Nosotros, los judíos, no debemos exteriorizar nuestras emociones, debemos ser valientes y fuertes, debemos aceptar todos los inconvenientes y no quejarnos, debemos hacer lo que esté en nuestras manos y confiar en Dios. En algún momento esta terrible guerra acabará. Con seguridad volverá el momento en el que otra vez seamos un pueblo, y no solamente judíos… Ana Frank
Texto y fotos extraídas de Infobae
Autor: Alfredo Serra
“Después de Auschwitz es imposible escribir poesía”.
(Primo Levi, 1919-1987, escritor italiano sobreviviente del más atroz de los campos nazis de exterminio)
El Holocausto, la Shoá (en hebreo, “Catástrofe”), se acerca a sus 80 años, si se tiene en cuenta el primer y brutal acto del nazismo: la invasión a Polonia, el primer día de septiembre de 1939, inicio de la Segunda Guerra Mundial a partir de las blitzkriegs (guerras relámpago), que no se detendrían hasta que las fuerzas aliadas empezaron a desvanecer el sueño de Adolf Hitler: un Tercer Reich dueño del planeta Tierra durante mil años.
Pero la cáscara traslúcida del huevo dejó ver a la serpiente y su furia una mañana de 1904 en la Escuela de Artes de Viena cuando el alumno Hitler, de 16 años, hasta entonces un vagabundo sin destino, vio naufragar su delirio de convertirse en un gran artista…
El profesor, devolviéndole sus dibujos y pinturas, lo sepultó:
–Usted, Herr Hitler, no tiene futuro. Sus figuras carecen de vida. Parecen edificios. Tal vez debería probarse como arquitecto…
La sorna de esas últimas palabras lo cegó de odio.
En adelante, deambuló, aunque era enemigo del alcohol, por cervecerías de Munich y Berlín, atento a las encendidas discusiones políticas generadas por la crisis de Alemania, derrotada en la primera gran guerra y condenada por el Tratado de Versalles a pagar una deuda colosal.
Por fin, el 16 de octubre de 1919, empezó a hablar sobre los enemigos que acechaban al país –a pesar de ser austríaco, no alemán–, y ante la indiferencia de los parroquianos, vociferó:
–¡¿Hay alguien que me oiga?!
Silencio en todas las mesas frente a ese joven esmirriado, imberbe, sin más pelo en la cara que un ridículo bigotito chaplinesco, que empezó hablando de Lohengrin, Parsifal, el Valhalla, la pureza de la raza alemana…, y acabó maldiciendo a los judíos:
–¡Se nutren de nuestra sangre y de nuestro trabajo! ¡Son parásitos! ¡Hay que acabar con ellos! ¡Son el verdadero enemigo!
Adolf Hitler
Muchos, atónitos, abandonaron el local. Pero muchos otros se quedaron.
La mecha estaba encendida…
El 30 de enero de 1933, después de una breve condena a prisión por encabezar disturbios –lapso que destinó a escribir Mein Kampf (Mi Lucha), la biblia del nazismo, ascendió a su primer trono: Canciller de Alemania.
Primera puntada de una de las tramas más siniestras de la historia: el apaleo a los judíos a cargo de los fanáticos de las juventudes hitlerianas, sus camisas pardas y sus brazaletes con la cruz gamada, el espanto de “La noche de los cristales rotos” –destrucción de los comercios judíos–, y el prólogo jurídico del Holocausto: leyes que los apartaron del sistema educativo, el trabajo, la vida nacional…, y en 1935, las Leyes de Nüremberg, que los convirtió en apátridas y los envolvió en una nube canalla: considerarlos una raza…, cuando en realidad son un pueblo, una cultura y una religión, por otra parte optativa.
Pero los planes de Hitler acerca de ellos no acabaría allí.
El 2 de septiembre, apenas invadida Polonia, el jefe de Seguridad de las SS, Reinhard Heydrich, puso en marcha en Varsovia el primer gueto judío urbano. Miles de familias aisladas, sin derechos, y vigiladas por los esbirros nazis y sus fusiles de gatillo fácil…
En 1940, la misma suerte corrieron los judíos de las naciones ocupadas por las hordas nazis: Noruega, Dinamarca, Bélgica, Francia, los Países Bajos…, y un trágico símbolo de la Shoá: apertura de un campo de concentración en Auschwitz…
Pero la máscara aún no había caído del todo. El 20 de enero de 1942, en una conferencia en Berlín, calle Grossen Wannsee números 56/58, y ante 13 funcionarios de todas las áreas, se “discutió” –un eufemismo– la solución final de la cuestión judía: es decir, “la aniquilación completa de los judíos europeos”.
No todos los presentes estuvieron de acuerdo (algunos opusieron vallas legales), pero la decisión estaba tomada de antemano: tanto, que en el verano del mismo año, las cámaras de gas de 6 campos de exterminio ya funcionaban a pleno.
El gas Zykclon B, un pesticida que mataba humanos en pocos minutos, se llevó casi 3 millones de judíos…
Pero el delirante mito de la pureza aria no se conformó sólo con masacrar judíos. Sufrieron y murieron del mismo modo los gitanos, los homosexuales y los deformes, venenosas semillas capaces de alterar a los descendientes de Lohengrin y Parsifal… Y también los negros, los comunistas… ¡y los Testigos de Jehová!
Si el Mal admite prodigios, la Solución Final fue un ejemplo de diabólica eficiencia: en pocos meses, 37 campos de exterminio repartidos en media Europa, con predominio de Alemania, fueron construidos, puestos en marcha –algunos con nombres imposibles de olvidar: Auschwitz, Sobibór, Dachau, Flossenburg, Bergen-Belsen, Buchenwald, Treblinka…–, y terminada la guerra, se calculó que en esas pavorosas barracas habían muerto 15 millones (hombres, mujeres, niños), de los cuales 6 millones eran judíos.
En el famoso libro The Holocaust Chronicle (en la Argentina, Crónica del Holocausto, Ed. El Ateneo), tal vez la obra más completa –mil páginas– sobre lo que Winston Churchill definió como “El mayor y más horrendo crimen de la historia de la humanidad”, se lee:
En la gélida mañana del 3 de noviembre de 1943, las SS y sus colaboradores nazis rodearon a los judíos de Trawniki, Poniatowa y Majdanek, Polonia. Hicieron marchar a hombres, mujeres y niños hasta unas grandes fosas. Entonces, mientras atronaban con música unos altavoces para acallar los disparos y los gritos, fusilaron a 18 mil judíos. Orgullosos del trabajo de aquel día, los sádicos verdugos denominaron a esa barbaridad, “Enterfest”: el Festival de la Cosecha.
Cerrada la farsa de la conferencia sobre la Solución Final, el jefe del operativo, Hermann Göring, ordenó al SS Reinhard Heydrich la planificación general de la masacre, y a Adolf Eichman la creación del sistema de transporte (trenes y camiones) de los judíos hacia los campos de exterminio.
Pero por sobre ellos, y debajo de Hitler, el bastonero de la muerte fue un mediocre soldado alemán que había combatido en la primera gran guerra sin pena ni gloria, pero de ambición y astucia sin límites: Heinrich Himmler, el híper director del espanto de aquellos campos de la muerte…
Su mente enferma, más la bestialidad de los encargados de las barracas, creó los fusilamientos masivos y la muerte en las cámaras de gas hacia la que los prisioneros caminaban desnudos creyendo que serían bañados después de los eternos viajes en vagones de tren abarrotados, sin ventanas, sin agua, sin comida…
Mientras, otro criminal con aires de científico –una especie de Doktor Frankestein–, Joseph Mengele, martirizaba a los prisioneros con sus experimentos en busca del hombre y la mujer “de raza aria pura” para que tuvieran relaciones sexuales que darían como fruto perfectos ejemplares humanos destinados a propagar nazis ideales por el mundo.
Para ello usaba seres vivos y cadáveres. A los últimos, si eran judíos de ojos azules, les extirpaba esos órganos y los coleccionaba en grandes frascos.
Según sus esotéricas teorías, la raza perfecta debía salir de la unión de parejas sin falla física alguna, de modo que creó una serie de instrumentos para medir las dimensiones de los huesos y otras características.
Si alguno de los conejos de Indias humanos no respondía a los cánones de perfección…, los desechaba. Serían pasto de balas o de cámaras de gas, y convertidos en cenizas en los hornos crematorios. En muchos casos, se obligaba a los prisioneros a cavar sus propias fosas antes de morir fusilados…
¿Por qué no, si Hitler, en sus discursos, repetía “deteniendo a los judíos estoy luchando por la obra de Nuestro Señor”?
Desde luego, miles, millones de cadáveres fueron transformados en próspera industria. Judíos y no judíos. Una vez muertos, y antes de su destino de fosa o de horno, se les incautaban los zapatos, los infamantes uniformes a rayas blancas y grises, y las piezas de oro de sus dientes.
Cuero, tela, metal, llevados a la enésima potencia, llenaban depósitos, y luego eran reciclados, vendidos, o robados por algunos jerarcas…
Recordó en sus memorias MarieVaillant-Couturier, valiente mujer de la Resistencia francesa, prisionera en Auschwitz: “Una noche nos despertaron unos gritos horrorosos. Y al día siguiente supimos por los del Sonderkommando (unidades de trabajo) que el día anterior se les había acabado el gas Zyklon B, y arrojaron a los niños, ¡vivos!, a los hornos“.
Un mundo y un tiempo sin esperanza, a pesar de las palabras de la joven y célebre mártir Ana Frank, muerta a los 16 años en el campo de Bergen-Belsen:
Nosotros, los judíos, no debemos exteriorizar nuestras emociones, debemos ser valientes y fuertes, debemos aceptar todos los inconvenientes y no quejarnos, debemos hacer lo que esté en nuestras manos y confiar en Dios. En algún momento esta terrible guerra acabará. Con seguridad volverá el momento en el que otra vez seamos un pueblo, y no solamente judíos…
La escritora judeo-alemana Hannah Arendt (1906-1975), en su libro de 1951 Los orígenes del totalitarismo, acuñó una frase inolvidable y mil veces analizada, no siempre con lucidez: “la banalidad del mal”.
Recuerda, en relación a la historia de Adolf Eichman, que vivió en un suburbio de Buenos Aires desde el fin de la guerra hasta el 11 de mayo de 1960 bajo el falso nombre de Ricardo Klememt.
Capturado ese día por agentes israelíes, y juzgado y ahorcado en Jerusalén en 1962, fue un factótum de la Solución Final: nada menos que el encargado de la red de transportes de judíos hacia los campos de la muerte.
Y escribió Arendt:
Este criminal nazi no era un fanático antijudío, ni un genio del mal, ni un loco que sintiera placer por ser responsable de la muerte de millones de personas. No era estupidez: era una curiosa y auténtica incapacidad de pensar. Para él, la Solución Final era un trabajo, una rutina cotidiana con buenos y malos momentos. No lo atormentaron problemas de conciencia. Su pensamiento fue totalmente absorbido por la organización y administración que le encomendaron. Estamos ante un nuevo tipo de maldad: el burócrata terroríficamente normal.
Como recordó el documentalista ruso Mikhail Room, discípulo del genial Sergei Einsestein, en su film El fascismo cotidiano, aquellos criminales de los campos eran como oficinistas. Cumplidas sus ocho horas de trabajo, y después de matar a miles de seres humanos, volvían a su casa, a su mujer, a sus hijos, a sus perros, a sus rosas recién regadas, a sus discos de música alemana, a su apetitosa cena, como cualquier hombre normal: la otra cara del espanto.
Tal vez la peor, la más peligrosa, porque cumple órdenes diabólicas ordenadas por su jefe, e ignora la diferencia entre el Bien y el Mal. Una pata herida de su perro lo preocupa más que los miles de seres humanos a quienes, horas antes, les cerró la puerta de la cámara de gas y accionó la palanca…
Esa “nightmare”, esa palabra que Borges decía que era aun peor que “pesadilla”, su traducción correcta, no duró los mil años prometidos por el führer en su borrachera de sangre: respiró apenas entre 1939 y 1945. Y en su caso, hasta el 30 de abril del año final, cuando se suicidó con bala y veneno, igual que Eva Braun, su mujer, en una Berlín en ruinas y en un bunker alguna vez inexpugnable y al final un castillo de naipes.
Pero un final dentro de ese final probó –y probará por siempre– la demencia de los mesianismos políticos: Magda, la mujer de Joseph Goebbels, el todopoderoso ministro de Propaganda del nazismo, antes de matarse junto a su marido… ¡envenenó a sus seis hijos! para que no vivieran en una Alemania derrotada.
Sin embargo, como cáscara de cebolla, hubo otro final, narrado por Simon Wiesenthal en su imprescindible libro Los asesinos están entre nosotros. Según él, ya liberados los campos de exterminio, habló junto a un arroyo con uno de los jefes nazis. Con cierto temor, pero confiado, ya que “era el que mejor me había tratado”.
Y sucedió este diálogo:
–Dígame, Wiesenthal…, si mañana lo llevaran a Nueva York, por ejemplo, y alguien le preguntara cómo era la vida en el campo de concentración, ¿qué le diría?
–No sé… Supongo que la verdad.
–No lo intente.
–¿Por qué?
–Porque no le creerían, lo tomarían por loco, y hasta lo internarían en una clínica.
–No comprendo por qué…
–Porque sólo los que vivimos aquí sabemos lo que pasó. Nadie más, en todo el mundo, puede imaginarlo…
Texto y fotos extraídas de Infobae
Autor: Alfredo Serra