Qué cosas no habrá visto el Bolívar desnudo de Pereira. Instalado en su pedestal y cagado a perpetuidad por las palomas, lleva medio siglo viendo pasar el mundo con su carga de prodigios y miserias.
Si es cierta la creencia aquella de que por cada fotografía que le tomen un hombre pierde parte de su alma, la de este Bolívar al galope debe ser inconmensurable. He visto gringos, españoles, chinos, escoceses, australianos, ingleses, coreanos, nigerianos, argentinos, mexicanos, uruguayos, y colombianos de todas las regiones tomándose instantáneas frente a la estatua del prócer, como testimonio de su paso apresurado por estas tierras.
Los turistas son así: coleccionan fragmentos de eternidad, de los que se olvidan una vez regresan a casa.
En tiempos de las viejas cámaras de rollo, un enjambre de fotógrafos se ganaba la vida en esta plaza registrando imágenes de niños recién bautizados, estudiantes acabados de graduar, emigrantes retornados y amantes recién enamorados o en trance de estarlo. Durante al menos tres décadas un hombre llamado Lorenzo tomaba fotografías, mientras su loro del mismo nombre sacaba de una urna de cartón los papelitos de la suerte. “Lo espera una rubia en su camino”, rezaba el mío, lo que no era gran cosa: más o menos a todo varón heterosexual lo aguarda una rubia en el camino, aunque al final resulte estar teñida hasta el último pelo.
Hoy, una suerte de demencia anida en los ojos de bronce de este Bolívar tan nuestro. Sospecho que esa locura tiene menos relación con el fracaso histórico del original que con el delirante trajinar de quienes pasan por aquí.
Una panda de hinchas del Deportivo Pereira se trenza en una batalla a navajazo limpio, sin respeto alguno para con el ilustre testigo. Un par de travestis adolescentes atracan a un anciano que acaba de cobrar su pensión. Diez perros de razas distintas asedian con ladridos y lametazos a la mujer que pide limosna en el vecindario para comprarles comida. Un político promete el cielo en la tierra a una veintena de desempleados. Un sesentón ataviado al estilo ranchero mexicano desafía las leyes del mercado y trata de convencer a los padres de familia para que le compren una fotografía de sus pequeños hijos a lomo de un caballo de cartón.
Bolívar no se mueve, pero toma nota: a las cinco de la mañana un tipo bien trajeado degusta un café caliente, mientras espera la llegada del compinche con el que jugará a las cartas hasta las ocho en punto. A la misma hora, una decena de feligreses recién bañados aguardan a que el sacristán les abra las puertas de la catedral, para rezar al unísono el rosario de la aurora. En la otra esquina, el gurú de una secta nueva era contempla el azul furioso del cielo y espera con ansia la llegada de sus fieles seguidores: tres hombres y tres mujeres que parecen depositar el resto de sus esperanzas en ese encuentro mañanero.
Mientras eso sucede, los mangos maduros caen sobre los transeúntes como una imprevista lluvia dulzona. A su vez, las palomas de la plaza comen y cagan. Cagan y comen como corresponde a su destino milenario. Contemplándolas, el Bolívar de bronce se pregunta por su destino de héroe inmovilizado por tantos segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años y décadas que se anudan a su alrededor como una corona de penas y olvidos.