Antojos |
Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores y reseñados en La cebra que habla.
A eso de las nueve, su madre, misiá Helena, golpeó de nuevo a su puerta. Ella se acurrucó contra una esquina y comenzó a temblar, ligera, y en medio de aquellos temblores intentó retener la respiración. Su madre habría sido el blanco de ciertas burlas y ciertas compasiones que detestaba y el enojo se le notaba en la voz, aunque hiciera hasta lo imposible por disimularlo, en la voz y en ese Helena María que siempre fue la señal de los regaños y castigos que más tarde llegaban. Helena María, ábreme la puerta que esto es muy serio, no es un juego. Y el silencio. ¿Estás enferma?, ¿te pasa algo?, preguntaba minutos después, cariñosa y nerviosa a la vez. Dime algo, lo que sea, mija, pero dime algo. Helena quería responder, abrazarse con su madre en un abrazo sin fin, pero ceder en aquel instante era aceptar ante el mundo que su encierro había sido un capricho de niña consentida, y nadie comprendería la gravedad de la situación, la gravedad de su situación. Si aguantaba más, el capricho ya no sería capricho, sería locura, embrujo, un acto del demonio, algo profundo e importante que sólo podría ser tratado por monseñor o por un médico. Quizás habría que llevarla a Estados Unidos o a Europa. Helena María, tu comportamiento es inadmisible, ¿no te da vergüenza con la gente, con el señor Veliz, con tu madre que se está muriendo de los nervios? Ahora quien la regañaba era su padre que empezaba a soltarse en un rosario de sermones sin orden ni lógica ni aparente fin. Helena continuaba en su rincón. Por momentos temblaba, por momentos lloraba o sonreía. De cuando en cuando se sacaba su sortija y observaba a través de ella la luna y se imaginaba una sortija tan brillante como la luna, así de blanca, con sus sombras y relieves. Después cerraba los ojos y volvía a su diálogo inconcluso con Dionisio. Y entonces qué es el amor, a ver, dímelo tú que todo lo sabes. Yo puedo saber qué no es el amor, y definitivamente, no es lo que sientes por el señor Veliz. Podría serlo si vemos la situación a primera vista, es un tipo buen mozo, fino, de apellidos, sano, el hombre de los sueños para cualquier mujer. Pero no para ti, y tú lo sabes, lo supiste desde el primer día que lo viste. Está bien, está bien, me equivoqué, ¿y ahora qué?
La respuesta nunca llegó. Helena reconoció a Alfredo Veliz que le decía te amo, Helena, mi amor, ábreme, por lo que más quieras, mira, aquí te traigo a Neptuno que está muy triste. Y explotó. Lanzó floreros, jarras, muñecos y vasos contra la puerta. Gritó que la dejaran en paz, que ella quería estar sola, que no se metieran en su vida. Misiá Helena propuso que se fueran a dormir, mañana será otro día. Don Fernando acató la orden velada, atragantado con mil reproches hacia su hija. El señor Veliz entendió que hasta ahí había llegado su matrimonio, que por más amor que sintiera por aquella mujer, no iba a soportar, o a esperar, o a temer sus crisis todos los días de una vida. Sentía miedo, y angustia, y dolor, y lástima, y rabia. A veces se creía culpable, a veces, ultrajado. Sin embargo, por momentos, una nube de esperanza lo cobijaba. Él podría sacar a Helena de allí, llevarla de la mano con paciencia y amor hacia la otra vereda, quitarle los miedos. Era feliz cuando imaginaba aquella posibilidad: una vida juntos, una familia, ella riendo y gastando bromas, él pendiente de que nada hiciera falta, los perros por ahí, unos echados, otros jugueteando con los niños. Entonces se impulsaba para regresar a la puerta maldita, pero la fuerza de lo pasado y el rencor y el miedo lo paralizaban.