Poner la cultura y las artes en la misma bolsa de bienes y mercancías sujetos al mercado conlleva una serie de riesgos que debemos pensar antes de hablar de “Oportunidades Infinitas”
I
Los tenis Converse y la cultura
¿Sabían ustedes cómo consiguió la multinacional fabricante de los tenis Converse que todas las mujeres del mundo – niñas, jóvenes, adultas, ancianas, bonitas, feas- amanecieran un día luciendo sus célebres zapatillas blancas?
El asunto es sencillo.
Como bien sabemos, las grandes agencias de publicidad y mercadeo están integradas por toda suerte de expertos: sicólogos, antropólogos, sociólogos, economistas, biólogos y hasta sacerdotes encargados de evaluar toda la urdimbre de los miedos, las obsesiones, las expectativas y en general las emociones humanas.
Sobre esa base, se fabrican y promocionan productos destinados a satisfacer deseos y neutralizar temores y eso vale en los campos de la familia, la sociedad, la política, el sexo y en general todos los aspectos de la vida.
Pues bien, en uno de esos estudios los expertos de Converse llegaron a la conclusión de que los seres humanos nos comportamos como cardúmenes: cientos de miles de peces que se imitan unos a otros hasta formar densas masas que surcan el océano en busca de alimento o de un lugar propicio para el desove.
Y aquí está el detalle: en principio no es el instinto de supervivencia si no de imitación lo que determina sus movimientos.
Así que el resto era sencillo: Converse contrató a una gran estrella del espectáculo para que asistiera a una fiesta de sociedad ataviada con un vestido de gala y calzada con unas zapatillas blancas.
Si una mujer anónima se hubiese atrevido a asistir a una fiesta vestida de esa manera, hubiese sido el hazmerreír de la concurrencia… si es que no le hubieran impedido ingresar al lugar.
Pero se trataba de una estrella. De modo que todos los teléfonos celulares se enfocaron en su figura y en cuestión de minutos la imagen le dio varias veces la vuelta al mundo.
Como podrán suponer, al día siguiente, millones de mujeres estaban comprando las zapatillas blancas en todas las tiendas del planeta.
Pura imitación, igual que los cardúmenes.
Desde luego, no sucede sólo con las mujeres. El truco se utiliza tanto para venderles juguetes a los niños como automóviles a los hombres y destinos turísticos a los jubilados.
II
El peso de la mercancía
A esta altura del cuento, ustedes tienen derecho a preguntar qué relación tiene esto de los cardúmenes con el título de esta charla.
La respuesta es: todo. De un tiempo para acá, y en especial desde la llegada de Iván Duque a la presidencia de Colombia se habla cada vez más de la Economía Naranja como un sector clave para el desarrollo económico del país.
El problema reside en que, igual que los peces, la gente se entusiasma, imita y por ese camino acaba convencida de lo que plantea el discurso oficial.
En una sociedad despojada de pensamiento crítico, casi nadie se hace preguntas. Y mucho menos preguntas incómodas.
Así que vamos a formular algunas. La primera de ellas es obligatoria: ¿De dónde salió todo esto?
Aunque casi todos coinciden en remitirse a Sillicon Valley, el enclave Californiano de las tecnologías digitales, donde unos cuantos visionarios se enriquecieron a una velocidad muy propia de los tiempos, en el caso colombiano, fue el hoy presidente Iván Duque quien, en compañía de Felipe Buitrago, adelantó para el Banco Interamericano de Desarrollo un estudio que derivó en la escritura del libro Economía Naranja: oportunidad infinita.
Como el mismo título está rodeado de un hálito de demagogia, bien vale la pena ponerse en guardia: nuestra historia nacional está surcada de fórmulas mágicas que no tardaron en derivar trucos para el lucro de unos cuantos.
El diario económico La República del 12 de septiembre de 2018, publicó las declaraciones de un funcionario del gobierno que hablaba en tono perentorio de la necesidad de desarrollar esa rama de la economía basada en tres puntos básicos: la creatividad, la cultura y las artes como materia prima; la primacía de los derechos de propiedad intelectual y la función directa de los dos anteriores como parte de una cadena de valor creativa.
Entre esos servicios se cuentan la cultura y las expresiones artísticas en general.
Es lo que llaman La Economía Naranja.
El presidente lo dejó claro en la ceremonia de su posesión, el 7 de agosto de 2018:
Nos la vamos a jugar para que este país tenga la posibilidad de ver en los emprendedores tecnológicos unos nuevos protagonistas del progreso. Que el internet de las cosas, que la robótica, que la impresión en 3D, empiecen a hacer de Colombia ese centro de innovación que tanto nos merecemos”.
Como sucede tantas veces con cosas y conceptos mal entendidos, desde distintos frentes culturales y artísticos salieron a celebrarlo.
“Al fin la cultura y las artes pueden entrar a competir en mercados abiertos”, exclamaron algunos artistas y gestores culturales.
La verdad, no me extrañó. Muchos de ellos se debaten en una curiosa frontera ideológica: cuando tienen contratos con el Estado son oficialistas a rajatabla y profesan ideas casi socialistas.
Cuando no los tienen o están a punto de perderlos se convierten en opositores.
En medio de su entusiasmo, no se fijaron en un detalle: las cifras utilizadas para impulsar el concepto de Economía Naranja incluyen en la misma bolsa toda la franja conocida como Entretenimiento: conciertos masivos, restaurantes, eventos deportivos.
-Volveré sobre esto más adelante-
Y al final, como en los noticieros de televisión, aparecen la cultura y las artes.
En la citada publicación de La República aparecen las siguientes cifras:
El potencial de la economía naranja es enorme y ya se observa en el PIB. Solo el año pasado movió más de $20 billones entre artes escénicas, productos audiovisuales e industria musical, lo que es casi 2,3% del Producto Interno Bruto, un porcentaje igual o superior a otras actividades económicas que reciben más subsidios. En todo el mundo, la economía naranja tiene un valor aproximado a los US$4,2 billones, en industrias que cada día transforman la manera cómo nos entretenemos o nos informamos. En América Latina, la cifra casi se acerca a los US$200.000 millones, en donde Colombia es uno de los más representativos. Hay mucho por crecer, pero hay que blindar este camino”.
Los números son sugestivos y pueden encandilar a cualquiera. El asunto de fondo apunta en otra dirección: bajo esa perspectiva todo queda sujeto a las llamadas Leyes del mercado. ¿Acabarán los artistas y gestores sometidos a los caprichos y gustos de los consumidores? ¿Adónde irán a parar los componentes éticos y estéticos que se suponen parte de todo acto creador?
Mucho me temo que esas preocupaciones pertenecen al pasado: en el reino del espectáculo sólo valen los conceptos de compra y venta.
Ya lo sabían en París, la ciudad que mató de hambre a Amadeo Modigliani y cuyos marchantes se enriquecieron décadas más tarde con la venta de sus cuadros.
No sé, sospecho que uno de esos marchantes fue el inventor de la Economía Naranja.
¿Qué es eso del entretenimiento?
Bueno, para ser precisos debemos saber que hay una cosa de la que el ser humano huye como de la peste: el aburrimiento, esa manifestación del vacío, anclada en un profundo descontento con uno mismo y con todo lo que lo rodea.
Para eludirlo o mitigarlo, los hombres inventaron las diversiones, o lo que ahora se ha dado en llamar entretenimiento.
A esa condición pertenecen tanto el circo romano, como los modernos espectáculos musicales y deportivos, pasando por los salones literarios que tanto prestigio tuvieran en la Europa de la Ilustración.
Esos salones combinaban a la perfección los deleites del sexo con versadas conversaciones sobre la llamada “Alta Cultura” o “Bellas Artes”.
Vistas, así las cosas, no es una casualidad que buena parte de los grandes artistas fueran cortesanos: personas que gravitaban alrededor de las cortes y derivaban su subsistencia o su riqueza del grado de empatía que despertaran en el soberano.
De modo que la franja del entretenimiento no es algo nuevo para la sociedad. En realidad, las diferencias pasan por lo cualitativo. Si bien los artistas y filósofos vivían en muchas ocasiones del respaldo de los poderosos, había un respeto por su obra, al punto de que los libros de Voltaire, de Rousseau y de Erasmo llegaron hasta nuestros días gracias a esos mecenazgos.
Dicho de otra manera: las creaciones artísticas pertenecían al campo de los grandes valores. Al patrimonio intelectual y artístico forjado por la humanidad a lo largo de los siglos.
Con la Economía Naranja esas producciones se reducen a la condición de productos para entretener, tal como lo ilustran los noticieros de televisión, donde los libros, las exposiciones, las películas y los conciertos aparecen reseñados al final de la emisión, al lado de los escándalos de los famosos que caracterizan las franjas de farándula.
Con ese panorama, el consumidor de información se queda sin criterios para aproximarse a aquello que le muestran ¿Cómo podría tenerlos si la publicación de un nuevo libro es situada al mismo nivel del divorcio de un futbolista o la preñez de una cantante de moda?
Por eso en esos estudios sobre la Economía Naranja, conviven en significativa promiscuidad los desarrollos tecnológicos, los restaurantes de (moda no olvidemos que los cocineros han sido elevados a la categoría de artistas) las ferias de moda, los espectáculos deportivos… y las actividades artísticas y culturales como otro producto en el mercado, y por lo tanto sometidas a las denominadas leyes de oferta y demanda.
Y bien sabemos que en este último territorio son los gustos y necesidades del público los que determinan tanto los contenidos como los aspectos formales de las obras.
Y si esos “gustos y necesidades” son formados y deformados por los medios de comunicación que al mismo tiempo son propiedad de los grandes grupos de poder económico, estamos frente a un callejón sin salida del que solo se puede escapar tomando una distancia crítica que permita recuperar las viejas formas de diálogo con las obras de los autores, no con las mercancías impulsadas por los fabricantes.
A esta altura del camino aparece otra pregunta obligada ¿Cuál es el rol del Estado a la hora de identificar, conservar y promover el patrimonio cultural?
La Constitución Política de 1991 reconoce en el Estado la base de la nacionalidad. En consonancia con ese concepto les asigna responsabilidades puntuales a sus agentes en el orden local, regional y nacional. Con algunos yerros y deficiencias, en las últimas dos décadas se ha cumplido con esos compromisos.
En esa tarea se ha aprendido de aquí y de allá. En las idiosincrasias regionales y en las políticas de países como Estados Unidos para la gestión y desarrollo de las redes de bibliotecas públicas. En la financiación que países como Francia les brindan a los artistas y en el importante rol de las fundaciones privadas para el sostenimiento de museos.
Poner la cultura y las artes en la misma bolsa de bienes y mercancías sujetos al mercado conlleva una serie de riesgos que debemos pensar antes de hablar de “Oportunidades Infinitas”.
Si las obras y sus gestores quedan sujetas a los mercados es altamente probable que sus aspectos de forma y fondo queden atados a los caprichos y veleidades de los consumidores. Por lo tanto, resultaría tentador utilizar para los libros, las pinturas, las piezas musicales y otras manifestaciones artísticas las mismas lógicas mencionadas al comienzo.
Mejor dicho: podría no haber diferencia entre promover una canción y comercializar unas zapatillas. De hecho, es una situación que vivimos con bastante frecuencia en la vida cotidiana.
Por ese camino, “El mejor” será siempre quien venda más.
Llevado a un terreno caro a las prácticas en boga, los emprendedores exitosos (“los mejores”) serán quienes capten todos los recursos, mientras los que no triunfen en esa competencia (aunque también sean muy buenos) desaparecerán del mapa a resultas del impulso de los mercados.
Alguien dirá que esas son las leyes de la economía. Lo que vendría a darle razón a Karl Marx, cuando advirtió hace ciento cincuenta años que los seres humanos y sus realizaciones terminaríamos todos convertidos en mercancías.
Alienación, llamó el filósofo alemán a su visionaria tesis.
Todos los aquí reunidos participamos- con las ineludibles diferencias y contradicciones- de una visión común: aquella que asume y gestiona las bibliotecas públicas como un patrimonio colectivo en el que los distintos integrantes de la sociedad se encuentran para gestionar lo público, para reconocerse, para obtener información y- lo último pero no menos importante- para identificar, conservar y difundir el patrimonio cultural construido desde la aldea, desde la región y el país, todo ello influenciado, a veces para bien y en otras para mal, por el ininterrumpido flujo de información que nos llega del mundo entero a través de las cada vez más sofisticadas tecnologías de la comunicación.
El concepto de públicas hace de las bibliotecas el soporte de la democracia: de esa búsqueda del bien común consignada en constituciones tan importantes como la francesa y la norteamericana.
Convertir los servicios de las bibliotecas públicas en mercancías acarrea entonces un enorme riesgo político y social que puede reducir a la mínima expresión el patrimonio colectivo del que hemos venido hablando.
Imaginemos unas bibliotecas públicas en las que todos sus servicios- incluido el de la lectura- han sido privatizados y en las que, por lo tanto, se evalúa la gestión en términos de ingresos mas no de personas de carne y hueso beneficiadas con sus programas.
¿Podríamos llamarlas bibliotecas exitosas?
Ese es el peligro mayor de concebir la cultura desde el enfoque de los banqueros y no desde la experiencia y las necesidades de quienes la tejen cada día.