Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores. El día de hoy nos comparten el prefacio y apartes del primer capítulo del libro.
Prefacio
Este libro fue publicado en 1990 por la editorial madrileña Orígenes, desaparecida hace ya un buen número de años. Eugenio Suárez-Galbán, su fundador y director, me confesó en aquel entonces no querer distribuirlo en Colombia, “porque allá no pagan”. Fue por eso que en un viaje posterior a Bogotá dejé dos o tres ejemplares en consignación en una librería de la avenida Jiménez.
Mucho tiempo después, en otro de mis espaciados viajes a mi país natal, tuve el agrado de conversar con dos críticos literarios (los llamo así por pura pereza), que habían leído La ciudad interior en fotocopia. Uno de ellos llegaría a ser Decano de una de las facultades de la Universidad Javeriana, y el otro propietario de una librería-galería-café y cineclub con nombre literario, cercana a los puentes de la 26 con carrera 5.a. Ambos terminarán siendo mis amigos, a la vez que escribiendo sobre mi novela y, uno de ellos, dirigiendo incluso una tesina al respecto. Puedo atestiguar asimismo que en esa misma universidad hubo otros dos docentes que dedicaron sus esfuerzos a analizar la obra. Estoy enterado también de otra tesina universitaria en la que se examina mi novela por parte de una estudiante venezolana. Fue la investigadora misma la que se carteó conmigo desde París, ciudad donde la sostuvo académicamente[1].
He ahí la corta historia de este libro, comido después por el silencio.
Agrego que si La ciudad interior brilló por su ausencia en los estantes de las librerías colombianas, no dejó, por el contrario, de manifestar su presencia en Cuba y otros países aledaños, por obra y gracia del mismo Suárez-Galbán. Él mismo, autor de una enorme suma acerca del teatro del Siglo de Oro español, mantenía relaciones con aquel país “revolucionario”, por haber publicado las Cartas de Lezama Lima entre los años 1939 y 1976. Fue así como al desaparecer en cuanto editor, envió a dicho país sus libros publicados y acumulados en un depósito. Entre ellos, las existencias invendidas de La ciudad interior.
Para corroborar lo dicho, comento ahora que yo mismo recibí en una ocasión la noticia de la existencia del libro en un supermercado de Puerto Rico, gracias al testimonio directo de una pareja amiga residente en ese país. Y para termimar este corto anecdotario, añado que mi esposa lo reconoció un día en el bolsillo de la blusa de una enfermera del hospital universitario de Lausana. Sorprendida por esa casualidad, se enteró así de que la persona en cuestión lo había adquirido en un viaje a Cuba.
He ahí los avatares de un escrito agotado, y prácticamente muerto, aunque resucitado hoy por Sílaba Editores. Que reciban aquí mis sinceros agradecimientos.
Por último, una anotación de corte editorial. Esta edición reproduce el texto original, salvo pocas y necesarias correcciones y addenda. Solo las fotos que lo acompañan no son todas las mismas.
[1] He aquí el nombre de todos ellos: Jaime Alejandro Rodríguez, Carlos Luis Torres, Luz Mary Giraldo, Cristo Figueroa, Carolina Belalcázar Canal, Mayleh Sánchez. Menciono asimismo a Consuelo Triviño, quien escribió una reseña del libro publicada en Cuadernos Hispanoamericanos en febrero de 1995. No olvido tampoco a Darío Ruíz Gómez, autor de un temprano comentario aparecido en la revista Vía pública de Medellín en 1991.
I
Entré al apartamento. Elfie había viajado a Berlín, pero allí estaban las llaves, las plantas y una botella de vino con notas de Bienvenu. Coloqué el manuscrito en un lugar visible, para no perderlo de vista, y al catalejo lo puse a reposar entre unos libros.
“Que se vaya acostumbrando al mundo”, pensé.
La realidad del lugar fue tan aplastante, que me sentí como si nunca hubiera salido de allí. Supuse que al franquear la puerta venía de la panadería o de un bistrot cercano, jamás de otro continente situado a miles de kilómetros y horas y horas de vuelo sobre el mar.
Busqué el pan por todas partes, pero no lo encontré.
Estaba en esas, cuando tropecé con un montón de periódicos. Abrí el primero, atraído por el “Miller” escrito arriba, sobre el borde, con la letra de Elfie. Hojeándolo, me acordaba de los recortes de prensa que de tanto en tanto recibía de ella en Caracas. Todos me ponían a soñar.
Leí, leí y de pronto me entró una comezón extraña; subía desde las pantorrillas como oleadas de calor agradable y se ponía a hacer círculos alrededor del ombligo.
Me levanté lentamente y caminé distraído hacia el baño, miré de reojo al manuscrito y en el pasillo salí disparado hacia la puerta. Corrí como un poseso por las escaleras; creo que las bajé volando.
Me paré jadeando en la Plaza de Rungis. Abrí el periódico que tenía apretado entre las manos y volví a leer.
Henry Miller: París higiene
Un simple paseo a pié por las barriadas inmediatas a París:
Montrouge, Gentilly, Kremlin-Bicêtre, Ivry, bastaban
para hacerme perder el equilibrio durante el día. Yo gozaba
la voluptuosidad particular de sentirme descentrado
a una hora temprana de la mañana. (Esos paseos antes
del desayuno eran de orden “higiénico”; con el espíritu
libre y vacío me preparaba fisica e intelectualmente a
mis largas jornadas de trabajo en la máquina de escribir).
Tomando la calle de la Tombre Issoire, giraba hacia los
bulevares exteriores, después penetraba en las barriadas,
dejando que mis pies me condujeran según su fantasía.
De regreso me enrumbaba invariablemente por la Plaza
de Rungis, que misteriosamente me hacía pensar en ciertas
escenas de la película de Buñuel, L’Age d’Or, con sus
nombres curiosos de calles bizarras y su atmósfera llena
de niños y monstruos salidos de otro mundo. Era para mí
un barrio irreal y seductor…
La Plaza de Rungis, sí. ¿Cómo no iba a responder a su llamado? A mí también me traía recuerdos cotidianos cuando venía a comprar comestibles en el supermercado que quedaba en uno de sus costados. De tanto verla, la rutina le había quitado el encanto que se adhiere a veces a las cosas.
La primera vez que estuve en ella fue de mañana, bien temprano. Me senté en un café esquinero a desayunar, pero no pude hacerlo. La medialuna que había pedido se me atoraba con la vista horrible de un depósito de mercancías que veía a través de la ventana. Frente a mí, una brasileña loca que me acompañaba, hablaba y hablaba con la misma facilidad con que engullía medialuna tras medialuna. Salí de allí mareado y ahíto con el chorro de palabras y comida ingerida por ella.
Era otoño y las hojas de los árboles caían lentamente. En ese momento me di cuenta de que la Plaza era irreal, de que yo no estaba allí. Irreal, irreal como la carrera que acababa de emprender desde el boulevard Arago hasta aquí, Place Rungis y Bobillot. Corriendo por las calles, impulsándome con su aroma, deslizándome sobre un lecho de rosas para llegar aquí, rue Bobillot.
La remonté, como lo había hecho esa mañana después de despedirme de la brasileña. Me sentí libre, sin más ataduras que los cordones de mis zapatos, porque hasta los recuerdos me servían de tiovivo, de impulso vital.
Saqué de mi bolsillo el catalejo y observé a lo lejos, apoyándome en un árbol, el depósito aquel que me había quitado el apetito. Lo vi bello, esplendoroso, lleno de mercancías y promesas, de países lejanos, de paqueticos, ¡de sorpresas! Lo vi en toda su irrealidad, como hay que mirar las cosas.
En ese instante me pareció ver a Buñuel volteando la esquina de la rue de la Fontaine-à-Mulard; iba con Miller enfrascado en un diálogo severo.
Volví a abrir el periódico y continué leyendo.
Subiendo por la calle de la Fontaine-à-Mulard, luchaba
frenéticamente por contener mi éxtasis, luchaba por fijar
y guardar en mi espíritu (hasta después del desayuno), tres
imágenes enteramentre disímiles, que si lograba fundirlas
en conjunto, me permitirían atravesar una esquina en un
pasaje difícil (de mi libro), donde me había sido imposible
introducirme el día anterior.
Me paré ahí porque yo también estaba en un pasaje difícil, acordándome de mi manuscrito y sin saber qué hacer, si continuar escribiendo (perdón, paseando, quería decir), o si debía regresar al apartamento a darle a las teclas cual un escritor serio. Sin saber qué hacer: eso era lo maravilloso. Siempre vagando por una hoja en blanco sin saber cómo acabaría, cómo daría vueltas por un recodo, deteniéndome aquí y allá, haciendo figuras, dando sentido, enhebrando contextos, realidades.