El viaje más allá del territorio tangible: los Diarios indios de Chantal Maillard

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Por, Francisco José Jurado Pérez. Tomado del libro: DIMENSIONES. El espacio y sus significados en la literatura hispánica.

«Al término de mis estudios, tenía la necesidad de averiguar cuáles habían sido los orígenes de la historia del pensamiento europeo, cuyos resultados se me antojaban más que suficientes para responder al “conócete a ti mismo” de los antiguos griegos» (1). Un trabajo monográfico sobre los Diarios indios (Valencia, Pre-Textos, 2005 [1.ª ed.]) de la poeta y ensayista Chantal Maillard podía empezar con esta cita ilustrativa del por qué del inicio del viaje para, de este modo, establecer el punto de partida de un desplazamiento que parece establecer un camino sin retorno, un sendero hacia lo abisal de la conciencia de un «yo» que acaba por diluirse en la trama de «lo-que-ocurre» (2).

Los diarios mencionados son una serie de cuadernos elaborados durante distintas estancias en India que conforman la manifestación de un mismo viaje, «aquel que emprendí con el pensamiento de que traspasando las fronteras de los territorios acostumbrados lograría ampliar el conocimiento que tenía de mí misma» (3).

Los cuadernos conforman una trilogía compuesta por las estancias en Jaisalmer, Bangalore y Benarés, lugares de los que deja testimonio en textos escritos en 1992, 1996 y 1999 respectivamente y con los que representa unas trayectorias vitales que transcurren entre la desorientación que implica traspasar los lindes de lo acostumbrado y el peregrinaje de la mirada observadora que se deshace del observador y se diluye en sí misma.

Las estadías de Maillard en India no terminan con estos viajes y estos testimonios, sino que continúan a lo largos de los años como fuente tanto de aprendizaje como de expresión, tal y como atestigua la redacción de India (Valencia, Pre-Textos, 2014 [1.ª ed.]), libro en el que la poeta y ensayista recoge gran parte de su producción poética, narrativa y ensayística basada en sus experiencias de viaje y en cuyo volumen se hayan también insertos los Diarios indios.

En tránsito hacia el despojamiento

Las preguntas filosóficas acerca de quién soy o por qué estoy aquí son cuestiones de profundo calado sobre las cuales Maillard sugiere la inviabilidad de respuesta no por motivos de contenido, sino de forma: «teniendo en cuenta que toda pregunta lleva en sí su respuesta, si a estas no hemos podido responder no estaría de más considerar la posibilidad de que estuviesen mal formuladas […] pudiera ser que partan de un supuesto erróneo; la idea de que el pronombre “yo” sea algo más consistente y real que un signo lingüístico» (4).

Este planteamiento en torno a una falaz trascendencia de ese «yo» fuera de su régimen lingüístico es un elemento que planea sobre el conjunto de los Diarios indios, en el cual la noción del «yo-sujeto» característico de la tradición filosófica occidental transita por un proceso de disolución que se aproxima a las enseñanzas de la filosofía oriental. De este modo, el desplazamiento hacia la impermanencia se torna en el viaje que la poeta emprende hacia India, un lugar sobre el que deja recaer simbólicamente la representación de las doctrinas orientales.

Traspasar las fronteras terrenales en los Diarios indios se convierte por tanto en un ejercicio para traspasar los límites del propio conocimiento mediante la discontinuidad de lo cotidiano, fuera de los lindes de aquello que queda encorsetado por la repetición de lo habitual. La aventura posibilita un espacio de azar ajeno al devenir uniforme e impregnado de sentido de la cotidianidad a través del cual retirarse de ese centro rutinario y significativo para, de esta forma, poder establecer un nuevo marco de relaciones con el entorno fuera de las convenciones practicadas, «como con un instinto místico, en el punto en el que la marcha del mundo y el destino individual aún no se han diferenciado, por decirlo así, uno de otro; por eso mismo, tiene en general el aventurero, con facilidad, un rasgo de “genialidad”» (5).

Las condiciones que proporciona el viaje para una exploración ulterior pueden llegar a tornarse en continuidad por momentos, motivo por el cual el tránsito que se realiza en India llega en ocasiones a plantearse como un lastre para poder afrontar la mirada del observador fuera de las cargas conceptuales y así captar «lo-que-ocurre» en el instante de una forma menos modificada por las categorías del conocimiento. La voluntad que surca el peregrinaje por estas nociones se ampara en una tentativa a través de la que llevar a cabo «un regreso a la oscuridad. De lo que hablo es desnacer. […] Arrancarse a la luz, huir de la llanura y de las formas amables, es desnacer. Invertir el impulso de la existencia, cerrar los ojos del cuerpo, desatender las múltiples llamadas que enamoran» (6), esto es, desasirse de la voluntad por nombrar «lo-que-ocurre», de ese «enamoramiento» por categorizar, ya que en última instancia esa voluntad lo que practica es el nombrarse a sí misma.

La representación literaria del desplazamiento que suponen los Diarios indios coincide con el deslizamiento de ese «yo» categórico e identitario en un mismo espacio, el que configura India, por lo que el viaje territorial se superpone al viaje
espiritual, quedando ambos indisolublemente ligados: «El viaje en el espacio simboliza el paso del tiempo, el espacio físico lo hace para la mutación interior, todo es viaje, pero se trata de un todo sin identidad. El viaje trasciende todas las categorías, incluso la del cambio» (7). De este modo, la posibilidad de un desnacer, solo se puede dar en tanto que la discontinuidad del viaje permite la observación desasida de fijaciones conceptuales conocidas que puedan impregnar el ejercicio de vaciamiento para un autoconocimiento fuera de las narraciones de sentido. Es en este punto en el que la desrealización del «yo» se torna en mirada tanto hacia el exterior como el interior y así se vacía la mirada de dicotomías categóricas para acontecer en «lo-que-ocurre», para convertirse en observación y permanecer en ella: «Aprendo mis límites cuando con paciencia mido el peso de mi cuerpo, el ángulo que traza su sombra en las paredes y esas líneas que procuro borrar a fin de no perturbar lo visible. Aprendo mis límites proporcionalmente al deseo de convertirme en mirada y descansar en ella» (8).

Tan solo la mirada del observador

El viaje establece un punto de inflexión en su inicio que marca la imposibilidad de un retorno al punto de partida primigenio, esto es, el regreso ya no podrá ser al mismo y exacto punto inicial de partida porque en ese avanzar del viajero su mirada se impregna de una experiencia de la que no se puede desasir, la cual a su vez planeará sobre la mirada alrededor de la continuidad que dejó atrás y a la que pretenda volver. El itinerario emprendido permite al sujeto situarse fuera de su contexto identitario y modificar la propia subjetividad: «El viaje pasa a ser entonces un camino sin retorno hacia el descubrimiento, de que no hay, de que no puede haber un retorno […] el Yo, el viajero se lanza siempre hacia delante; en su proceder no se lleva a sí mismo, totalmente a sí mismo, sino que todas las veces aniquila su integridad anterior y se desprende de sí» (9); un recorrido en este sentido es el que experimenta el sujeto de los Diarios indios.

La mirada del observador se convierte en un elemento decisivo ya que es el elemento transductor en imágenes de «lo-que-ocurre» en la trama que acontece durante el viaje, una trama cuya conversión en imágenes pretende no ser un correlato especular con narraciones icónicas previas que puedan deformar lo percibido en el nuevo contexto. En este sentido, invertir la mirada requiere un desapego por la continuidad de las categorías establecidas en una especie de ejercicio de olvido para no usurpar con lo conocido y manejable aquello que se presenta durante el recorrido, por lo que el sujeto acaba mudando las prefiguraciones anteriores por las nuevas figuraciones de una forma progresiva y prácticamente interminable: «camina a veces, es más, a menudo, al borde de esta disolución, mira como la estela de la vida se dibuja tras él, pero es un guerrillero que intenta resistirse a esa dispersión y llevarse consigo —fiel a todo, a pesar de todo— la vida entera como una tortuga que viaje con su casa. Perdiéndose al mundo y abandonándose al mundo se disgrega» (10). Aun así, el sujeto de los Diarios indios, consciente de esa actitud natural de resistencia por desprenderse de todo aquello conseguido y cognoscible, opta por un abandono del «mí», del «yo» como envase
aislante fundamentado en las repeticiones de una ilusión identitaria que confiera un sentido unitario tanto al sujeto como al objeto, porque es precisamente ese régimen del «yo» el que crea una distancia con lo experimentado de tal modo
que aleja la mirada, que la invierte en el sentido de buscar el camino de retorno hacia el punto de partida extinto. Con esto, el progresivo abandono de ese «yo» se sustenta por la propia piedad ante el camino de despojamiento escogido, una quietud y calma recogidas por la propia observación: «Lanzan el proyectil, lo lanzamos, y el proyectil nos roza o tal vez nos alcanza.

Alcanza al mí, una parte del mí. Y al mí le duele la herida —el mí siempre tiene alguna vieja herida que vuelve a sangrar—. El mí llora. Le dejamos llorar. No le consolamos, no nos apena […] La pena se convierte en compasión para quien observa su trayectoria» (11).

La identidad como forma y contenido para entender el mundo circundante deviene en el texto como un lastre coercitivo que vela la mirada del viajero, que ha decidido dejar atrás todo punto de partida y que se dispone a una avance discontinuo por lo desconocido. A pesar de la antítesis entre las categorías de lo interno y lo externo, lo espiritual y lo terrenal, ambas se producen simultáneamente en el plano del sujeto, en la mirada observadora que atiende a las imágenes de ambos lados y que actúa como nexo. Así pues, la mirada del observador constituye el espacio en el que se puede producir la amalgama de ya no solo la oposición entre lo espiritual y lo terrenal, sino de toda dicotomía categorial asistida por necesidades epistemológicas, en tanto que en la inmanencia de la mirada se puede producir la yuxtaposición de contrarios en secuencias que no trasciendan a la construcción de sentido que pueda activar los mecanismos gneoseológicos; se trataría de producir ese corte en la mirada respecto de los referentes semánticos plenos. El vaciado de la mirada respecto a la mente sería uno de los pasos a seguir para esa desrealización del «yo», para de este modo, devenir en una red de relaciones indeterminadas.

Chantal Maillard

En este punto tan solo la mirada del observador podría hacer el viaje efectivo como itinerario para un autoconocimiento fuera de los marcos establecidos tanto social como fisiológicamente, como si la única atención en la tarea de la observación pudiera hacer que lo que acontece transcurra sin ser coloreado por los mecanismos de la mente. Para ello, Maillard aboga por la suspensión de todo juicio, en sentido escéptico, para así asistir a la neutralidad de la mirada mediante el bloqueo de todo anhelo por responder a las circunstancias porque «el escéptico, al ver tal disparidad de comportamientos, suspende el juicio sobre lo de si algo es por naturaleza bueno o malo o, en general, obligatorio, apartándose también en eso de la petulancia dogmática. Y sigue sin dogmatismos las enseñanzas de la vida corriente» (12). Con esto, la fugacidad del pensamiento adquiere el poder simbólico de no establecer, de no construir sentidos en esa suspensión que deja que los acontecimientos sucedan sin el anhelo de usurparlos a través del lenguaje.

Durante el itinerario del viaje, la mirada constituye una herramienta imprescindible para hacer posible el tránsito desde el punto de partida hacia el nuevo punto de reposo y de partida, entre los cuales se establecen las condiciones de desarraigo necesarias para un conocimiento tanto externo como interno. El contexto del viaje, sea cual sea la destinación, proporciona el desapego necesario para realizar ese corte en la mirada con el que afrontar los acontecimientos en cuanto a que están ahí junto a la observación de quien contempla y no en cuanto a que son de una manera correlativa con un concepto, una idea; por esto mismo, Maillard aboga por la asepticidad en el mirar para el autoconocimiento: «el reconocimiento de las múltiples figuras posibles y la construcción de la persona mediante la síntesis de sus propios fragmentos es una elaboración personal que admite una única observación: la auto-observación, y un único aprendizaje: las técnicas de desintoxicación del juicio que permiten la máxima limpieza en la mirada» (13); y
tras el despojamiento solo habría lugar para el observador perdido en su mirar.

La conversión en el camino

La mirada en los Diarios indios constituye un elemento primordial para el relato del viaje ya que actúa como mediadora entre lo externo y lo interno en un plano que se pretende desprender de todo juicio para que al fin y al cabo, tanto
lo terrenal como lo espiritual acaben formando parte del mismo todo indiscreto, fuera de los límites de las categorías conceptuales con las que opera la mente.

Aun así, la concentración en la mirada del observador establece la dicotomía entre lo observado y quien lo observa, motivo por el cual para confluir en «loque-ocurre» sería necesario incluso diluir la mirada en lo observable para devenir
así con ello, convirtiéndose esta en el mismo camino: «En el camino toda yo he pasado a ser el observador y este ha dejado de observar. Toda yo está aquí, en el camino. La atención del observador se ha vuelto atención pura. No hay “yo”, no hay objeto de observación. Lo que hay es camino» (14). El itinerario por India como voluntad por el despojamiento de ese «yo» identitario acaba suponiendo que en la resta de todas su estructuras no puedan llegar a haber elementos que puedan distinguir ya a ese «yo» de lo que le circunda, se difuminarían los límites entre lo externo y lo interno, y así devendría el sujeto junto con el objeto y tendría lugar la conversión de la mirada en el propio camino observado.

Este planteamiento, de carácter filosófico oriental, responde a un tipo de pensamiento que se aleja de la metafísica occidental y de la cimentación de su discurso sobre el «ser» en contraposición al «no-ser»; y uno de cuyos máximos
exponentes es la filosofía de Platón. Devenir con el camino, transmutar en él por medio de una observación que pone el foco en las propias estructuras de la mente como ensamblajes ilusorios de la propia fisiología, es una de las tesis de la filosofía oriental relacionadas con la escuela madhyamaka, heredera del pensamiento budista Mahāyāna, de la cual el pensador Nāgārjuna se considera uno de sus fundadores. Si, por un lado, Maillard manifiesta la voluntad de «liberarse de la rueda del tiempo y de la muerte (cambio, desintegración de la entidad, sea humana o divina), salirse del círculo, requiere el salto más allá de toda dualidad, empezando por la mayor de todas: la dualidad moral» (15), por otro, se puede observar la avenencia de su pretensión con las enseñanzas que Nāgārjuna recopila en sus Fundamentos sobre la vía media: «dado que todas las entidades son vacías, todas las conjeturas acerca de la permanencia (la entidad y demás) ¿de dónde procederán? ¿a quién se le ocurrirán? ¿cuáles serán y de dónde partirán esas conjeturas? Me postro ante el Gatauma que, lleno de compasión, enseñó la verdadera doctrina: la que lleva al abandono de toda conjetura» (16). La superación de ese círculo dualista residiría en la noción de interdependencia, la cual alude al origen condicionado de todo aquello que mediante la dualidad «ser/no-ser» se puede sustancializar mediante categorías lógicas; por ello, el abandono de toda conjetura sería darse a un silencio que amparado por la observación, por esa mirada neutra, permitiera al observador devenir por un camino medio en que no hubiera cabida ya para las distinciones
dicotómicas.

El itinerario del observador, con todo esto, acabaría siendo una acción involuntaria, dado que tras la disolución del «yo» en la mirada y en el propio camino no habría lugar ya para la designación de ninguna voluntad activa, solo para la contemplación de «lo-que-ocurre». La mirada supondría una desertización del lenguaje en la trama de lo que acontece con la cual ya no se podría designar ningún objeto, puesto que ya no habría lugar para las distinciones en esa impermanencia del sujeto disuelto en un modelo de relaciones que rompe con gran parte de la tradición occidental de pensamiento: «Frente al modelo de la copia (Platón), el modelo del simulacro (Deleuze) que, eliminando el orden jerárquico (la Idea o el Padre), asume la universal orfandad y propone la imagen de un universo transformativo en el que las individualidades son puntos que se modifican mutuamente. Una red de relaciones […] hace tiempo que el concepto de «ser» no sirve a los propósitos de un sistema comprensivo del universo» (17). Este cambio de paradigma es el que permitiría que la mirada del observador deviniese con lo observado en una misma dimensión en la que el autoconocimiento transgrediera incluso el prefijo «auto-».

El planteamiento de una situación como la ilustrada conlleva un cambio en la subjetividad que pasa por la configuración de un nuevo espacio, de un nuevo paisaje en el sentido en el que los fragmentos dados a la mirada del observador se disponen de una forma única e irrepetible en un conjunto de relaciones que rompe con las correspondencias especulares idealistas. En una práctica como esta se basaría ese «desnacer» que apunta Maillard, algo así como «Destruir para volver a crear. Producir nuevos entramados. En los que no se habría de creer. En los que no se creerá. Con conciencia de juego, en el que sí se creerá. O tampoco» (18). Esto es posible en la práctica del viaje, ya que esta destrucción se torna más factible fuera de las estructuras continuas de la cotidianidad.

La respuesta, entonces, al resultado del viaje se podría decir que es «nada», no «la nada» (19) en sentido absoluto, sino una «nada» que simbolizaría la irrepresentabilidad mediante el lenguaje de lo acontecido, a pesar de que el término ya de por sí impregne la respuesta de unos matices que no le correspondan a la experiencia, porque quizá esta no pueda ser explicada del todo. Pero aun así, lo que se puede denotar de la experiencia es la pérdida necesaria en un contexto desconocido para poder transgredir las categorías de lo continuo y de este modo producir una grieta en el propio autoconocimiento para explorarse a sí misma fuera del «yo» cotidiano. Con esto, el itinerario por India podría ser el recorrido por cualquier otro lugar alejado de las correspondencias con la cultura occidental, porque el corte que en la mirada produce esa lejanía permite la pérdida del «yo» para encontrarse con ese «yo-otro» que acaba siendo un «yo-nada», prácticamente como momento epifánico.

Aun con todo, la práctica de este transitar por el itinerario del viaje se torna más que en una constante, en una discontinuidad dada la dificultad por mantener esa mirada desintoxicada como consecuencia de las respuestas que
exige la estructura mental, tal y como Maillard expresa: «Imposible guardar la distancia interior que la observación requiere cuando te instan a responder.

Difícil, el aprendizaje de lo múltiple (en lo que te incluyes ¿o no te incluyes?)» (20) Pero no por ello el itinerario deja de avanzar en ese vaivén que oscila entre las reminiscencias de lo continuo y la experiencia de la discontinuidad. Se transita un espacio en el que neutralizar lo conocido por otro paradigma solo nombrable después del viaje; es entonces cuando las categorías se restablecen, aunque ya no del mismo modo, dado que no se retorna al mismo punto de partida.
El doble recorrido del viaje, espiritual y terrenal, se hace necesario como parte del mismo proceso de autoconocimiento para completar aquella parte que solo queda reservada a un lenguaje fuera de las oposiciones duales, en este sentido,
el doble valor del viaje es imprescindible: «el viaje cada vez más adentro, cada vez más profundo. Viajar es tomar distancia del mí. Viajar es relativizar, desterritorializar, desindentificar. […] Aquel que de nuevo se establece, aunque sea
muy lejos de su lugar de partida, deja de viajar. Se inicia entonces nuevamente el ritual del yo, el montaje de la vida, la identificación, la nueva identidad. Hará falta otro viaje» (21).

A modo de conclusión, cabría destacar cómo los Diarios indios establecen un itinerario más allá del viaje tangible, el testimonio que la poeta plasma en los textos deja constancia de un desplazamiento que apenas se enfoca en la peripecia del exterior pero que a su vez participa de él en una suerte de autocuestionamiento sobre los límites entre el observador y lo observado. En esto se podría decir que consiste el autoconocimiento que Maillard busca transitar con el viaje a India, es decir, un pérdida del conocimiento dado tanto por el contexto social como por los propios mecanismos de la mente en una deconstrucción hacia ese otro conocimiento situado en el extrarradio de lo esperable y abarcable con una mirada prácticamente poética. Así pues, los Diarios indios se tornan en la narración de un tránsito hacia el despojamiento del «yo» de la continuidad, el cual se torna tan solo en la mirada en ese nuevo paisaje con el que finalmente deviene en el mismo camino observado, mientras dura la aventura: «en ese nivel intermedio de la conciencia, entre la conciencia despierta y la conciencia oculta que le es superior, hay como un saber que se sabe no sabiendo. Se ha adelgazado la membrana que separa ambas conciencias» (22).

(1) C. Maillard, India, Valencia, Pre-Textos, 2014, pág. 11.

(2) Este concepto entrecomillado hace referencia a aquello que sucede en el acontecer de un instante y a lo que no se le pretende dar una narración mediante el lenguaje por los matices y cargas semánticas colaterales que pueden producirse en al encorsetar la realidad en conceptos. En última instancia este término remite a la insuficiencia del lenguaje como elementos mediador entre lo que sucede y su representación. El término está extraído del poemario Matar a Platón (2004), de Chantal Maillard.

(3) C. Maillard, India, ob.cit., pág. 21.

(4) Ibíd., pág. 9.

(5) G. Simmel, El individuo y la libertad, Barcelona, Península, 1986, pág. 18.

(6) C. Maillard, India, ob. cit., pág. 30.

(7) T. Todorov, Los morales de la historia, Barcelona, Paidós, 1993, pág. 91.

(8) C. Maillard, India, ob. cit., pág. 39.

(9) C. Magris, El viaje infinito, Barcelona, Anagrama, 2008, pág. 14.

(10) Ibíd., pág. 14.

(11) C. Maillard, India, ob. cit., pág. 107.

(12) S. Empírico, Esbozos Pirrónicos, Madrid, Gredos, 1993, pág. 317.

(13) C. Maillard, «La razón posmoderna: ¿Pensamiento débil o razón estética?», El giro posmoderno, J. R. Carrazedo (ed.), Suplemento núm. 1 de la revista Philosophica Malacitiana, Málaga,
Universidad de Málaga, 1993, pág. 115.

(14) C. Maillard, India, ob. cit., pág. 62.

(15) Nagarjuna, Fundamentos de la vía media, J. Arnau (ed. y trad. del sánscrito), Madrid, Siruela, 2004, pág. 203.

(16) Ibíd., pág. 203.

(17) C. Maillard, India, ob. cit., pág. 111.

(1)8 Ibíd.

(19) Mediante el término «la nada» se sugiere una categoría absoluta que indica la ausencia de su contrario, «el todo», pero este no correspondería con un posible sentido del viaje porque lo que se encuentra es una «nada» subjetiva respecto a todo lo que circundaba en la continuidad conocida por la poeta y que no representa un universal.

(20) C. Maillard, India, ob. cit., pág. 80.

(21) Ibíd., pág. 109.

(22) Ibíd., pág. 123.

Bibliografía
Empírico, S., Esbozos pirrónicos, Madrid, Gredos, 1993.
Magris, C., El viaje infinito, Barcelona, Anagrama, 2008.
Maillard, C., «La razón posmoderna: ¿Pensamiento débil o razón estética?», El giro posmoderno, J. R. Carrazedo (ed.), Suplemento núm. 1 de la revista Philosophica Malacitiana, Málaga, Universidad de Málaga, 1993, págs. 109-124.
— India, A. Rodríguez Esteban (ed.), Valencia, Pre-Textos, 2014.
Nagarjuna, Fundamentos de la vía media, J. Arnau (ed. y trad. del sánscrito), Siruela, Madrid, 2004.
Simmel, G., El individuo y la libertad, Barcelona, Península, 1986.
Todorov, T., Los morales de la historia, Barcelona, Paidós, 1993.

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