Catedral metropolitana de Cochabamba, con ese cielo tan profundamente azul que resulta enajenador. Impensable en otros tiempos
Cada vez que salgo al centro, al casco viejo y demás inmediaciones, no reconozco a mi ciudad. La camino, la paseo, la recorro una vez a la semana y sigo sin reconocerla. Mi espíritu, mi cuerpo no se la creen, por más que mis ojos repasan una y otra vez sus calles y avenidas desiertas. Todo el tiempo me sabe desconocida, extraña, impersonal, extensa, pero en cualquier caso fascinante. Siempre pensé que no viviría lo suficiente para verla quieta, despejada y medianamente limpia.
Hasta ahora lo más próximo a esa tranquilidad lo habíamos obtenido de un día de elecciones, aproximadamente cada cuatro o cinco años, cuando toca renovar a toda esa fauna conocida como clase política. En esos azarosos días, la ciudad entera para, se aquieta a marchas forzadas, pero detiene en algo su rumor de vías transitadas. Cuando cada cuatro meses llega el Día del Peatón, tampoco es la salvación, ya que oleadas de la especie humana se vuelcan a las calles en una suerte de frenético picnic colectivo sobre el asfalto, cuyo grandioso resultado son montones de basura que no se pueden ocultar debajo de la alfombra. Callan los automotores, es cierto, pero no hay cosa más insoportable que el ruido humano. Es como amplificar una colmena a escala inimaginable. Por lo menos los hormigueros son silenciosos.
Estas semanas de cuarentena, de encerrona forzada por decreto, van a arrojar consecuencias funestas, afirman los psicólogos y otros estudiosos del comportamiento, en la salud mental de mucha gente. Acostumbrados al gregarismo por milenios, los humanos se ven hoy desesperados, angustiados y ansiosos por retornar a sus espacios públicos, porque no soportan la soledad de sus almas entre cuatro paredes. Parece que por fin comprendimos el valor de la libertad, en todos sus sentidos. O tal vez no.
Despojados de nuestros privilegios e inermes ante la incertidumbre, acostumbrados a mirarnos el ombligo y creernos invulnerables desde siempre, quizá a porrazo limpio recién estemos entendiendo que el planeta no nos pertenece, que no podemos avasallar la naturaleza a capricho. Que no podemos explotar sus recursos indefinidamente sin un precio que pagar. Que no tenemos derecho a contaminar sus cielos, arrasar sus bosques, y envenenar sus ríos impunemente. Que no podemos hacer de los océanos un depósito interminable de desechos.
¿Y qué hay de las urbes o ciudades? Si bien son ambiciones humanas llevadas a la práctica, tampoco son de nuestra exclusiva propiedad; porque, andando el tiempo, adquieren vida propia que las distingue unas de otras. De lo contrario, todas se parecerían, igual de monótonas, igual de aburridas, igual de agobiantes. Cualquiera que haya salido a la calle, en su respectiva ciudad, se habrá dado cuenta que esa su “casa grande” ha cobrado nuevo brío, renovado aires literalmente y hasta habrá cambiado de matices.
Si algo bueno ha traído la pandemia del coronavirus, con seguridad lo más destacable ha sido la limpieza paulatina de las atmósferas urbanas, contaminadas a más no poder por el incesante humear de los automóviles y las industrias. Que de pronto hayan desaparecido el ruido y demás nocivas distracciones tiene algo de terapéutico. Quizá las ciudades necesitaban descansar de nosotros, de ese trajinar continuo de nuestros pasos apresurados. De ese insaciable afán de estar en todas partes, de ocuparlo todo. Ya era hora de tomarnos las cosas con calma. Como el contemplar viejos monumentos, por ejemplo.
*Pueden ver más contenidos de este autor en: Bitácora del Gastronauta. Un viaje por los sabores, aromas, y otros amores
ÚLTIMA ENTRADA DEL AUTOR