Antojos |
Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores y reseñados en La cebra que habla.
Nota de la autora
Esta novela está construida sobre un hecho real,
pero todos los personajes y sus situaciones son
de mi absoluta ficción.
Uno
El cuarto es una nube de vapor. El espejo se empaña y en las baldosas blancas se dibujan tenues líneas húmedas como resultado del único lujo que se concede Joaquina todas las mañanas: ponerse debajo de la ducha y dejar que el agua tibia cubra su cuerpo durante un buen rato, mientras su mente vaga por recovecos que traen a sus oídos voces de otros tiempos o sus ojos se encuentran con paisajes antiguos, cada vez más recurrentes. Ha notado que en los últimos años tiende a verse niña, como lo fue alguna vez. Imágenes fugaces la acompañan: el color de una pared, la sombra proyectada por una puerta, una esquina, el techo de paja de la escuela y los ojos negros del profesor, un muchacho al que le estaba saliendo el bozo.
Cuando siente el remezón en su conciencia por el agua que está gastando, abre los ojos y cierra la llave al mismo tiempo en que la asaltan las preguntas reiteradas que aparecen en su mente a diario, en ese preciso momento. ¿Cuándo será el último día en que repita este gesto que inaugura su vida después del sueño? ¿Estará marcado en algún calendario? ¿Lo sabrá con anticipación o será una sorpresa?
Un día que empieza pero no termina, como lo fue uno de Joel, ese que ella desconoce y que busca desde hace tantos años. ¿Cuál sería y en qué momento? ¿En plena noche o al amanecer, o quizá a medio día, cuando el sol está en lo alto y todo lo que se hace se ve? Pero no, no pudo ser a esa hora, ese tipo de gente prefiere la oscuridad, las sombras para que no los vean, para que no los reconozcan o para borrar con más facilidad su rastro.
Alcanza la toalla, colgada a la salida de la ducha, sacude la cabeza, elige una punta de la tela y empieza a secarse, iniciando por los pies, aunque ahora le es más difícil agacharse, algunas veces hasta ha perdido el equilibrio y solo sus reflejos, que siguen siendo buenos, le permiten extender con rapidez el brazo y sostenerse en la pared.
Observa sus piernas hinchadas, hoy menos –parece que hace efecto la medicación que le recetaron para que no retenga tantos líquidos–, su abdomen grueso, los pliegues que se le forman entre la cintura y la entrepierna, sus senos caídos, que le sirvieron para amamantar tres hijos, Joel uno de ellos, y su pelo blanco, que no ha querido teñir, y que era negro cuando Joel no volvió a la casa.
Las primeras hebras plateadas, que le aparecieron en las sienes, las descubrió una mañana al peinarse. Fue durante los primeros días de la desaparición, cuando la angustia se imponía en su búsqueda desesperada. Luego, con el paso de los meses, como si su pelo acompañara lo que le pasaba dentro, fue convirtiéndose en un gris cenizo que se volvió blanco con los años. Un blanco al que ahora le da un champú especial para que no se ponga amarillento.
Joel no volverá, pero si al menos supiera cómo fue que murió y dónde lo dejaron. Pero no lo van a decir, continuarán negándolo, siempre negándolo.