Salió de la cocina, provista ésta, de fogón, vara de humear la carne, máquina de moler café y maíz para las arepas. Con paredes en esterilla y techo de palmicha, donde percibía desde los variados olores que despedía ese recinto matizado de sabores, hasta las voces lejanas, el mugido de la vaca lechera, los -buenos días doña Blanca, aquí arrimo la leña, ya que llegó: venga le doy su cafecito; el cacarear de gallinas, el relincho del caballo. También guardaba en lo íntimo de su ser, las añoranzas del retorno fugaz de sus seres queridos, presintiendo las tristes despedidas luego de las navidades colmadas de gratos sentimientos y vivencias, entre las múltiples preparaciones: natilla, buñuelos y tamales; el jolgorio propio de llevar el marrano ya adobado hasta la mesa, acompañado de bebidas espirituosas, alegrando las noches navideñas con el rasgar de tiple y guitarra, y ver y sentir la presencia de sus hijos y el envolvente círculo familiar con generaciones ya despidiéndose de la vida y gérmenes de generaciones pretéritas…
Seres queridos cual caminante viajero, como el viento, como el humo, como la vida, sembrando surcos de esperanza entre zarzas que acompañan el camino.
Blanca Sofía, aprendió a caminar el paisaje agreste, a escuchar la voz de sus ancestros entre soles y lluvias, a dar y recibir el ritmo y suavidad de la piel de su marido extendida y transformada en caricias a sus hijos, siguiendo la huella ancestral de los que no retornan. Ochenta años, muchos consagrados al servicio de marido y prole, reproduciendo la heredada expresión de machismo femenino en la preferente inclinación por sus hijos varones, y en su boca la permanente retahíla-lo que diga su papá.
“Casi todas las mujeres egipcias estaban condenadas a prisión domiciliaria. No podían moverse sin permiso del padre o del marido, y muchas veces eran las que solo salían de casa en tres ocasiones: para ir a la meca, para ir a su boda y para ir a su entierro”. Sépase todos los derechos negados y tantos deberes exigidos: cocinar, lavar, barrer, tejer, coser, cuidar a sus hijos (entre Blanca y Sofía sus vientres se hincharon lanzando al mundo 26 hijos) enseñar lo que sabe, curar lo que puede…
Blanca sirvió al padre y a los hermanos, luego sin cambiar de rol, sirvió a su marido y a sus hijos y a los que no lo fueron pero que los acogió sin discriminación alguna. En su noviazgo pasó horas escuchando al novio sin mirarlo y sin permitir que se arrime, sentados frente a la severa mirada de la tía.
Blanca Sofía vivió entre torrentes de aromas a fruta madura, imágenes de vegetación amable, rostros que le eran familiares, caminos o trochas andadas desde la infancia, olores de panela salidos del jugo de caña. Vio también la conversión del verde en frutos rojos de los cafetales. Vivió de la tierra, apegada a ella, recibiendo de ella frutos amables que son testigos del sudor que su piel entregó, moldeando su forma de ser y actuar entre los surcos, porque además de los quehaceres hogareños, laboro el campo no solo en tiempos de cosecha.
La iglesia católica, bastión del poder masculino, la arropó como algo inherente al diario vivir, desde niña hasta ya vieja arrastrando los pies y empuñando escoba, cucharon, canasto y camándula. Nunca supo que su religión guardaba complicidad con quienes propalan la condición de “inferioridad” de la mujer. En más de 30 países, la tradición manda cortar el clítoris. Los mutiladores explican que: es causa del placer femenino, es un dardo envenenado, es una cola de escorpión, es un nido de termitas, mata al hombre o lo enferma, excita a las mujeres, les envenena la leche y las vuelve insaciables y locas de remate”. Acepto que cause placer y las excite por el pleno derecho al goce. Blanca Sofía desmiente a Plinio el viejo, la mayor autoridad científica del imperio romano, quien supuestamente “demostró que la mujer que menstruada agriaba el vino nuevo”, (lo suaviza y exalta sus propiedades), esterilizaba las cosechas -ella cosechaba olores de germinación-, “secaba las semillas y las frutas”, maridaba semillas y frutas llevándolas a pleno esplendor, “herrumbraba el bronce”, nunca los enseres de bronce de cocina y las herramientas de laboreo dejaron de brillar en sus jugosas manos, “mataba los injertos de plantas y los enjambres de abejas” , ella mecía los injertos en tierra fértil y aprendió que los enjambres como su ser dulcifican la vida, “y volvía locos los perros”, sí, locos de alegría con sus pródigos cuidados.
También mandaba la tradición “que los ombligos de las recién nacidas fueran enterrados bajo la ceniza de la cocina, para que temprano aprendieran cual es el lugar de la mujer, y que de allí no se sale”. Blanca Sofía aprendió con el trajín diario que su lugar era el ancho mundo rural, y jamás desdeño el universo urbano donde todas sus hijas levaron anclas para en cortas temporadas regresar al nido que los vio nacer. Ellas nunca supieron que la partera irrespetaba la tradición, y lanzaba a campo abierto los ombligos de las niñas nacidas en sus manos.
La inspiración poética del maestro Luis Carlos Gonzales compendia la existencia y el diario vivir de Blanca Sofia y de todas sus congéneres:
“Porque inclinaste tu frente/sobre el altar de las eras/aprendí a querer el surco, mi dulce madre labriega/Porque aprendí a querer la espiga/ y el agüita que la alienta/ Porque le enseñaste al sol/a tejer con miel la huerta/y al ruiseñor tus canciones jardineras/aprendí a querer la luz/que madura las cosechas/y las semillas que gritan/tu nombre cuando revientan/Porque enseñaste una flor/a cada mañana nueva/aprendí a querer las tardes/que son como tú: morenas/porque enseñaste que el sol/también espiga las penas/aprendí a querer la vida/mi dulce madre labriega”.