Y así es el mundo: un montón de gente solitaria corriendo en pos del dinero y la carne como última recompensa. Cohen lo supo como nadie y por eso en esa canción pudo agradecerle a Janis la compasiva, la fugaz redención de una mamada en el Chelsea Hotel…
Igual que tantas otras cosas importantes de mi vida, lo descubrí al promediar la década del setenta. Miriam, una profesora de música, libertaria y medio mística, nos compartió en el aula grabaciones en casete de algunos versos cantados por un poeta dueño de una voz densa y lenta que casi nos mata de aburrimiento.
Por esos días no entendí ni jota de la letra, pero de todas maneras el misterio- la sagrada esencia del misterio- anidó en alguna parte de mi ser adolescente.
Apenas un lustro después, cuando el mundo empezaba una época de pesadilla, como todas, pude asomarme al borde de la herida, porque eso era la canción: una herida renovada cada mañana por la voz de un poeta y músico llamado Leonard Cohen.
Chelsea Hotel es el título de esa historia en la que la habitación de ese mítico lugar es en realidad una metáfora del desarraigo, del profundo extrañamiento de quienes, como la mayoría de los habitantes de Norteamérica, han sobrevivido a todos los destierros.
Y Leonard- lo supe años más tarde- no era ajeno a esa condición. Hijo de una familia judía burguesa de origen lituano, sospechó desde muy temprano que el relato del Éxodo en el Antiguo Testamento era en realidad una clave cifrada del destino de los suyos y se preparó para enfrentarlo desde el fondo de sus entrañas.
Meditó mucho. Leyó cuanto libro estaba a su alcance, especialmente de poesía, filosofía, política y mística. Con esas armas, se sumergió en los profundos cambios sociales y culturales experimentados durante y después de la Segunda Guerra Mundial y vivió para cantarlo con esa voz suya llena de pausas y sugerencias de algo velado.
De lo que nunca se dice.
Con ese espíritu y esa voz nos legó versos como estos: “I remember you well in the Chelsea Hotel/ You were talking so brave on so sweet/ Giving me head on the unmade bed.”
“Valiente y dulce”. Nunca nadie, ni el más atinado de los cronistas, pudo definir con tanta precisión a Janis Joplin. Ni siquiera los que también se habían ido a la cama con ella. Solo un espíritu como el de Leonard supo vislumbrar la insondable desolación de esa mujer, para algunos la más original cantante blanca de blues, que la llevó a morirse de tristeza y rabia a los veintisiete años. “Those were the reasons/ And that was New York/ We were running for the money and the flesh”.
Esa era y es Nueva York. Y así es el mundo: un montón de gente solitaria corriendo en pos del dinero y la carne como última recompensa. Cohen lo supo como nadie y por eso en esa canción pudo agradecerle a Janis la compasiva, la fugaz redención de una mamada en el Chelsea Hotel: “You were famous, your heart was a legend/You told me again you prefered handsome men/But for me you would make an exception” dice al final de esa plegaria.
Por versos como estos, Leonard se hizo acreedor al Premio Príncipe de Asturias a las Letras en su edición 2011. Por alguna razón, los pontífices que determinan donde empieza y donde acaba la literatura no armaron la pataleta que le dedicaron al Nobel de Bob Dylan- otro desarraigado exitoso- hace apenas un par de años.
Tal vez los sorprendió con la guardia baja o ignoraban que el autor de Suzanne y Hallelujah, era un “simple” cantautor. A lo mejor pensaron que se trataba de un desconocido pero valioso autor llegado de las estepas rusas, igual que tantos judíos desterrados y tocados por el vuelo de la palabra y la poesía.
Quienes amamos la lucidez de sus versos y la suave cadencia de su voz no nos curamos de la ausencia de ese hombre que una vez se recluyó en un templo budista, para regresar con más bríos a cantarle al oído a una de las mujeres que amó y lo amaron: “Dance me to the end of love”.
Y a fe que sus deseos se cumplieron.