En esta ocasión, Sílaba Editores nos comparte apartes del libro Adiós al mar del destierro de Lucía Donadío, una novela escrita por la directora de esta importante editorial antioqueña.
Amanecer en América
Mamma mia, dammi cento lire
che in América voglio andare.
(Madre mía, dame cien liras
que quiero irme para América).
Canción popular italiana
Vengo solo, sin padres ni hermanos. No hay tíos, ni primos, ni abuelos, ni amigos, ni nadie esperándome. En un cuaderno que mi padre me regaló para que escribiera un diario de viaje, traigo las cartas para varios amigos de su juventud que viven aquí. En las primeras páginas del cuaderno escribió para mí retazos de su vida, me cuenta lo que no me habría dicho jamás si me hubiera quedado a su lado. La distancia nos acercó desde antes de mi partida. Leo los nombres y las direcciones. Levanto el rostro y contemplo el horizonte. El mar que nos rodeó durante veinte días va quedando atrás.
La blanca inmensidad del trasatlántico Orazio, rodeado de pequeñas chalupas, ya no me impacta como el día de la partida, cuando lo vi majestuoso, anclado en el golfo de Nápoles, con la bandera italiana ondeando en la proa. Desde el corazón de cada puerto lo contemplaba fascinado, como quien admira su casa. El Orazio fue mi hogar, lo recorrí entero por dentro, hice amigos entre los pasajeros y tripulantes. A pesar de las restricciones que existían para circular por las zonas de primera y segunda clase, me las ingeniaba para visitarlas, con la complicidad de la tripulación que abría para mí las escotillas. Conocí los recovecos de tercera, el cuarto de máquinas, la cocina y la bodega donde se arrumaba la carga. En las noches de intenso calor dormí en la cubierta sobre una silla de lona, acompañado del brillo de las estrellas. Huía del sofoco y de los olores terribles que se acumulaban en el dormitorio donde nos hacinábamos más de sesenta personas.
Admiro la nave imponente y silenciosa con nostalgia. Aún retumba en mi cabeza el rugido de las máquinas, que día y noche ascendía de sus entrañas. El vaivén rítmico y pausado del viaje no me abandona. Solo lluvias pasajeras acariciaron el barco que victorioso abrazó América. Mis ojos deslumbrados miran las chalupas despintadas del puerto y a sus marineros, niños cuya negrura y pequeñez contrastan con el tamaño y la blancura del Orazio. Contemplo esa piel negra que nunca antes había visto, aunque África está tan cerca de Sicilia. Las arenas del desierto llegaban con el siroco, viento cálido del sur, cubriendo con un velo dorado los tejados de nuestras casas. En ocasiones las cenizas del Etna tiznaban los techos. También la nieve descendía de las frías montañas y cubría el pueblo.
La alegría de esos cuerpos que se lanzan al mar, nadan y vuelven a las chalupas, atestadas de mangos, bananos y cocos, se me contagia. Les sonrío. En ese instante comprendo el océano que nos separa. Solo sé saludar en español. Buenos días, les grito varias veces, pero mi voz es devorada por el viento. Poco a poco la multitud se va dispersando, todos parecen afanados por llegar a casa. Estaba acostumbrado a contemplar el valle desde las ruinas del castillo, en lo alto de la colina en mi pueblo, y en el viaje, acodado en la baranda de la cubierta, observaba el salto de los peces y el vuelo de las aves.
Grandes cajas de madera y baúles descienden de los viejos y oxidados barcos de carga. Alcancé a ver varias naves de diferentes tamaños y banderas. Había mucha gente moviéndose de un lado a otro, agitada por la belleza y la emoción que tienen los puertos en su misterioso destino de convocar ilusiones, de armar travesías y acogernos con sus faros. El polvo de la calle cercana se levanta con el caminar de los transeúntes, aumenta con el paso de los vehículos y forma una espesa nube que impide ver con claridad.