¿Saben cuál es el secreto de que las empanadas gusten tanto? Es que encierran no sólo aromas deliciosos, sino también recuerdos agradables de épocas pasadas, de momentos breves y gozosos, aunque sean vagos e imprecisos
Las empanadas evocan muchas cosas. Cuando veo las más pequeñas, esas para el té, automáticamente pienso en los cumpleaños a los que acudí durante mi niñez, en los que junto a los rollitos de queso solía guardarme en el bolsillo para devorarlos más tarde mientras despreciaba las galletas y otras masitas dulces que apenas probaba por curiosidad.
Siempre me han fascinado los bocadillos salados y las empanadas están entre mis favoritos de toda la vida. Siento el olor del aceite caliente en alguna parte y me imagino que viene desde la otra calle donde fríen ‘pasteles’ que se hinchan como globos, conteniendo bombas olorosas de queso fundido.
Ese llamado del aroma es irresistible mientras se piensa en un api (mazamorra) de maíz morado que es el complemento perfecto para las noches más frías.
Las empanadas, dependiendo del origen o de la forma de prepararlas, se conocen como pasteles (siempre fritas, sean de queso o de jigote, esta última elaborada tradicionalmente en época navideña); las tucumanas son parecidas a las de jigote y las confunden a menudo, consisten en una mezcla de carne picada, trocitos de papa, arvejas y huevo duro que suelen venderse acompañadas de diversos aderezos como chimichurri, cebolla picada, llajua, mayonesa, etc.; las salteñas, similares a las tucumanas pero horneadas, son las empanadas más populares que suelen servirse a media mañana como merienda antes del almuerzo, su característica principal es que son jugosas en extremo y existen de variados sabores ya sean picantes, dulces, de pollo, mixtas, de charque, de fricasé y hasta vegetarianas, que sabe Dios con qué las rellenarán, porque algas marinas no las tenemos.
La empanada más rara es la de dulce de lacayote (fruto similar al zucchini o calabacín) que junto con los rosquetes rellenos del mismo dulce eran nuestro vicio en tiempos escolares, ahora apenas se la encuentra en alguna panadería, por casualidad.
La única empanada que no he visto en este pedazo del continente es la de pescado u otras especies marinas, pero en algún poblado amazónico o lacustre tiene que haber, habida cuenta de que Bolivia cuenta con numerosos ríos y abundante pesca tropical.
Por lo demás, la empanada está presente en todo momento en nuestra gastronomía. Allá donde vayamos nos toparemos con puestos ambulantes, prácticamente en cada esquina, donde nos ofrecerán mínimamente las de queso y las picantes (queso más el añadido de cebollita picada y locoto).
En cualquier snack, salón de té o confitería las hallaremos surtidas. Es costumbre, desde tiempos inmemoriales, pasar por una heladería artesanal y degustar helado de canela con su empanada redonda de queso o picante.
Los domingos de fútbol, los vendedores recorren las graderías ofreciendo sus empanadas como si fueran pan caliente, a riesgo de entorpecer la vista de los fanáticos futboleros. Si hay gol a favor, seguro que le vacían la canasta para celebrar el acontecimiento.
Andando el tiempo, la empanada ha experimentado tantos cambios que es imposible hacer un recuento de las variedades que deben de haber en nuestro país.
A las más comunes de queso, ahora hay que añadir las de pollo, de cerdo, de charque, de dulce de leche, de pizza (jamón, queso y orégano, que no sabe mal a decir verdad), de arroz y carne como relleno en algunas partes del oriente boliviano.
Algunas son hasta arquetípicas como las llauchas paceñas, masa sumamente suave rellena de queso fundido y bañada con ají colorado, degustada en caliente para desayunar en las frías mañanas de La Paz.
Los vallunos tenemos, por nuestra parte, las pukacapas que, como su nombre sugiere, son empanadas rojizas y picantonas, rellenas de queso, cebolla y aceituna negra. De hecho, en la ciudad de Cochabamba, hay locales de expendio de empanadas que cobraron fama desde antaño: a la muy conocida “Wist’upiku”, siguen en popularidad las “empanadas Paula”, las “Wilstermann” y otras, alguna de ellas hasta ha conformado una verdadera cadena con sucursales en otras ciudades.
Pero pese a todo, ninguna ha conseguido superar en prestigio y cariño popular a las “empanadas Carmelitas” que en la carretera al Valle Alto (a unos 20 km. de la ciudad), era la parada obligatoria para cualquier viajero de ida y retorno.
Con su horno de barro a la vera del camino y unas mesas sencillas en la entrada, eran la señal de que allí se cocinaba algo delicioso. De las Carmelitas decían que eran “siempre imitadas pero nunca igualadas”. Ciertamente, era inigualable aquella sazón de queso criollo derretido, el picante del ají colorado y, ¡por todos los dioses del Universo!, el aroma embriagante de la quillquiña (hierba parecida a la ruda) que escapaba de esa masa caliente, como una suerte de preciado tesoro que huye de una caja de Pandora.
Dicen que la dueña del secreto de tanta magia ya se murió. Ya no queda ni la esperanza de volver a disfrutar de ese único sabor, aunque digan que los herederos conservan la receta. Una receta es sólo letra muerta. El saber hacer, con todo ese cariño personal, no se puede heredar.
¿Saben cuál es el secreto de que las empanadas gusten tanto? Es que encierran no sólo aromas deliciosos, sino también recuerdos agradables de épocas pasadas, de momentos breves y gozosos, aunque sean vagos e imprecisos.
Tanto habrán calado las empanadas en nuestra cultura que hasta hemos inventado un verbo de tanto evocarlas: ‘empanadear’, esto es cuando las parejas pasean tomadas de la mano, con los dedos entrecruzados que semejan los pliegues doblados de este bocado exquisito. A empanadear se ha dicho, si es que se puede, desde luego.