Porque Frank Sinatra estaba ahora involucrado con muchas cosas que incluían a muchas personas: su propia compañía de cine, su compañía discográfica, su aerolínea privada, su empresa de piezas para misiles, sus bienes raíces en todo el país, su servicio personal de setenta y cinco empleados
Por: Gay Talese
Con un vaso de bourbon en una mano y un cigarrillo en la otra, Frank Sinatra estaba de pie en un rincón oscuro de la barra del bar, entre dos atractivas pero ya algo mustias rubias que esperaban sentadas a que él dijera algo. Pero él no decía nada; había estado callado casi toda la noche, salvo que ahora en este club privado de Beverly Hills parecía todavía más distante, extendiendo la vista entre el humo y la semipenumbra hacia un amplio recinto más allá de la barra donde decenas de jóvenes parejas se apretujaban en torno a unas mesitas o se retorcían en medio de la pista al metálico y estrepitoso ritmo del folk-rock que salía a todo volumen del estéreo.
Las dos rubias sabían, como sabían los cuatro amigos de Sinatra que lo acompañaban, que era mala idea forzarlo a conversar cuando él andaba en esa vena de silencio hosco, humor que no había sido nada raro en esa primera semana de noviembre, a un mes apenas de cumplir cincuenta años.
Sinatra venía trabajando en una película que ya no le gustaba, que no veía la hora de acabar; estaba harto de toda esa publicidad sobre sus salidas con la veinteañera Mia Farrow, que esta noche no había aparecido; estaba molesto porque un documental sobre su vida que iba a estrenar la CBS en dos semanas se inmiscuía en su privacidad e incluso especulaba sobre una posible amistad suya con jefes de la mafia; estaba preocupado por su papel estelar en un programa de una hora de la NBC titulado Sinatra: un hombre y su música, en el que tendría que cantar dieciocho canciones con una voz que en ese preciso momento, a pocas noches de comenzar la grabación, estaba débil, áspera y dubitativa.
Sinatra estaba enfermo. Era víctima de un mal tan común que la mayoría de las personas lo consideraría trivial. Pero cuando este mal golpea a Sinatra puede precipitarlo en un estado de angustia, de profunda depresión, de pánico e incluso de ira. Frank Sinatra tenía un resfriado.
Sinatra con gripe es Picasso sin pintura, Ferrari sin combustible…, sólo que peor. Porque el catarro común le roba a Sinatra esa joya que no se puede asegurar, la voz, socavando hasta el corazón de su confianza; y no sólo le afecta su psique, sino que parece generar una suerte de secreción nasal psicosomática a las docenas de personas que trabajan para él, que beben con él, que lo aman, que dependen de él para su propio bienestar y estabilidad.
Sin duda, un Sinatra con gripe puede, en modesta escala, desatar vibraciones por toda la industria del entretenimiento y más allá, tal como un presidente de Estados Unidos con sólo caer enfermo puede estremecer la economía de la nación.
Porque Frank Sinatra estaba ahora involucrado con muchas cosas que incluían a muchas personas: su propia compañía de cine, su compañía discográfica, su aerolínea privada, su empresa de piezas para misiles, sus bienes raíces en todo el país, su servicio personal de setenta y cinco empleados, todo esto una fracción apenas del poder que él es y que ha llegado a representar. Parecería también haberse convertido en la encarnación del macho completamente emancipado, quizás el único en América, el hombre que puede hacer lo que le venga en gana, cualquier cosa, que puede hacerlo porque tiene el dinero, la energía y parece que la falta de culpa.
En una época en que los más jóvenes parecen tomar el mando con protestas, piquetes y exigencias de cambio, Frank Sinatra sobrevive como un fenómeno nacional, uno de los primeros productos de preguerra en haber resistido la prueba del tiempo. Es el campeón que reaparece por la puerta grande, el hombre que lo tuvo todo, lo perdió y lo volvió a recuperar, sin permitir que nada se interpusiese en su camino, haciendo lo que pocos hombres pueden: se desarraigó, dejó a su familia, rompió con todo lo que le era cercano, aprendiendo de paso que una manera de retener a una mujer es no reteniéndola. Ahora goza el cariño de Nancy y Ava y Mia, finos ejemplares femeninos de tres generaciones, y todavía cuenta con la adoración de sus hijos y la libertad de un soltero.
No se siente viejo, hace que los viejos se sientan jóvenes, hace que piensen que si Frank Sinatra puede hacerlo, entonces puede hacerse; no que ellos puedan hacerlo, pero así y todo a otros hombres les agrada saber, a los cincuenta, que aquello puede hacerse. Pero ahora, allí de pie en ese bar de Beverly Hills, Sinatra tenía resfriado y seguía bebiendo en silencio y parecía a leguas de distancia en su mundo privado, sin inmutarse siquiera cuando el equipo estéreo del otro recinto cambió a una canción suya: In the Wee Small Hours of the Morning.
Se trata de una hermosa balada que había grabado por primera vez hacía diez años y que ahora motivaba a numerosas parejas de jóvenes que se habían sentado, cansadas del twist, a levantarse y empezar a moverse lentamente por la pista de baile en un apretado abrazo. La entonación de Sinatra, vocalizada con toda precisión y sin embargo rica y fluida, le daba un sentido más hondo a la sencilla letra:
«En las primeras horas del amanecer / mientras el mundo entero duerme profundamente / yaces despierto y piensas en la chica…».
Era, como tantos clásicos suyos, una canción preñada de soledad y sensualidad que, mezclada con la luz tenue y el alcohol y la nicotina y las necesidades de la madrugada, se convertía en una especie de vaporoso afrodisíaco.
Sin lugar a dudas las letras de esta canción y otras parecidas habían inspirado a millones de personas: era música para hacer el amor, y sin duda mucho amor se había hecho a su ritmo por toda Norteamérica, de noche en los automóviles mientras las baterías se agotaban, en las cabañas junto al lago, sobre las playas en las templadas noches veraniegas, en parques retirados y áticos exclusivos y habitaciones amuebladas; en camarotes de cruceros y taxis y casetas; en todas partes donde se pudieran oír canciones de Sinatra sonaban estas palabras que calentaban, cortejaban y conquistaban mujeres, rompían el último hilo de inhibición y complacían los egos masculinos de ingratos amantes: dos generaciones de hombres se habían beneficiado de estas baladas, por lo que estaban eternamente en deuda con él, por lo que acaso eternamente lo odiarían. No obstante, ahí estaba él, el hombre en persona, a altas horas de la noche, en Beverly Hills, fuera del alcance de tiro.
Las dos rubias, que parecían tener treinta y tantos, se veían acicaladas y pulidas, sus cuerpos maduros ceñidos suavemente por unos oscuros trajes. Cruzaban las piernas, encaramadas en los altos taburetes de la barra. Escuchaban la música. Entonces una de ellas sacó un Kent y Sinatra se apresuró a ponerle debajo su encendedor de oro, y ella le sostuvo la mano, mirándole los dedos: eran nudosos y despellejados, y los meñiques sobresalían, tan tiesos por la artritis que a duras penas los podía doblar. Como de costumbre, él vestía de manera inmaculada. Llevaba un traje gris oscuro con chaleco, un traje de corte conservador por fuera pero ribeteado por dentro en seda colorida.
Los zapatos, británicos, parecían lustrados hasta por las suelas. También llevaba, cosa que al parecer sabía todo el mundo, un muy convincente peluquín, uno de los sesenta que posee, en su mayor parte a cargo de una imperceptible señora de pelo gris que lo sigue, con el pelo del artista en una carpetilla diminuta, dondequiera que se presenta. Ella gana 400 dólares por semana. Lo más distintivo del rostro de Sinatra son los ojos, azules claros, alertas, ojos que en un segundo pueden ponerse fríos de la rabia o arder de afecto o, como ahora, reflejar un vago desprendimiento que mantiene callados y apartados a sus amigos.
Leo Durocher, uno de los amigos más cercanos a Sinatra, jugaba al billar en la salita que había detrás de la barra. De pie junto a la puerta estaba Jim Mahoney, el agente de prensa de Sinatra, un joven algo rechoncho, de mandíbula cuadrada y ojos estrechos, que tendría aspecto de detective irlandés de no ser por los costosos trajes europeos que se pone y sus exquisitos zapatos, a menudo adornados con relucientes hebillas. También ahí cerca estaba un actor fornido, de espaldas anchas, que pesaba más de noventa kilos, llamado Brad Dexter, que siempre parece sacar pecho para que no se le vea la barriga.
Brad Dexter ha figurado en varias películas y programas de televisión, exhibiendo buen talento como actor de carácter, pero en Beverly Hills es igualmente conocido por el papel que desempeñó en Hawai hace dos años, cuando nadó ciento ochenta metros para salvar a Sinatra de ahogarse en una contramarea. Desde ese día Dexter se convirtió en uno de los fieles compañeros de Sinatra, y fue nombrado productor en su empresa de cine. Ocupa una lujosa oficina cerca de la suite ejecutiva de Sinatra, y busca sin descanso derechos literarios que puedan convertirse en nuevos papeles estelares para él.
Cuando se encuentran entre extraños, se preocupa porque sabe que Sinatra les saca lo mejor y lo peor a las personas: algunos tipos se ponen agresivos, algunas mujeres se ponen seductoras, otros se quedan evaluándolo con escepticismo, el lugar como que se intoxica con su mera presencia, y a lo mejor el propio Sinatra, si se siente tan mal como esta noche, podría ponerse intemperante o tenso, y entonces: titulares. De modo que Brad Dexter trata de anticiparse al peligro y prevenir a Sinatra. Confiesa que se siente muy protector con Sinatra, y admitía hace poco, con franqueza: «Mataría por él».
Aunque esta afirmación podría parecer de un dramatismo estrafalario, particularmente si se saca de contexto, expresa sin embargo la fiera lealtad que es bastante común dentro del círculo especial de Sinatra. Es una característica que Sinatra, sin expresarlo, parece preferir: Hasta el final, Todo o nada. Se trata del siciliano que hay en él: no les permite a sus amigos, si quieren seguir siéndolo, ninguna de las fáciles dispensas de los anglosajones. Pero si le son fieles, no hay nada que por su parte él deje de hacer: fabulosos regalos, gestos personales, ánimo cuando están abatidos, adulación cuando están en la cima. No obstante, más les conviene recordar una cosa. Él es Sinatra. El jefe. Il Padrone.
El verano pasado yo había presenciado esta faceta siciliana de Sinatra en la taberna Jilly’s, en Nueva York, la única vez que pude verlo de cerca antes de esa noche en el club de California. Jilly’s, que está en la calle 52 Oeste de Manhattan, es adonde va a beber Sinatra siempre que se encuentra en Nueva York, y hay allí, apoyada contra la pared, una silla especial reservada para él en el salón trasero, silla que nadie más puede usar. Cuando él la ocupa, junto a una mesa larga y flanqueado por sus amigos neoyorquinos más cercanos (que incluyen al tabernero, Jilly Rizzo y la esposa de Jilly, Honey, una mujer de cabellos cerúleos y apodada la «Judía Azul»), tiene lugar una extraña escena ritualística.
Esa noche, decenas de personas, algunas de ellas amistades ocasionales de Sinatra, algunas simples conocidas, algunas ni lo uno ni lo otro, aparecieron a las puertas de la taberna. Se iban acercando como a un santuario. Habían venido a presentar sus respetos. Venían de Nueva York, Brooklyn, Atlantic City, Hoboken. Eran actores viejos, actores jóvenes, antiguos boxeadores profesionales, trompetistas cansados, políticos, un chico con un bastón. Había una señora gorda que decía recordar cuando Sinatra lanzaba el Jersey Observer al porche de su casa allá en 1933.
Había parejas de mediana edad que decían haber oído cantar a Sinatra en el Rustic Cabin en 1938, «¡Y supimos que era un triunfador!». O que lo habían oído cuando estaba con la orquesta de Harry James en 1939, o la de Tommy Dorsey en 1941 («Ajá, ésa era la canción: 77/ Never Smile Again…, la cantó una noche en aquel antro cerca de Newark y bailamos…»); o recordaban esa vez en el teatro Paramount con esas chicas desmayadas, y él con esos corbatines: la voz; y una mujer recordaba a ese muchachito horrible que ella conocía, Alexander Dorogokupetz, un alborotador de dieciocho años que le había arrojado un tomate a Sinatra, y las adolescentes que casi lo matan. ¿Qué sería de Alexander Dorogokupetz? La señora no lo sabía.
Y se acordaban de cuando Sinatra era un fracaso y cantaba basura como Mairzy Doats, y se acordaban de su resurgimiento; y esa noche todos estaban congregados a las puertas de Jilly’s, decenas de ellos, pero no podían entrar. Algunos se marchaban. Pero la mayoría se quedaba, con la esperanza de que en breve podrían abrirse paso a empujones o escurrirse en el recinto entre los codos y traseros de la barrera de tres hombres de espesor que bebían en la barra, y podrían echar un vistazo y verlo allá sentado al fondo. Todo lo que querían era eso: verlo. Y por unos instantes alargaban en silencio la vista entre el humo y se quedaban mirándolo.
Y entonces daban media vuelta, salían de la barra abriéndose paso a empujones y volvían a sus casas.
Algunos amigos cercanos de Sinatra, bien conocidos por los hombres que montan guardia en la puerta de Jilly’s, sí consiguen introducir un acompañante al salón de atrás. Pero una vez allí, también éste se las debe arreglar por su cuenta. Esa noche en particular, Frank Gifford, el ex jugador de fútbol americano, avanzó apenas seis metros en tres empujones.
Otros que alcanzaban a acercarse lo suficiente para estrecharle la mano a Sinatra, no se la estrechaban; se limitaban, en cambio, a tocarlo en el hombro o la manga, o simplemente se arrimaban para que los pudiera ver; y una vez él les hacía un guiño de reconocimiento o una inclinación de cabeza o pronunciaba sus nombres (tiene una memoria fabulosa para los nombres de pila), procedían a dar la vuelta y marcharse. Habían comparecido. Habían presentado sus respetos. Y al observar esta escena ritual tuve la impresión de que Frank Sinatra habitaba simultáneamente dos mundos que no eran contemporáneos.
Por un lado él es el swinger; el hombre mundano, como cuando charla y bromea con Sammy Davis Jr., Richard Conte, Liza Minelli, Bernice Massi y demás personajes de la farándula que se pueden sentar en su mesa; por el otro, como cuando saluda con la mano o una inclinación a sus paisanos (Al Silvani, el mánager de boxeo que trabaja en la compañía cinematográfica de Sinatra; Dominic Di Bona, el encargado de su vestuario; Ed Pucci, un ex delantero de fútbol americano que pesa 135 kilos y es su edecán), Frank Sinatra es II Padrone. O, mejor aún, uno de los que en Sicilia tradicionalmente se han llamado uomini rispettati: hombres respetados, hombres que son a un tiempo majestuosos y humildes, hombres amados por todos y muy generosos por naturaleza, hombres cuyas manos son besadas mientras caminan de pueblo en pueblo, hombres que personalmente se afanarían por reparar una injusticia.
Frank Sinatra hace las cosas personalmente. En Navidad escoge personalmente decenas de regalos para su familia y amistades más cercanas, recordando la clase de alhajas que les gustan, sus colores preferidos, las tallas de sus camisas y vestidos. Cuando la casa de un músico amigo suyo fue destruida y su esposa falleció por un derrumbe de lodo en Los Ángeles hace poco más de un año, Sinatra acudió personalmente en su ayuda: buscó otra casa para él, saldó las cuentas del hospital que no cubrió el seguro y supervisó personalmente la decoración de la nueva casa, la vajilla, la ropa blanca y el nuevo guardarropa.
El mismo Sinatra que hizo esto puede, en el espacio de una misma hora, explotar en un violento acceso de intransigencia si alguno de sus paisanos ejecuta mal un nimio encargo suyo. Por ejemplo, cuando uno de sus hombres le trajo una salchicha untada de ketchup, que Sinatra aborrece a todas luces, llevado por la ira le arrojó la botella al tipo, salpicándolo todo. La mayoría de los hombres que trabajan junto a Sinatra son grandes. Pero esto nunca parece intimidarlo ni sofrenar su impetuoso comportamiento con ellos cuando se enfurece. Jamás le devolverían el golpe. Él es Il Padrone.
Otras veces, por darle gusto, sus hombres reaccionan exageradamente a sus deseos: un día en que observó de paso que el gran jeep para el desierto que mantiene en Palm Springs quizás necesitaba una nueva pintura, la palabra recorrió a toda prisa los canales, cobrando cada vez más urgencia en el trayecto, hasta que acabó siendo la orden de que pintaran el jeep en el acto, inmediatamente, para ayer. Hacerlo requería contratar un equipo especial de pintores que trabajara toda la noche horas extras; lo que a su vez significaba que la orden tenía que retornar conducto arriba para su aprobación. Al llegar ésta por fin a su escritorio, Sinatra no entendía de qué se trataba; cuando cayó en la cuenta, confesó, con cara de cansancio, que no le importaba cuándo diantres le pintaran su jeep.
Así y todo no habría sido prudente que nadie hubiera tratado de adivinar su reacción, puesto que él es un tipo completamente impredecible, de humor variable y amplia dimensión, un hombre que responde de inmediato al instinto: de repente, de manera dramática y alocada, responde, y nadie puede predecir qué sigue. La señorita Jane Hoag, una reportera de la oficina de Life en Los Ángeles que había asistido al mismo colegio que Nancy, la hija de Sinatra, fue invitada una vez a una fiesta en la casa de California de la señora de Sinatra, en la que éste, que mantiene relaciones cordiales con su ex esposa, oficiaba de anfitrión.
Temprano en la fiesta la señorita Hoag, que se apoyaba en una mesa, sin querer tumbó con el codo un pájaro de una pareja de ellos de alabastro que había en ella, y éste se hizo trizas contra el suelo. En el acto, recuerda la señorita Hoag, la hija de Sinatra exclamó: «¡Ay, ése era uno de los preferidos de ma…!». Pero no alcanzó a terminar la frase cuando Sinatra le lanzó una mirada feroz, callándola; y mientras los otros cuarenta invitados presentes contemplaban mudos la escena, Sinatra caminó hasta ella, procedió a derribar con el dedo el otro pájaro de alabastro, que quedó hecho trizas también, y rodeó cariñosamente con el brazo a Jane Hoag diciéndole, con una voz que la tranquilizó por completo: «No pasa nada, nena».
Entonces Sinatra les dirigió unas pocas palabras a las rubias. Después se alejó de la barra y caminó hacia el salón de billar. Uno de los amigos de Sinatra se acercó a hacerles compañía a las damas. Brad Dexter, que estaba en un extremo conversando con otras personas, siguió a Sinatra.
En el salón chasqueaban las bolas de billar. Había cerca de una docena de espectadores, la mayoría hombres jóvenes que veían a Leo Durocher competir contra otros aspirantes a tramposos que no eran muy buenos. Este establecimiento de bebidas privado cuenta entre sus miembros exclusivos a muchos actores, directores, escritores, modelos, casi todos mucho más jóvenes que Sinatra o Durocher, y mucho más informales en la manera de vestir para la noche. Muchas de las jóvenes, de pelo largo y suelto que les caía por debajo de los hombros, llevaban pantalones estrechos que les ceñían las nalgas y suéteres muy costosos; y unos cuantos de los jóvenes llevaban camisas de terciopelo verde o azul y cuello alto, y pantalones estrechos y apretados con mocasines italianos.
Era evidente, por el modo como Sinatra miró a los ocupantes del salón de billar, que no eran de su estilo; pero se recostó contra un taburete alto adosado a la pared, sosteniendo su vaso en la mano derecha, sin decir nada, limitándose a ver a Durocher golpear las bolas de acá para allá.
Los jóvenes, acostumbrados a ver con frecuencia a Sinatra en el club, lo trataban sin deferencia, aunque sin ser ofensivos. El grupo juvenil era cool, de un cool muy californiano e informal, y uno de los más cool parecía ser un tipo bajito, de movimientos rápidos, que tenía un perfil anguloso, ojos azules pálidos, pelo castaño claro y gafas cuadradas. Vestía pantalones de pana, un suéter shetland peludo, una chaqueta de gamuza color canela y botas de guardabosque por las que hacía poco había pagado sesenta dólares.
Frank Sinatra, recostado en el taburete, entre sorbitos de nariz por lo de la gripe, no podía quitar la vista de las botas de guardabosque. En cierto momento, tras fijarse en ellas por un instante, desvió la mirada; pero ahora estaba otra vez concentrado en ellas. El dueño de las botas, que no hacía más que estar ahí con ellas puestas observando la partida, se llamaba Harlan Ellison, un escritor que acababa de terminar un guión de cine, El Oscar.
Al fin Sinatra no pudo contenerse más.
—¡Oye! —gritó con esa voz un poco áspera pero todavía suave y nítida—.
—¿Son botas italianas?
—No —dijo Ellison.
—¿Españolas?
—No.
—¿Son botas inglesas?
—Mire, amigo, no lo sé —replicó Ellison, frunciendo el ceño antes de darle otra vez la espalda.
El salón de billar se sumió en el silencio. Leo Durocher, que se agachaba listo para tacar, se petrificó por un segundo en esa posición. Nadie se movía. Entonces Sinatra dejó su taburete y con ese lento y arrogante pavoneo tan suyo caminó hacia Ellison. El seco taconeo de sus zapatos era lo único que sonaba en el recinto. Entonces, mirando desde arriba a Ellison, con una ceja arqueada y una sonrisita engañosa, Sinatra le preguntó:
—¿Espera una tormenta?
Harían Ellison dio un paso al lado.
—Oiga, ¿hay alguna razón para que usted me hable?
—No me gusta su forma de vestir —dijo Sinatra. En la sala se produjo un rumor y alguien dijo:
—Vamos, Harían, larguémonos de aquí.
Y Leo Durocher dio su tacada y dijo:
—Ajá, vamos. Pero Ellison no cedía.
—¿De qué vive usted? —le preguntó Sinatra.
—Soy fontanero —dijo Ellison.
—No, no, no lo es —se apresuró a exclamar un hombre del otro lado de la mesa—.
—Él escribió El Oscar.
—Ah, sí —dijo Sinatra—.
Bueno, pues yo la vi, y es una mierda.
—Qué raro —dijo Ellison—, porque ni siquiera la han estrenado.
—Bueno, pues yo la vi —volvió a decir Sinatra—, y es una mierda. Ahora Brad Dexter, muy preocupado, muy grande al lado de la pequeña silueta de Ellison, dijo:
—Vamos, muchacho, no te quiero en esta sala.
—¡Eh! —Sinatra interrumpió a Dexter—. ¿No ves que hablo con el señor?
Dexter quedó confundido. Entonces toda su actitud cambió, y la voz se le puso suave y le dijo a Ellison, implorándole casi:
—¿Por qué se empeña en molestarme?
Banda Sonora de esta 1ª Entrega