Se sabe y se asume cronista y nada más. Con eso le sobra y basta para contar una realidad como la colombiana, que todo el tiempo nos sobrepasa con su abrumador despropósito. Y la cuenta con el tono cadencioso de esos viejos juglares vallenatos que escuchaba de niño.
Ya se trate de los relatos más gozosos o de las historias más terribles, Alberto Salcedo Ramos escribe con la despreocupada cadencia de los juglares vallenatos que, de niño, alimentaron su universo musical desde esos enormes picós que en la costa Atlántica son casi la insignia de toda familia digna de ese nombre.
Lo de despreocupada es solo una manera de decir. En realidad sus textos se leen de un tirón porque se ha consagrado a ellos con el rigor y la paciencia del artesano que se dedica a cada uno de los engarces de su filigrana con la tenacidad de quien sabe que en ello le va la vida.
Entre la piadosa ironía de un texto titulado De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho a la pesadilla de los campesinos destrozados por la avanzada paramilitar, median obras tan valiosas como la inmersión en las aguas profundas de la errática vida de Kid Pambelé o esa crónica entre tierna y despiadada que es La eterna parranda de Diomedes Díaz, un viaje a la vida, obra y desastres de uno de los más célebres músicos de la escena vallenata.
Salcedo se sabe y se asume cronista y nada más. Con eso le sobra y basta para contar una realidad como la colombiana, que todo el tiempo nos sobrepasa con su abrumador despropósito. Nada de esas incursiones veleidosas y casi siempre equívocas que algunos cronistas se conceden en otros géneros que les son ajenos por vocación y estilo.
Heredero afortunado de maestros como Gay Talese, Norman Mailer o Tomás Eloy Martínez, Alberto Salcedo enfoca su mirada en lo que hay detrás, en la dimensión sublime o brutal escondida tras el juego de sombras chinas que llamamos realidad.
De allí regresa para compartirnos los entresijos de vidas tan apasionantes como la del juglar Leandro Díaz– él mismo un personaje de la picaresca – o para dejarnos sobre la mesa un texto impecable y agradecido sobre el maestro José Benito Barros. Si: el creador de La Piragua.
En su libro La invención de la crónica, la escritora venezolana Susana Rotker desliza una sugestiva teoría: la realidad latinoamericana es tan dislocada que obligó a la creación de un género capaz de abarcarla en toda su dimensión. Siguiendo los rastros de José Martí y de Rubén Darío, la profesora ve en ellos la continuidad de los narradores que llegaron a registrar la aventura de Europa en América y tuvieron que forjarse un lenguaje propio para hacer creíble la inverosimilitud de lo que vieron.
Salcedo Ramos se inscribe en esa tradición. Por eso puede contarnos su aproximación a la multitudinaria fauna de la que somos parte: músicos, políticos, boxeadores, futbolistas, cantantes y malhechores desfilan, vivos y palpitantes, por las páginas de sus libros con sus fardos de dicha y desolación, de solidaridad y maldad.
Es un lugar común – además de una perogrullada- decir que la realidad supera a la ficción. Pero en América Latina la desmesura nos empuja a crear lentes para contemplarla y narrarla en toda su dimensión.
La convivencia entre el pensamiento mágico y los intentos de racionalidad, nuestro al parecer infinito acervo de solidaridad borrado de pronto por las formas más brutales y refinadas de la barbarie, la disposición a la fiesta y el regocijo desembocando de repente en las múltiples formas del patetismo sentimental.
Estas y muchas otras son facetas de unos pueblos que llevan cinco siglos tratando de averiguar a qué y a quién se parecen: a sí mismos- con todo y lo compleja que pueda ser esta idea- o a los modelos impuestos por el poder desde las metrópolis.
La crónica es uno de esos lentes acuñados para interrogar y contar la realidad.
El fino olfato de Alberto Salcedo Ramos ha sabido identificar esas señales y adentrarse en los territorios donde la gente reinventa cada mañana las distintas maneras de amar y de olvidar, de vivir y de morir.
El resultado de esa aventura es un puñado de libros que le han merecido reconocimientos como el Premio Simón Bolívar o el Premio de Periodismo Rey de España.
Pero más allá de los logros están esas historias tiernas y dolorosas que Salcedo ha perseguido por todos los rincones de Colombia. De regreso a casa el escritor despliega ante nosotros todo un universo lleno de matices y sorpresas que nos cuenta con el tono de los viejos narradores que, bien cobijados junto al fuego, desgranaban anécdotas frente a un auditorio embelesado ante el poder de las palabras.
Solo que Alberto Salcedo Ramos le añade otro valor: las cuenta con el tono cadencioso de esos viejos juglares vallenatos que escuchaba de niño en los picós de su tierra natal.