En esta ocasión, Sílaba Editores nos comparte un texto sobre Ricardo Cano Gaviria, que viene el libro de entrevistas: Palabras de autor de Marcos Fabián Herrera.
Palabra de autor
Marcos Fabián Herrera
Entrevistas
El refugio de la locura
Ricardo Cano Gaviria
Es uno de los últimos escritores que profesan con inigualable fervor el credo de la literatura, un hombre que ha hecho de la escritura un sendero de extensión del goce de lo leído. Sus libros, sui generis obras de imaginación y cultura, se sustraen de los tópicos que por décadas han asfixiado a la literatura colombiana. Ricardo Cano Gaviria nació el 8 de mayo de 1946 en Medellín, signado por la trashumancia y el exilio. Ha franqueado París, Barcelona y en la actualidad reside en Montblanc, provincia de Tarragona, en España. Al igual que sus novelas, relatos y ensayos, sus opiniones son densos testimonios que escapan de los mentados clichés y endemias, que celebra la frivolidad parroquial. Es autor de los siguientes libros: Prytaneum, Las jornadas de Bouvard y Pécuchet, El buitre y el Ave Fénix, Una lección de abismo, y Gombrowicz y la seducción, así como de una biografía de José Asunción Silva.
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Ese críptico y anacrónico cenáculo que controla y moldea a la pintoresca clase política en tu novela Prytaneum, en la actualidad colombiana parece tener un rabioso y empecinado parentesco con la realidad. ¿Estamos condenados, como en una ficción borgiana, al eterno retorno en la postergada modernidad cultural colombiana?
Para no hablar de cosas como la tradicional falta de contactos con lo universal de la cultura colombiana, de la orientación castiza que la define en el siglo XIX, principalmente a través de sus presidentes gramáticos, y de lo que Vargas Vila llamaba Césares de la decadencia, te diré simplemente que en Prytaneum la cuestión de fondo es el lugar del otro: la cultura otra, la heterodoxia reprimida a nivel cultural, que lleva a la heterodoxia mental, la locura. Pues la locura no es más que el refugio que le queda al final a quien quiere ser reconocido como otro sin lograrlo. Ahora bien, una cultura donde no hay lugar para el otro, ni para su forma de ver las cosas, es una cultura naturalmente impositiva y excluyente. Es como si en la fórmula del genoma cultural colombiano faltase un ingrediente, el cívico (¿qué es el civismo?, ¿la voluntad de respetar a los demás?), que empezó a implantarse en Europa tras la revolución francesa. Por eso los caminos que ha seguido la mutación que ha dado origen a la singularidad colombiana son muy intrincados, aunque uno puede olfatear algunos síntomas y algunos ingredientes: entre estos la imagen teocrática del Estado, y entre aquellos la violencia física y mental contra el otro. Pues bien: la leguleyería es una forma de violencia mental que tiene por principio eludir la lógica y la moral: si la hermenéutica es el arte de interpretar para acercarse a la realidad, la leguleyería es el arte de malinterpretar para alejarse de lo verdadero y lo justo. Por eso Colombia, más hija de Santander que de Bolívar, ha sido maestra en leguleyos y pobre en hermeneutas: nadie diría que Uribe y sus seguidores son hermeneutas, ¿verdad? Pues lo que hacen ahora con la Constitución es una obra maestra de leguleyería: el leguleyo es un irrespetuoso, que cree que el mundo existe a la medida de su culo, y por eso intenta convertirlo en papel higiénico. Y se admira a sí mismo, no por justo sino por avispado: en el mejor de los casos, la versión actual del Prytaneum será esa sociedad de avispados en leyes que se alejan de la verdad y de la moral, sociedad que configura el actual avispero colombiano.
Sus libros recuerdan la sentencia de José Martí: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero que el tronco siga siendo el mismo”, al plantear un diálogo altivo, sinérgico y sin complejos, con las diversas tradiciones europeas. ¿La literatura colombiana sigue ensimismada?
En la frase de Martí se habla de tronco y de injerto: es de esa manera como se obtienen nuevas especies. El equivalente de esa metáfora creo que es el mestizaje, la realidad del mestizaje. ¿Mezclar lo autóctono con lo europeo? ¡Pero si lo europeo es ya el resultado de una mezcla de lo autóctono con lo foráneo, es decir, un producto del mestizaje! Yo no sé si se puede decir que la literatura colombiana siga ensimismada en el mismo sentido que antes. Pues antes lo que ocurría es que no quería ver la realidad, mientras que ahora pienso más bien que no puede. Por sus territorios soplan vientos de universalidad, pero se trata de una universalidad sin consistencia, una universalidad de cartón piedra: esa genuina universalidad respaldada en lo singular que emanaba la obra de un García Márquez parece agotada, y se ve que los intentos de los autores posteriores, en busca de algo real, no llegan a cuajar salvo en contadas excepciones. Liberados ya de las viejas coerciones esos autores se esfuerzan en vano, ¿pero en qué otro país latinoamericano se tiene la sensación de que las cosas van mejor? Posiblemente tengamos que ser realistas y aceptar que por el momento no se puede esperar mucho. Estamos en un momento reflexivo que deberíamos aprovechar para estudiar como etnólogos las costumbres de los escritores e intelectuales y sus formas de actuar. Por un lado, hay cada vez más endogamia ¿Endogamia he dicho? Hay un estrato de intelectuales y escritores que viven en su faceta más descarnadamente zoológica: animales de presa, que no solo se quedan con los mejores trozos, sino que vigilan para que la pitanza se mantenga siempre entre los mismos. En ese sentido, Colombia es un modelo; cambian los presidentes, cambian los partidos en el poder, pero la gente que controla las cosas a nivel cultural e intelectual es siempre la misma. Por otro lado, hay cada vez más escritores y menos intelectuales, aunque algunos escritores posan de intelectuales. Pero la figura del intelectual prácticamente ha desaparecido: ahora lo que hay son opinadores profesionales. Profesionales de la opinión que disertan sobre el bien y el mal para complacencia de buenos y malos, o incluso politólogos, pero en ningún modo intelectuales. En cuanto a la literatura como realidad en sí misma, está a punto de desaparecer, a pesar de que haya cada vez más novelistas y poetas: lo que estos nos intentan demostrar, con ayuda de las editoriales y los periódicos, es que pueden vivir sin el ritual de la literatura, que era un ritual cálido y humanista. ¿Ha generado eso un nuevo ensimismamiento? Seguramente sí, en la medida en que la literatura era nuestro principal vínculo con una realidad bifásica: la de la historia y la literatura. Ahora la realidad es monofásica: la historia. Con relación a ella, por fortuna, hay escritores jóvenes que por haber incursionado en otras literaturas han podido mirar afuera y están planteando cosas muy interesantes, en cuanto a lo que podría ser una deconstrucción de la cultura y la historia colombiana, lejos ya de la zona del boom. El problema está en que tienen que actuar en medio de un aparato editorial que quiere convertirlos en un producto más, en escritores mediáticos, y que, como Fausto, ellos terminan pactando con ese demonio: por eso cuando tienen que hablar de sus propias literaturas y situarse en los panoramas nacionales se arrojan de nuevo en brazos de la endogamia, expresada a través del deseo de complacer, que es el principal de nuestros males, creo.
La escogencia de temas, personajes y situaciones, como el suicidio de Walter Benjamin y el influjo adverso de una deidad cananea como Moloc, confieren a tu literatura un cariz ecuménico y nos recuerda el asidero histórico de toda ficción. ¿Cómo explicar esa veta temática en tu obra?
No es fácil definir el proceso mediante el cual un escritor elige sus temas. Entre los escritores que se precian de ser un poco listos, está de moda decir que el escritor no elige sus temas sino que estos lo eligen a él, lo cual después de todo es cierto. El que no escribe a partir de unos fantasmas, en el sentido casi freudiano, creo que está aislado de sí mismo como escritor. En tu pregunta utilizas dos expresiones: “cariz ecuménico” y “asidero histórico”. Yo diría que el primero depende de la cultura y la altitud de miras, y yo siempre dentro de mis limitaciones he tendido a mirar lo más lejos posible; en ese sentido, el cariz ecuménico sería como el globo en el que uno se eleva para intentar mirar lo que hay alrededor, y para ver el lugar propio desde la mayor altura posible: el “asidero histórico” es el lazo que mantiene al escritor unido a una raíz, es decir, el lazo que evita que el globo navegue o flote a la deriva. Toda buena literatura que se precie en ese sentido es la resultante de esas dos fuerzas. Incluso cuando se habla de extraterritorialidad creo que no se puede decir que el globo se haya quedado sin su amarra. Puede que uno descubra cómo su propio lugar se parece a otros lugares: me gusta imaginar cómo hubiera sido mi vida si hubiera nacido en otro país, otra cultura: esta curiosidad es expresión del deseo de ponerse en el lugar del otro. Me refiero al otro como doble o como posibilidad multiplicadora de sí mismo; pudiera ser que en ese sentido el escritor extraterritorial no fuera más que el que es capaz de multiplicarse, pero eso no significa que su globo no tenga un “asidero histórico”. Pues la historia nos contiene como un relato total en el que estamos y solo cuenta, a la hora de la creación, la capacidad de visionar esa inserción: lo que pasa es que hay gente mezquina que antepone su incapacidad de ver a los que ven de otra manera. En realidad, merecerían el título de “emprobrecedores de la visión del mundo”.
En el libro de conversaciones con Mario Vargas Llosa, El buitre y el ave fénix, anotas en referencia a la frecuente proscripción del escritor latinoamericano que “ese hombre que elige ser dos hombres tiene una marcada tendencia, en América Latina, al exilio geográfico”. ¿Cómo ha determinado su exilio la carrera de escritor?
El exilio en mi vida es una categoría congénita. El primer intento de fuga se dio en mí cuando tenía cuatro o cinco años: duró poco, me capturaron a las pocas horas. En cuanto al segundo intento, fue totalmente exitoso: todavía no me han capturado, aunque hay gente por ahí que quiere capturarlo a uno por cualquier cosa, por ejemplo, por no vivir en Colombia. En fin, yo diría que el exilio geográfico en nuestros países es una tendencia natural del escritor, en la medida en que la cultura de estos países es una síntesis en la que la mayoría de la veces los principales ingredientes son de origen occidental: eso es un hecho, y las reacciones a favor de lo autóctono, que pretenden amputar todo lo que viene de fuera, son enfermedades infantiles que normalmente acaban enemistándose con todo, con la moral e incluso con la lógica, porque resulta que esta, tal como la conocemos, tiene origen griego. El exilio ha marcado mi carrera, en primer lugar, descalificando esta palabra: no ha sido una carrera, sino un paso a paso de tortuga. Pues no ha sido fácil enfrentarse desnudo a todos los clichés con que, después del boom, se ha pretendido encerrar al escritor latinoamericano; y ahora que las cosas parecen haberse aclarado, resulta que nadie tiene en cuenta que uno llevaba ya treinta años diciendo lo que ya es una evidencia para los más jóvenes.
Gracias a la revista Hora de poesía disfrutamos de bellas versiones de poetas de muchos países y lenguas. ¿Qué significó la codirección de una revista de poesía en un mundo editorial que ha entronizado la prosa?
Participé en esa revista por una especie de mimetismo con Rosa Lentini, su directora y luego codirectora, y como un nivel de la expansión de nuestra relación como pareja. Yo quería ayudarle a que la revista durara más y me metí de lleno en el tema de la autoedición para abaratar costes: a partir de un momento la revista la montaba yo al ordenador. Todo se mezclaba, el montar la revista, el participar en sus contenidos: disfruté mucho y logramos llegar al número cien. Creo que si no es por esa ayuda no llega y se cierra antes. Leí mucha poesía, aprendí a temer a los poetas ofendidos, supe lo que es la poesía como lobby o grupo de presión a través de la poesía de la experiencia. Luego nos metimos en la aventura de Igitur, en la que hoy navegamos en medio de la tempestad agarrados a los maderos como los náufragos de la Medusa. ¿Será por eso que nos gusta tanto el título de Ungaretti previo a La Alegría: la “alegría de los naufragios”?
¿Y en su obra qué lugar ocupa la poesía?
La poesía, como la música, como la pintura –y creo que en ese mismo orden– es para mí básica. Me remito a una entrevista reciente, de la que entresaco este párrafo: “Actualmente opino que lo que hay en mí de poeta se refleja más bien en lo que hago como novelista… Si esto es así, ocurrirá a favor de las novelas que escribo, porque creo que la verdadera vocación de la novela es la poesía, y que sin poesía, en el sentido profundo, no hay novela”. Aquí suelo volverme un poco ecléctico y recordar una afirmación de Heidegger: “El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y los poetas son los guardianes de esa morada”. Me gustaría creer que si la “poesía” es la forma más esencial y elevada del lenguaje humano, del hablar, en ese concepto de “poesía” tiene cabida la novela, como algo creado con la palabra, junto a los demás géneros. ¿Quién dudaría de que ahí estaría Hermann Broch, con La muerte de Virgilio, o Malcom Lowry, con Bajo el Volcán?
Usted es uno de los escasos escritores colombianos alejados del barullo mediático y de la promiscuidad promocional. ¿Resulta difícil la divulgación de una obra cuando se está al margen de la figuración y los entramados comerciales?
Resulta muy difícil por no decir que es casi imposible. Creo que hay que aprender a sobrevivir como escritor gracias a muy poca gente, muy pocos lectores; ocurre además que, como me gusta mucho opinar y tiendo al pensamiento centrífugo, por aquello del innato deseo de fuga, muchas veces lo que digo resulta inconveniente.
Sabemos de su juiciosa y fecunda labor de traducción y edición de poesía, junto a la escritora Rosa Lentini, en el sello Igitur. ¿Qué voces de la reciente lírica española destaca?
Descubrimos a una joven poeta que hoy está siendo muy solicitada y hemos publicado también a otros autores. Por una afinidad natural, tendemos a identificarnos con aquellos que no ponen límites a la poesía, y que no pretenden ser comisarios de los demás, predicando que la poesía es un asunto del sentido común, entendiendo por tal el que huele a mesa de café. Cuando estos señores hablan de realidad, uno piensa en Sancho Panza, mientras que la verdadera realidad está en la cabeza de Alonso Quijano. A mí se me antoja que desde lo alto de las aspas de su molino lo que él vio fue el futuro, y debió quedarse muy sorprendido al averiguar que ese futuro era por cierto muy francés: Vio a Balzac, a Flaubert, a Baudelaire, a Rimbaud y a Mallarmé.
Su escritura trasluce un fructífero maridaje con la poesía, un labrado vínculo con la belleza narrativa, que en algunos de tus obras obedece a un deliberado propósito que busca ironizar con el lenguaje. ¿Existe algo que pueda llamarse belleza estilística?
¿Si un estilo es bello, es por ello “poético”? Yo creo que no; la belleza sola, aprehendida en sí misma, no es una cualidad. Y tampoco lo bello es por sí mismo poético. Todo el arte moderno en poesía, desde Baudelaire, es en cierta forma una crítica de lo bello. Lo que pasa es que, a lo mejor en alguna novela, como en Una lección de abismo, he cultivado intencionadamente esa belleza estilística, porque su personaje central, Jasmin, era un “esteta” y estaba impregnado de toda esa manera de ver las cosas y el mundo. Ama la ópera, escribe bellos pensamientos, etc., al tiempo que se enfrenta con lo siniestro, y en su tarea es quizás tan coherente que cierto tipo de lectura tiende a atribuirle todas esas cosas al mismo autor. Por eso, si hay un fallo en ella es quizás el de confiar demasiado en la perspicacia del lector, en su capacidad de captar ciertos registros irónicos, que en el lector de hoy tienden a desaparecer. Sí te confieso que busco una cierta magia del lenguaje, una cierta vida de las palabras en la escritura, en la que ellas digan lo que tienen que decir con una cierta luz. En el estilo tiene que haber savia, es decir, sabiduría del lenguaje, y la percepción de estas dos cosas siempre se entiende como algo bello, aunque a veces se utilicen palabras feas o malsonantes. Pero el estilo es algo muy serio, que constituye la verdadera aspiración del autor (una aspiración en la que se mezclan de la forma más cruenta vida y literatura) y por eso me gusta mucho reflexionar sobre aquella frase de Flaubert que dice más o menos así: “La perla es la enfermedad de la ostra y el estilo el derrame de un dolor más profundo”.