Con él aprendí que lo mejor es desplazarse por la ciudad sin insubordinarla, sin agregarle más a su ruido cotidiano, sin contaminar con nuestras quejas su aire viciado.
No recuerdo cuándo conocí a José Fernando Marín, si alguien me lo presentó, si nos saludamos a la salida del Teatro Comfamiliar o si me atreví a buscarlo para conocerlo. Lo que jamás olvidaré, eso sí, es que antes de ser su amigo, alimentaba el ritual de escucharlo en la emisora cultural Remigio Antonio Cañarte. Lo suyo deriva en una magia teatral, con música de fondo, que sirve de escenario para la inteligencia como invitado principal, mientras imagino a su gato, el huidizo Tarot, vigilando desde una baranda los movimientos y gestos de quien se ha atrevido a pisar su lugar de descanso.
A propósito, recuerdo en especial un programa de La Buhardilla que de tanto escucharlo, después de grabarlo en casete, me aprendí de memoria algunos pasajes. Me refiero al programa que tuvo como invitado a Eduardo López Jaramillo. En esa ocasión el escritor recordaba su época de estudiante en Estados Unidos y Europa, su relación de amistad intelectual con el poeta Octavio Paz y su devoción por el Marqués de Sade, a quien López Jaramillo consideraba un rebelde, como quizá lo fuera él mismo en el ámbito de la ciudad. En ese diálogo con el poeta, José Fernando estaba acompañado de su amiga Elena Grisales. Había allí una intimidad epifánica, un gusto por la palabra, un respeto por las ideas y un amor por la poesía. Es decir, había allí lo que siempre ha caracterizado la vida del solitario José Fernando Marín.
Decía Bachelard que los grandes solitarios son grandes caminadores. Y un poeta mexicano, Vicente Quirarte, agregó que caminar “es la forma más profunda de posesionarse de la calle”. Eso es lo que ha hecho José Fernando Marín al recorrer las calles de Pereira, un tanto encorvado, con pasos cortos pero rápidos, siempre mirando hacia la acera, como si buscara algo que se le ha perdido desde sus días de infancia, vivida en una calle ciega del barrio Centenario. Hoy ya puedo confesarlo: me gustaba verlo caminar y comprobar, en su aspecto de chico sesentero, si aún se empeñaba en dejar crecer su cabello en una delgada cola y si había cambiado de mochila. Porque para mí era la forma de saber si había estado en La Guajira o había vuelto al festival de blancos y negros en Pasto.
En varias ocasiones lo seguí. Practico el placer de seguir de lejos a los seres interesantes; así que sin que él lo supiera, lo seguía unas cuantas cuadras, le inventaba una historia para ese día e imaginaba que había decidido salir a caminar para liberarse por un rato de su labor como libretista de radio. Tenía la convicción de que al doblar una esquina con su cuerpo delgado o al pasar un semáforo con sus zapatos de goma Hush Puppies, ese caminante solitario me podía revelar algo que me aproximara, desde una perspectiva terrenal, al feliz enigma de estar vivos. Y lo que revelaba era algo simple: al caminar con cierta levedad y garbo, al esquivar la presencia del vendedor ambulante y al sostener el nerviosismo de sus manos en el tirante de la mochila, podíamos hacernos ciudadanos del mundo. Con él aprendí que lo mejor es desplazarse por la ciudad sin insubordinarla, sin agregarle más a su ruido cotidiano, sin contaminar con nuestras quejas su aire viciado.
Un día claro y sin la lluvia de las tres de la tarde, fue él quien me vio en la calle diecinueve, al lado del Almacén de Donato García y se detuvo a saludarme. Me sorprendí al verlo tan cerca, al encontrar en sus rasgos finos y en sus lentes redondos, un cierto aire benjaminiano, un rictus irónico al que solemos temer. Tal vez sospechaba que yo lo seguía a menudo o un amigo, digamos, Alberto Verón, le había dicho que yo lo espiaba. Me dijo que hacía días llevaba en su mochila algo que podía interesarme. Podrán imaginar la sorpresa que me llevé cuando sacó de su mochila la primera edición de la novela de Alfonso Mejía Robledo, Rosas de Francia, hecha en París en 1926. “Este ejemplar lo he sacado de mi casa para ti –dijo–. No puede quedar en mejores manos”. Para evitar aquí el melodrama, me abstendré de repetir lo que entonces le dije a José Fernando en medio de transeúntes que debían mirarnos con sospecha. A su inteligencia, a su amor por la música y la poesía, a su excesivo apego por los gatos, a su aristocrático gusto por la comida mediterránea, debo agregar el de su generosidad intelectual.
Solitario, desconfiado como las ovejas que por años cuidó en las montañas de la Laguna del Otún y tan decente como los personajes de Virginia Woolf, José Fernando Marín se ha convertido, con los años, en una amable leyenda urbana. ¿Qué dato o situación de la vida social y cultural de Pereira escapa a sus lúcidos argumentos? ¿Qué personaje pereirano no ha visitado La Buhardilla y ha salido de allí con la sensación de ser interesante? ¿Qué historia del teatro en Pereira podrá obviar aquella que liga al Flaco Marín con la escuela dramatúrgica de Antonieta Mercuri, mientras en bambalinas, Alberto Verón preparaba sus atuendos para interpretar un personaje de la época victoriana?¿Cómo intentar un balance del devenir literario y artístico de la ciudad, dejando de lado la influencia de este hombre que ha hecho de la Pereira de Ricardo Sánchez y Albalucía Ángel, una suerte de circuito cultural en permanente exposición? Sé que algunas de las páginas de su singular libro, Carné de caminante, responden a esas preguntas.
La leyenda urbana que se teje en torno a José Fernando Marín lo descubre en su ritual de tomar té en la confitería La Lucerna. Lo revela como un hombre afecto a la filosofía que el cronista Luis Tejada impuso como una forma de vida: el dulce placer de no hacer nada. Lo descubre sibarita y burgués en aquello de leer a Proust, en su casita de la montaña, deseoso, como él mismo lo ha admitido, de proustituirse para siempre. Esta noche de fiesta y celebración, me pregunto cómo ha hecho este hombre tierno y mordaz, para vivir con esa moderación propia de los monjes franciscanos, sin abandonar por un segundo los placeres de la vida terrena. Porque lo que hoy celebramos, entre amigos, es su vitalidad, la vida de un hombre que, como los poetas franceses del círculo de Baudelaire, han aprendido a vivir en soledad, pero festivos en medio de la muchedumbre.