Hay estructuras como árboles en los que solo se dan las manzanas podridas, sí. Pero es claro, hasta donde es posible que algo sea claro acá en Colombia, que de escándalo en escándalo han estado tratando de tejerle el fin a la JEP – un árbol recién sembrado– para que la guerra no quede por escrito.
Texto extraído de El Tiempo
Por Ricardo Silva Romero
Contar una historia mientras está pasando es una proeza inútil.
Opinar sobre una noticia a medio camino suele conducir a lugares comunes de “estadista” entre comillas: “Que las autoridades investiguen esta trama macabra hasta sus últimas consecuencias”, se repite, “que les caiga a los culpables todo el peso de la ley”.
Piense usted en el sórdido caso del fiscal de la JEP que andaba por ahí vendiendo influencias y drogas y prórrogas: puede uno lamentar, en la tortuosa espera de lo que resuelvan los jueces, que la corrupción y el clientelismo hayan llegado tan pronto al tribunal de la paz, pero quizás sea más justo, por lo pronto, reflexionar sobre esta manía tan colombiana –en el mal sentido de la palabra– de despreciar hasta enlodar nuestras instituciones.
Es un hecho histórico que el expresidente Uribe cambia de opinión más de lo que parece, y que a veces pide que se elimine la JEP, y a veces pide que se reforme un poco, y a veces exige que se reforme mucho –y de paso, ante la imagen de unos niños que defienden la nueva institución en los asolados Montes de María, propone educación privada “sin adoctrinamiento” pagada por el Estado–, pero es claro que los uribistas más uribistas, que creen en el acuerdo de Santa Fe de Ralito pero denuncian el acuerdo de La Habana, repudian el tribunal de paz como una jugada de la izquierda para salirse con la suya: hace menos de un año se propagó por las redes, como el odio, la hipótesis delirante de que la justicia transicional era un complot para encarcelar al expresidente.
Buena parte de la clase dirigente de Colombia, la parte que no pasa las páginas sino que las arranca, se ha estado portando como esa gente que aprovecha el fin del mundo para saquearlo.
No hubo que cerrar la Corte Suprema cuando empezó a hablarse del cartel de la toga, ni fue necesario suprimir la Fiscalía cuando el fiscal anticorrupción resultó ser el fiscal corrupto ni tocó acabar con el Ejército cuando se reveló el horror de las ejecuciones extrajudiciales.
Hay estructuras como árboles en los que solo se dan las manzanas podridas, sí. Pero es claro, hasta donde es posible que algo sea claro acá en Colombia, que de escándalo en escándalo han estado tratando de tejerle el fin a la JEP – un árbol recién sembrado– para que la guerra no quede por escrito.
Y, a pesar de la ONU, de la Corte Penal Internacional y de los dos mil militares que hasta el cansancio le pidieron al presidente Duque sancionar la ley estatutaria del nuevo tribunal, es posible que el ataque desde todos los flancos derechos no cese.
Esta es la era del catastrofismo: “Si Duque no endereza…”. Esta es la época de la paranoia entre el estruendo: “Tiene apagado el teléfono…”. Este es el siglo de la aversión a las instituciones públicas, el siglo de la burofobia, que reclama castigos ejemplares e irracionales a cambio de seguir teniendo fe en un sistema que es el menos malo que se nos ha ocurrido: pronto, si la desconfianza sigue siendo el criterio, les cerraremos el paso a las ambulancias.
Colombia es el reino del recelo. Y si de hemisferio a hemisferio del planeta está pagando ser un político inescrupuloso, de aquellos que son capaces de azuzar a los pueblos contra sus democracias y de recrear la Guerra Fría con tal de llegar al poder, por qué no serlo en esta sociedad que ha sido el resultado del desprecio de sus instituciones.
Yo sé que una buena parte de la clase dirigente de Colombia, la parte que no pasa las páginas sino que las arranca, se ha estado portando como esa gente que aprovecha el fin del mundo para saquearlo.
Yo entiendo esta tentación constante de narrar el hundimiento del país: un fiscal ofrece los favores de la JEP justo cuando las antiguas Farc empiezan a responder ante el tribunal por sus repugnantes secuestros.
Pero créame que no puede narrarse el fracaso de nada –ni siquiera de un pulso por la paz– cuando apenas acaba de empezar.
Texto extraído de El Tiempo
Por Ricardo Silva Romero
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