Por, Guillermo Ramírez Cattaneo
El pasado 6 de agosto se conmemoró el 75 aniversario del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki. ¿Fue moralmente incorrecta la decisión de atacar ambas ciudades? 75 años después, la pregunta es más difícil de responder de lo que parece. Y se hace aún más difícil si tenemos en cuenta las particulares coincidencias detrás de esas decisiones, y las que se están tomando durante esta pandemia.
Detrás de estas medidas, subyace un concepto que es común en ambos escenarios, tanto para dicho bombardeo, como para el manejo político y epidemiológico de la pandemia en la actualidad: El bien común.
En ese entonces, según el gobierno de Estados Unidos, a pesar de ser un acto desafortunado, fue absolutamente necesario para el bien común. “El principal objetivo político, social y militar de Estados Unidos en el verano de 1945 fue la pronta y completa rendición de Japón”, escribió el secretario de Guerra de Estados Unidos, Henry Stimson, en 1947. La alternativa, una invasión terrestre, podría haber resultado en la muerte de más de un millón de soldados estadounidenses, afirmó Stimson, y potencialmente muchos más del lado japonés.
Hoy por hoy, sabemos que Shirley Doyen estaba agotada. El asilo de ancianos Christalain, que dirigía con su hermano en un barrio próspero de Bruselas, se estaba derrumbando por Covid-19. Ocho residentes habían muerto en tres semanas. Tampoco llegó ayuda. La Sra. Doyen había rogado a los hospitales que recogieran a sus residentes infectados. Ellos rechazaron dicha solicitud. A veces le decían que se administrara morfina y dejara que llegara la muerte. Una vez le dijeron que orara.
Las infecciones descontroladas por coronavirus, la escasez de equipos médicos y la falta de atención del gobierno son historias lamentablemente familiares en los hogares de ancianos de todo el mundo. Pero la respuesta de Bélgica ofrece un giro aterrador: los paramédicos y los hospitales a veces negaron rotundamente la atención a las personas mayores, incluso cuando las camas de los hospitales no se utilizaban. Bélgica tiene ahora, según algunas medidas, la tasa de mortalidad por coronavirus más alta del mundo, en parte debido a los hogares de ancianos. Más de 5.700 residentes en dichos hogares han muerto.
En los últimos meses, el brote de coronavirus en los Estados Unidos ha dominado la atención mundial. Alrededor del 40 por ciento de esas muertes se han relacionado con centros de atención a largo plazo.
Los fiscales españoles están investigando casos en los que los residentes fueron abandonados para morir. En Suecia, los abrumados médicos de urgencias han reconocido que rechazaban a los pacientes de edad avanzada. En el Reino Unido, el gobierno ordenó que miles de pacientes de edad avanzada en los hospitales, incluidos algunos con Covid-19, fueran enviados de regreso a los citados hogares con el fin de dejar espacio para una esperada aglomeración de casos de virus. Al fijarse en salvar sus hospitales, los líderes europeos en innumerables ocasiones dejaron a los residentes y al personal de los asilos a su suerte.
La política belga tomó forma en una serie de memorandos de especialistas geriátricos: “Los traslados innecesarios son un riesgo para los trabajadores de ambulancias y las salas de emergencia”. Los pacientes extremadamente frágiles y los enfermos terminales deben recibir cuidados paliativos y no ser hospitalizados, decía el memo. El documento ofrecía un diagrama de flujo complejo para decidir cuándo hospitalizar a los residentes de un hogar de ancianos.
¿Qué hay detrás de estas decisiones, tanto en Hiroshima como con la pandemia? Podríamos asociarlas a un reconocido experimento de pensamiento ético, denominado el “problema del tranvía”, propuesto por Philippa Foot en 1967 para desafiar diferentes escuelas de pensamiento moral.
Imagínate que estás parado junto a una vía de tren cuando ves un tranvía que se acerca. Más abajo en la vía hay cinco personas en el camino del tranvía, atadas a los rieles. Una palanca junto a usted le permitiría desviar el tranvía, salvando la vida de cinco personas, hacia una vía con una sola persona atada en ella. ¿Dejarías que el tranvía continúe en su curso inicial y propiciar la muerte de esas 5 personas o tirarías de la palanca para salvarlas a expensas de la vida de esa otra persona?
El problema del tranvía pone de relieve una tensión fundamental entre dos escuelas de pensamiento moral. La perspectiva utilitaria dicta que la acción más apropiada es la que logra el mayor bien para el mayor número. Mientras tanto, la perspectiva deontológica afirma que ciertas acciones, como matar a una persona inocente, están simplemente mal, incluso si tienen buenas consecuencias. En ambas versiones del problema del tranvía, los utilitaristas dicen que debes sacrificar uno para salvar cinco, mientras que la deontología dice que no. El utilitarismo, en su defensa, se presenta a sí mismo como la actitud auténticamente responsable por hacerse cargo de las consecuencias de las acciones, ya que quiere producir efectos beneficiosos globalmente, pero muchas veces desconoce que es asimismo responsable del efecto inmediato de la acción con la que los produce (con otras palabras, es responsable tanto del fin que persigue como del medio que emplea para alcanzarlo).
No se trata, entonces, de atender o no a las consecuencias, sino de qué consecuencias son responsablemente aceptables, por su naturaleza o cualidad, y cuáles no. Esta es la verdadera cuestión a la que el utilitarismo pretende siempre escapar, pues carece de criterio para un discernimiento cualitativo y se empeña constantemente en cálculos cuantitativos, ya sea al estimar el número de vidas salvadas al usar las bombas, o al tasar el número de muertes por la pandemia cuando se reabra la economía.
El problema del tranvía desconoce la perspectiva de las personas que están atadas a la vía, bajo amenaza de muerte y privadas de cualquier medio para alcanzar la palanca. No tiene en cuenta al “otro” en todo su contexto e individualidad. En la discusión del problema del tranvía, tenemos muchos argumentos y análisis hechos desde la perspectiva del conductor o de un espectador que es capaz de decidir si girar o no la palanca, pero nunca podemos escuchar las voces de las personas que están despiadadamente atadas a los rieles y privadas de sus opciones. Por supuesto, en este problema seguramente se tiene en cuenta a las personas en la vía, pero se las incorpora a la discusión solo como vidas humanas formales (valores estadísticos) para salvarlas o dejarlas morir, no como personas de carne y hueso que son capaces de pensar, tener emociones y tener grandes expectativas sobre la elección que hará la persona en la palanca. Ambas partes están bajo amenaza de muerte, pero mientras la primera tiene la libertad de elegir si gira o no la palanca, la segunda está completamente privada de tal libertad. Todo lo que puede hacer esta última es seguir atada a los rieles y esperar a ver el resultado de la decisión tomada por otro.
¿Acaso se les preguntó a los ancianos y a sus familiares por parte de las autoridades belgas si querían morir para no ocupar innecesariamente las camas de los hospitales? ¿O fueron advertidas las 200,000 personas muertas por los destellos, tormentas de fuego y radiación y las decenas de miles más heridas con un legado intergeneracional no cuantificable de radiación, cáncer y trauma en Hiroshima y Nagasaki, de que su sacrificio salvaría miles de vidas de americanos? La posición utilitarista eclipsa de entrada las historias individuales de madres e hijos, de sacerdotes y médicos, de vidas cotidianas transformadas en un fugaz y pavoroso destello atómico.
La próxima vez que escuche a las políticas oficiales argumentando a favor de salvar la economía, o cuando los editoriales de prensa digan que la industria, el comercio y servicios requieren medidas de apoyo y de levantamiento de las restricciones, lo que están realmente diciéndole es que no importa si usted fallece o no, lo que importa es que su muerte no hieda o estorbe.
(fuentes de los informes sobre coronavirus: David Kirkpatrick y Selam Gebrekidan en Londres, Julia Echikson y Koba Ryckewaert en Bruselas, y Christina Anderson en Estocolmo. Traducción y adaptación libre del artículo de Richard Fisher, periodista de BBC Future, sobre Hiroshima. Reflexiones destacadas acerca del problema del tranvía del filósofo japonés Masahiro Morioka)
(*) Guillermo Ramírez Cattaneo: Magister en Filosofía de la Universidad Tecnológica de Pereira. Master en Ingeniería de la Universidad de la Florida (Gainesville, E.U.A). B.S en Ingeniería Civil de la misma Universidad.
Muy lúcido como siempre, viejo Guille. También puede ocurrir que los cinco tipos amarrados bajo los rieles del tranvía quieran morir y se hayan amarrado allí voluntariamente. En ese caso, habría que preguntarles antes de ver si vale la pena salvarlos. Otra falla de la teoría utilitarista.
Saludos.