“Yo no creo que haya nada más feroz,
desopilante, ambiguo, tétrico
o hermoso que la realidad, ni que
escribir periodismo sea una prueba
piloto para llegar, alguna vez, a
escribir ficción”
Leila Guerriero
I
LOS HIJOS DE SATURNO
Un célebre cuadro de don Francisco de Goya nos muestra a Saturno (el equivalente romano de la divinidad griega Cronos, el que maneja los hilos del tiempo) dedicado a la tarea de devorar a sus hijos, que son los días, y con ellos al destino de los hombres con su carga de dichas y desventuras. A esa imagen del hombre sometido al poder del dios, los poetas de todos los tiempos han intentado oponerse con el sortilegio de las palabras, que en todas las cosmovisiones son agentes creadores, en la medida en que los seres y las cosas existen a partir del momento en que son nombrados. A ese recurso supremo apelan los habitantes de Macondo, entregándose a la tarea de rotular las cosas con sus nombres, como una manera de no sucumbir a la peste del insomnio, una de cuyas manifestaciones es el olvido.
En los orígenes de la literatura el viejo Homero, ciego y memorioso, se toma el trabajo de tejer una red o, si se quiere, de ensayar una pintura en la cual quedarán consignadas las huellas que dioses, héroes y hombres dejan a su paso por la tierra.
Dioses y demonios, príncipes y guerreros, adivinos y rapsodas, amantes y criminales, santos y locos nos hablan de los momentos primordiales de unos seres en cuya sangre ya alentaban los temores, las pasiones, la ambición y la grandeza, que son la sustancia utilizada por las criaturas para amasar su destino. Más allá de lo que sus relatos puedan decirles a los estudiosos del mito, la religión o la sicología, el periplo de Heracles y Leda, de Helena y los Argonautas, de Jasón y Odiseo es un auténtico Hilo de Ariadna que nos ayuda por igual a descorrer las capas de la Historia o a interrogar los oráculos del propio corazón.
Más adelante, el mundo será testigo de la aparición de unos hombres que consagran su vida a una lucha tenaz y acaso inútil contra el olvido, pero que en todo caso intentarán apropiarse de las palabras para relatarles a sus contemporáneos y a las generaciones de un futuro que también es pasado los trabajos y los días, las obras y milagros, los horrores y goces que constituyen el rastro dejado por los hijos de los dioses en su afán de hacerse a un lugar en el mundo. Por ellos nos enteramos de las fantasías de un pueblo que un día quiso elevar una torre que llegara hasta el cielo para mirar por fin de frente el insondable rostro de Dios. De su puño y letra supimos de las intuiciones de un ser mitad mito y mitad hombre, autor de una suerte de código que al juntarse con las leyendas del Asia Menor y más tarde con la filosofía griega dio lugar a una de las grandes religiones de la Historia. Gracias a sus palabras supimos del asombro y los pavores experimentados por los hombres de Hernán Cortés y del emperador Azteca cuando una mañana remota se asomaron al abismo fascinante y terrible de sus mundos desconocidos.
Una irreprimible inclinación hacia la taxonomía llevó a que los expertos en Historia y literatura los clasificaran un día como cronistas, vale decir, los que toman nota de lo que acontece en el tiempo, aunque sería más justo decir que
los cronistas son los que recogen las briznas dejadas por el tiempo en su ir y venir sin tregua ni remedio.
La literalidad de esa acepción pasa por encima del hecho, constatado muchas veces, de que el cronista dista mucho de ser un amanuense que registra los asuntos de la existencia en una especie de debe y haber, aunque ese fue el papel que les adjudicó durante siglos la soberbia de los poderosos: Al debe iban a parar las fantasías, las divinidades y las obras de los derrotados, mientras en el haber quedaban registradas las propias hazañas. No por casualidad los cronistas formaban parte del equipo de viaje de los conquistadores. Sin ellos era seguro que las gestas -reales o inventadas- serían presa fácil de la peste del olvido que es una de las señas de identidad de la condición humana.
La lista se hace extensa: De Flavio Josefo a Heródoto. De Marco Polo a Antonio Pigaffeta. De los juglares medievales a los cronistas de Indias, todos se convierten en fuente ineludible y necesaria cuando una persona intenta comprender su presente de la única manera posible: asomándose al pasado. ¿Cómo si no podríamos comprender el complejo universo social, económico, político y cultural en el que tuvo que adentrarse Marco Polo hasta llegar a los confines de la ruta de la seda? ¿De qué otra manera podríamos aproximarnos a las turbulentas empresas acometidas por el Imperio Romano en el momento de la irrupción del cristianismo? ¿ Con qué elementos habríamos de asomarnos a lo que significó la llegada de los europeos a las Indias Occidentales si los cronistas no hubiesen descrito al detalle la esencia de instituciones tan contradictorias como la encomienda y la Inquisición?
Si la crónica pretende a ayudarnos a comprender el mundo, empezando por el universo personal, es evidente que no puede ser mero dato. Fría estadística. Registro monográfico de la realidad. Inventario de próceres. Contabilidad de víctimas y victimarios. Tiene además la responsabilidad de darnos pistas que nos conduzcan a lo más esencial de esos seres de carne y hueso que hacen la Historia. En esa tarea, además de las disciplinas que se ocupan de las distintas manifestaciones de la vida individual y social, este género encontró en el camino un aliado que habría de conducirlo hacia territorios no imaginados: la literatura. Con sus técnicas narrativas, su manejo del lenguaje, su habilidad para crear personajes y ante todo con la intuición poética, los restantes géneros literarios, vale decir: la novela, el cuento, la poesía y más tarde el ensayo pasaron a formar parte de una manera de contar el mundo que, sin perder de vista el hecho de que tenía que vérselas con seres y acontecimientos reales, supo entender que todo relato perdurable de la vida es en si mismo un acto de creación. La definición de caracteres, la descripción de atmósferas, los saltos en el tiempo y el espacio, los datos prestados de otros campos del saber, serán puestos al servicio de un intento por ahondar en las fuerzas que gravitan sobre el que es para muchos el resumen del proyecto de civilización: la ciudad moderna con sus conflictos de intereses, sus prodigios tecnológicos, la inmediatez de las comunicaciones y sus ofertas de bienestar, pero también con su irremediable dosis de indolencia, de competencia feroz, de soledad y de miserias incontables.
II
POSTALES DE CIUDAD
Sucede en Pereira, como por lo demás en muchas ciudades latinoamericanas. Los días 24 y 31 de diciembre, aunque no hayan tenido contacto durante el año y atendiendo a una cita pactada mucho tiempo atrás, cientos de hombres cuyas edades gravitan entre los veinte y los sesenta años, se reúnen en las calles de los barrios populares para jugar un partido de fútbol que es en realidad una prueba siempre renovada de lealtad con el pasado.
El rito empieza con el cierre de la calle escogida para el encuentro y con la instalación de pequeñas arquerías portátiles. Después viene la selección de los equipos, que corre a cargo de quienes han permanecido durante más tiempo en el sector y ese es el primer síntoma de que estamos asistiendo a un ritual de hondas repercusiones: los participantes apelan a la memoria de quien guarda en el recuerdo las imágenes del virtuosismo o la torpeza de los jugadores, del espíritu pacifista de unos o el talante pendenciero de otros. Empieza el partido y los vecinos se asoman a las ventanas, mientras los niños se arremolinan alrededor de la cancha improvisada, con el aire nervioso de quienes saben que un día serán ellos los protagonistas de la aventura. Como resultado del sorteo, los integrantes de uno de los equipos juegan sin camisa bajo el sol mordiente de las tres de la tarde. Sus rivales lucen un aspecto variopinto. Camisetas de oncenos del torneo local o de los más prestigiosos competidores de las ligas europeas: el Manchester United, la Juventus de Turín o el F.C Barcelona son los colores que más se repiten. Un muchacho de veinte años con la imagen de un dragón tatuada en el brazo luce, a manera de desafío, la camiseta de un remoto equipo de la liga turca. Cada cierto tiempo una comisión enviada por un emigrado próspero que contempla el juego desde el balcón de su casa se acerca para hidratar a los jugadores con una reparadora dosis de cerveza bien fría.
Fin del primer tiempo
Si usted quiere puede dejarlo en la mera anécdota: una colección de camajanes provenientes de distintos lugares del país y del planeta, que se reúnen cada año a embriagarse y a rumiar nostalgias de esquina con el pretexto de un partido de fútbol. Pero sí, así lo decide, puede aproximarse un poco más y podrá encontrar un puñado de historias como las que siguen.
Saque de puerta
Leonardo Guarín, el portero de los descamisados, ya pasó la barrera de los cincuenta años. Nació a un costado de la iglesia de La Trinidad, en el corazón del barrio Berlín de Pereira. Cursó hasta cuarto de bachillerato en el Colegio Rafael Uribe Uribe. Un día de 1979, cuando apenas contaba veinte, se marchó con un tiquete de ida en el bolsillo hacia un poblado de la frontera entre México y Estados Unidos donde el novio de su hermana mayor trabajaba como “Coyote”, transportando inmigrantes irregulares entre los dos países. Poco tiempo después regentaba una casa de prostitución en Tijuana, alimentada con las mujeres indocumentadas que no alcanzaban a cruzar la frontera. Hoy es propietario de una cadena de bares diseminada por el sur de La Florida. En cada uno de ellos tiene fijado en la pared un cartel gigante del Deportivo Pereira donde aparecen, entre otros, el portero Reynel Ruiz y los delanteros Benjamín Cardona y Jairo “El Chiqui” Aguirre. Desde 1985, año en el que obtuvo su documentación regular, viaja a Pereira para el alumbrado del 7 de diciembre y regresa a Estados Unidos finalizando enero. Durante su permanencia en la ciudad se instala en la casa doña Joba, su madre, la misma donde él nació. Él es quien financia una parranda interminable que dura cuarenta y cinco días con sus noches y además se encarga de reparar los daños a terceros.
Marca a presión
Obed Tamayo anda por los sesenta pero corretea rivales y mete pierna con la tozudez de un adolescente. Luce con orgullo una camiseta roja y amarilla del Deportivo Pereira que ostenta en su espalda el nombre del futbolista Carlos Darwin Quintero, transferido hace un tiempo a la liga mexicana. La sede del desafío amistoso es ahora una de las calles del barrio Boston, ubicado en el sector suroriental de la ciudad.
Poco después de llegar de Caicedonia, Valle, un pueblo azotado por la violencia liberal-conservadora, aprendió el oficio de zapatero solador y se instaló en una casa de esterilla desde la que vio crecer lo que hoy es un sector habitado por maestros y funcionarios públicos. En 1961 empezó a jugar partidos en un potrero vecino con los hombres que regresaban e Venezuela y Estados Unidos, sin sospechar que un día se sumaría a la legión de peregrinos que partieron de la ciudad y se desperdigaron por el mundo. Un día de 1999 sus hijas, radicadas en España un lustro atrás, se lo llevaron a vivir a esa tierra de la que solo tenía noticias por las temporadas de toros y desde la que regresa cada diciembre a visitar los nietos que permanecen en su tierra, pero sobre todo a jugar los partidos donde se encuentra con Guillermo, un ingeniero de la Universidad Tecnológica que trabaja en Holanda; con Roberto, un antiguo ayudante de camión que se especializó en conducir lanchas rápidas cargadas de droga por la costa Oeste de los Estados Unidos y ahora es un empresario en uso de buen retiro y con su ahijado Sebastián, un adolescente que ya se probó en las divisiones inferiores del Pereira. Pero lo más importante de todo es comprobar que Olegario Flórez todavía está vivo. Se trata de un octogenario oriundo de La Celia que se cuenta entre los primeros habitantes del barrio y que a su edad aprendió a manejar Internet para comunicarse con sus familiares y amigos regados por el mundo.
El frente de ataque
John Steven Marín apenas tiene quince años, juega de centro delantero y desde su estreno en el año 2007 se lo disputan los equipos de los retornados que celebran la navidad y el año nuevo jugando un partido de fútbol en una calle del sector D de la Ciudadela del Café. A pesar de lo que uno pueda imaginar, su ídolo no es Lionel Messi sino Hugo Hernán Quiceno, un gigantón rubio con aire vikingo que siembra la confusión cuando declara que nació en Riosucio (Caldas), un municipio de fuerte ascendencia indígena. Cuando contaba apenas tres años John Steven lo vio jugar en las canchas del sector y quedó prendado de su elegancia para quitarles la pelota a los rivales y de su repentina manera de enfilar hacia el arco contrario. Hugo Hernán empezó a viajar a España en el año 2002 en un programa de cosecheros temporales, y desde entonces su joven adorador lo aguarda por diciembre, con la esperanza de que los dioses que controlan el azar lo pongan a jugar en su bando para aprender por fin el secreto de su manera de pegarle a la pelota sin dejarla caer.