Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores.
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Antes de partir rumbo a la comarca Umbría, donde la tierra atardece, Arturo Rendón decidió darse una vuelta por el prostíbulo de María Bilbao. Allí siempre había encontrado, a la medida de su creciente sombra interior, un rincón ideal para enfrentar sus pesares, sentarse a escuchar la música de su perturbación y observar sin afán el dorso del infinito, que él veía nacer a cada instante no solo en el borde de su vaso sino en el cuerpo redondeado de las botellas.
Desde diciembre de 1935, cuando le fueron confiados para su transporte los restos que quedaron de Carlos Gardel, junto con veinte baúles de la utilería de su comparsa, su vida nunca pudo volver a ser la misma. Su sensibilidad pasó a ser otra y su ropero debió adecuarse a la transformación de su sensibilidad. Pero ahora había decidido por fin no esperar más y partir de una vez en busca de lo que él sentía que le pertenecía: su parte en el producto de aquella borrosa profanación, de la que él se había enterado apenas entre sueños pero de la que solo ahora se atrevía a hablar. Pero una cosa fue empezar a meditarlo para sí como un obseso durante todo el día, incluida la noche, y muy otra atreverse a dar el paso que lo habría de conducir de la meditación a la acción, aunque fuera gradualmente. Quince años de espera corroen la coraza de cualquier indiferencia, por profundo que haya sido el motivo del ensimismamiento.
Según las últimas pistas, Heriberto Franco vivía ahora en Umbría. Cambiado de fisonomía, olvidado de su pasado y con bigote, al parecer se dedicaba a atender una pesebrera de su propiedad y de paso se refugiaba de los reclamos de la humanidad, aprovechando la sombra de los nevados. Se trataba entonces de caerle por sorpresa, hacerle sentir la punta de los colmillos en el resplandor de su nuca, empujarlo hasta un rincón y amenazarlo con un escándalo. Y, de ser mucha su obstinación, arrastrarlo en cuatro patas hasta el portal de la cárcel, tal como se lo merecía. En realidad, Arturo Rendón no exigía demasiado. Cuando mucho una tira del ala del sombrero de Gardel o un jirón de su bufanda. Y, además, una buena tajada de aquello de lo que no se atrevía ni a hablar.
Sin saber las causas y a pesar de su aceptable estado general, Arturo Rendón se sentía ya muy abatido por el peso del mundo. Sospechaba haber caído en poder de un extraño desequilibrio del alma, ocasionado por una tristeza sin regreso que él poco a poco consideró insuperable debido a su carácter, tan aficionado a lo esencial a pesar del origen rústico de su espíritu. Intuía a su modo que había sido tocado por la desesperanza de los tiempos y se sentía cubierto de niebla de la cabeza a los pies. Y para el sosiego de tales quebrantos era que él precisaba cuanto antes la recuperación de lo suyo.
Escuchaba la voz de Gardel día y noche, como un elixir. Y empezó a doblarse poco a poco sobre el lomo del mundo, perturbado. Iba a contemplar el bailongo de los tangos y las milongas en una de las esquinas del Guayaquil, y cuando por fin se marchaba para tumbarse en su lecho de hombre abandonado no podía dejar de escuchar la música de fondo de la ciudad, que a modo de constante efluvio le llegaba desde el “Bettinotti”, ese siniestro bar de la esquina contraria donde a juzgar por el continuo murmullo de sus quejas jamás nadie dormía ni bajaba la guardia. “El tango dice tanto de mí, que él y yo hemos quedado convertidos en la misma cosa”, pensaba Arturo Rendón. En tales condiciones de melancolía, en las que de pronto había quedado hundido por la fuerza de las cosas, un pedazo de sombrero o un jirón de la bufanda podrían bastarle. Pero, sobre todo, un poco de lo otro. De una astilla del madero de Cristo a una reliquia de Gardel, había menos de nada.
El prostíbulo de María Bilbao ofrecía a su clientela los servicios que por entonces debían incluirse en el menú de la democrática y plural ideología de la noche. Allí se reunía, para cantar abrazada en medio de la ebriedad igualitaria, toda la baraja social de la ciudad. Desde la alta gerencia hasta el último engrasador de zapatos. Abrazo y mutuo tratamiento de confianza inimaginables por fuera del desjerarquizado espacio prostibulario, lugar donde todos por parejo se degradaban chapoteando en el mismo fango para implorar luego la misma misericordia. Por el solo hecho de bajar a las aguas del prostíbulo todos quedaban convertidos por igual en una manada de pobres hijos de puta, acorralados y cínicos ante la fuerza de las tentaciones y variopintas representaciones del pecado, la contundencia de las aberraciones pendientes y el pavor del infierno.
El prestigio de lo de María Bilbao como cobertizo donde solía sombrear su pellejo el demonio, había ido consolidándose a medida que arreciaban las denuncias del clero y se producían los violentos señalamientos de la jerarquía. Desde las copas de los árboles de mango que crecían en aquel patio sereno y sombreado y que más que árboles parecían chimeneas, subían al cielo en las tardes de domingo brillantes chisporroteos y llamaradas que la parroquia atribuía a desahogos y holganzas de Lucifer. Pero las chicas que allí calmaban la sed de vida y entraban en trato con los hombres no se arredraban por el impacto de aquella aurora boreal. Para una chica del bajo mundo que debiera ennoblecer su currículum, trabajar en lo de María Bilbao era como haber sido admitida en un plan de estudios conducente a un título de posgrado. Y fue allí donde Arturo Rendón decidió ir a recalar cuando se enfriaron para él, hasta cubrirse de hielo, los días que siguieron a diciembre de 1935.
De joven, Arturo Rendón se había desempeñado como rústico arriero de mulas por los caminos del viejo Caldas. Expulsado del campo por causa de las masacres que vinieron más tarde, terminó por refugiarse en una barriada del bajo Medellín, en una especie de conventillo o vecindad para desplazados. Poco después conoció a una vaca medio loca llamada Amapola Cisneros, mujer infectada de rojos atributos por fuera aunque hecha de semillas negras por dentro, de quien se enamoró como un perro y con quien se casó una mañana de abril de 1938, en una afanosa ceremonia que tuvo lugar a las cuatro de la madrugada, en medio de la tiniebla invernal. Un año más tarde y cuando más él la quería, Amapola Cisneros huyó del lugar para marcharse con un guitarrista que tocaba en el grupo de un farsante cantor del bajo mundo que se hacía llamar el Melenas, en memoria del auténtico. Arturo Rendón juró que su puñal de pata de cabra no descansaría hasta ver tasajeada la rosada mejilla de su querida, como si se tratara del filete de un sábalo, pero Amapola Cisneros desapareció por completo de su alcance junto con su guitarrista, sin dejar la menor pista de su paradero. Con los meses se supo que habían huido hacia Marmato, pues a ella le fascinaba el rumor del oro.
Pasadas las semanas que parecieron suficientes después del abandono y sin saber cómo, Arturo Rendón se hundió en la pena. Hizo causa común con quienes, como él, rumiaban su desarraigo y su incerteza en las tardes del vecindario, rezongando ante la transformación moderna de los valores y de las sensibilidades, para venir a refugiarse en la agonía que brotaba del tango, como si aquella emanación rioplatense coincidiera con la secreción de su propia alma. Ya para entonces, trastornado por el influjo de aquellas letras y voces canoras, al salir de su trabajo como albañil en el edificio de la fosforería, había adquirido la costumbre de cambiar su uniforme de obrero por un vestido completo hecho de paño, sombrero de ala caída y un chaleco cruzado que se abotonaba de arriba a abajo y dentro del cual se enfundaba hasta la madrugada del día siguiente. Y había también amasado la idea según la cual las mujeres, por las que a pesar de todo todavía echaba la baba, eran sin embargo la causa de todo dolor y de toda penuria. Con la única excepción de mamá, claro, que le servía para confirmar la regla. Todas ellas motivo de pecado y de culpa y cuerpo de tentación. Lo cual, por lo demás, ya había sido suficientemente advertido por el director de orquesta en las páginas de la Biblia y en el texto misógino de las sagradas escrituras.
Apenas ahora Arturo Rendón comprendía por qué razón él venía sufriendo por causa del amor de las mujeres desde mucho antes de conocerlas y mordisquear sus carnes. En estas condiciones de evaporamiento de la confianza en la promesa, desarraigo rural y abandono urbano, el tango le estaba diciendo al oído lo que necesitaba escuchar y continuar escuchando por el resto de su vida. Y, como él, sus compañeros de barriada, que compartían su suerte, terminaron admitiendo que el tango resumía la actual confusión urbana de sus sentimientos, como hasta entonces nada en el mundo. Confusión derivada, él mismo no lo supo nunca, de la fascinación y del encanto modernos pero al mismo tiempo de una fuerte resistencia antimoderna que, sin embargo, no conducía a posturas retardatarias sino solo a acompañar en solitario el dolor del proceso.