ni qué decir de los floripondios, droga suelta en el aire que casi aturde los sentidos. Y esa manía que tengo de arrancar flores de lavanda allí donde las descubra. ¿Habrá alguna cura para esta adicción?

Mientras tanto, para no tener que buscar aromas en otros sitios y un poco por curarme en salud, se me ha ocurrido coleccionar pelargonias. Verdaderas peripecias he atravesado en busca de sus variedades: algún perro de pocas pulgas me ha enseñado la mandíbula por aproximarme a alguna casa, en otras he tenido que sobornar al jardinero para que me pase unos tallos de la planta, a veces he tenido que meter la mano a través de las rejas para procurarme unos esquejes, en otras acudí al simple asalto de jardineras y aceras donde veía florecer un color raro.

 

Pelargonium, mi pequeño rincón florido. Foto por: José Crespo Arteaga.

 

Estoy fascinado con la gama de colores, especialmente el rosa que ofrece todos los tonos posibles, y aun me faltan algunas variedades que he divisado en lugares inaccesibles. No es mi intención comprar plantines, eso es tarea fácil pero artificial.  Me gusta que todo tenga su sacrificio, que parezca una pequeña conquista.

Por metodología, siempre pongo mínimamente dos esquejes en el pequeño vivero que he improvisado con botellas de plástico. Mi tía dice que tengo buena mano para las plantas, pues resulta que al menos la mitad de mis retoños prenden en poco tiempo. No hay ningún truco, todo pasa por preparar bien la tierra, mezclándola con humus, ceniza del parrillero y hasta la borra de mis cafés destilados los aprovecho.

 

Pelargonias dobles, flores de mucho aguante. Foto por: José Crespo Arteaga.

 

Luego se coronan mis esfuerzos con las plantas que crecen macizas y plenas de verdor. En mis ratos libres, las mimo acariciando sus hojas, desprendo las que amarillean o desfallecen, podo las ramitas sobrantes y las riego periódicamente. Verlas florecer es pura satisfacción y se me hincha el orgullo. Terapéutico y reconfortante había sido jugar al jardinero. Si no fuera por los asquerosos gatos, sería la dicha total.

 


P.S. Como no conozco ninguna canción dedicada a las pelargonias, bien vale una dedicada a la dalia, otra cautivante flor de los valles.

Bitácora del Gastronauta. Un viaje por los sabores, aromas y otros amores

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