En esta ocasión, Sílaba Editores nos comparte apartes del libro El mismo lado del espejo, una novela escrita por Lina María Pérez Gaviria.
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La imagen de mamá soplando sus uñas recién pintadas de rojo sangre me reveló el mundo áspero y exiguo que me ahogaba. Con sus manos abiertas como patas de gallina me miró de pies a cabeza y señaló el diploma:
–Te vas a morir de hambre.
Venía de la ceremonia de grado con el pergamino asomado en mi mochila y su carga de entusiasmos e incertidumbres. También pesaban las pretensiones, la indigestión de tanta técnica y teoría, escuelas y métodos y discursos académicos.
Devoré a mamá con los ojos, rastrillé un fósforo y prendí fuego al rollo. En lluvia de cenizas quedaron las palabras con letras góticas, la firma del rector y el sello de la universidad.
–No soporto tu descaro, Antonia. Eres la persona más rara del mundo.
A mi papá, en cambio, le pareció un mérito que yo hubiera dedicado cuatro años a “aprender a pintar”, y me regaló una colección soberbia de historia del arte. Tenían que haberme educado para soportar a mamá, pero ellos no sabían de eso, y prefirieron invertir en mi carrera. Algunas partículas atrevidas del cadáver de mi diploma volaron sobre nuestras cabezas y aterrizaron sobre las uñas rojas de mamá.
Decidí contrariar la sentencia. Para no morirme de hambre, logré un trabajo en el Museo de la Patria. Dentro del grupo de empleados, yo parecía un fantasma aburrido al lado de estatuas de héroes y retratos de obispos furiosos. Durante los festejos históricos ponía buena cara y frenaba mis burlas ante el presidente y sus ministros cantando el Himno Nacional en el salón donde se firmó el Acta de la Independencia. Desde el principio inventé mis jornadas a mi antojo, casi invisible en algún rincón siempre dibujando.
Solo entiendo la vida si la pinto, si mis trazos hacen preguntas y convierto mis líneas en gritos. No dibujo lo que veo. Pinto mis conmociones ante realidades que no trago enteras. Por estos días me obsesionan las voces ahogadas de los muertos en cualquier lugar del mundo: Afganistán, Irak, Colombia, México, Somalia… Víctimas lejanas, sin nombre, que piden perpetuarse en mis trazos. Ellos claman justicia o consuelo, ¡qué más da! Percibo su dolor colgado de una sombrilla, aullando a la luna como perros solitarios o golpeando en las ventanas para tropezar sin saber a dónde ir.
El salario del museo me da independencia y me servirá para apartarme de la jaula de mis padres, ese gallinero repugnante con tufo a vanidad enmohecida. Para resistir la convivencia me protegía en el recuerdo de la casa enorme de mi infancia, tristemente reemplazada por un apartamento de revista, sin alma, en los cerros de Bogotá. Aquella, la de mi nostalgia, fue mi casa querida, mi lugar de felicidad. Las memorias me traen la vida entendida como una libertad apacible. Todo en los días de mi infancia se confabulaba para existir como me diera la santa gana. Era una niña contenta, siempre contenta, y hacía lo que estuviera al alcance de mi ingenio para defender mis territorios emocionales. Me quedó esa maña de rebeldía. Una persona rara, la más rara del mundo.
Antes de abandonar el apartamento familiar, tomé propiedad del sótano del edificio, y lo convertí en mi refugio. Después del museo, me aíslo del muro de resentimientos que divide a mis padres. Allí, los bocetos inicia- dos en mis jornadas de trabajo se convierten en pinturas y adquieren dignidad y presencia. Todos los días espero algún milagro que me clave definitivamente al caballete, a la paleta, al dominio de mis manos conectadas a las fibras más íntimas de mi alma, a la desmesura feliz y descarada para pintar y seguir pintando sin importarme nada. Quiero atreverme a echar tierra a las acartonadas apreciaciones de los críticos de arte, burlarme y retar, y hacer de la provocación el único lenguaje posible. Hablo de una provocación fina, ingeniosa, con guiños de humor y de incitación. Ese fue el sello que fui perfeccionando en mis años universitarios.
La docena de cuadros de la serie Gritos de humo me miran con sus asombros y corajes. Gritan en líneas, colores y volúmenes, y sus voces asesinadas me llegan hondo. Sus dimensiones crecen ante mis ojos emocionados y cada una de las figuras me confronta con la estrechez del sótano. Me atrevo y escojo seis cuadros. ¿Por qué no ponerlos a prueba? La casa amarilla es la galería más acreditada del país gracias al ojo y a la astucia de sus dueñas, las almidonadas hermanas Cancino. Ellas se endilgan el haber descubierto y proyectado a artistas que sin su impulso no hubieran llegado ni a la esquina.
Un tipo casi inexistente me indicó esperar en el pasillo. Desde allí podía atender la escena que se desarrollaba en la oficina. Ellas, dos cincuentonas, clonadas con cuellos ajirafados y vestidas con ropa pasada de moda, examinaban con lupa algunos cuadros ante un marchand de arte. Me re- pugnó. Lo mismo harían con mi trabajo, mejor me voy, ni siquiera sé de dónde saqué la valentía para exponerme así. El pobre hombre escondía su avidez por hacerse a unos millones por cuenta de dos óleos de un reconocido artista. Su obra vale, no por sus calidades estéticas, sino porque el desgraciado se pegó un tiro siete meses atrás. Ellas, manipulando sus soberbias, cerraron negocio convencidas de las ventajas para sus bolsillos. Qué asco. Para vender, había que estar muerto, o mejor, suicidado. ¿Me iba a prestar a ese juego aborrecible? Esperé, pendiente de un hilo, sacan- do coraje en las memorias de los azares de mi infancia.