Entonces pensé que tal vez sería acertado reconocer en las niñas, desde pequeñas, el derecho a la libertad de escoger, y preguntarles primero qué preferirían vestir
Hace unos años me encontraba realizando el proceso de búsqueda de colegio para mis hijos. Mientras recorríamos las instalaciones de uno de los centros educativos que visité, una mamá que también formaba parte de la visita le preguntó a la profesora que nos guiaba, no sin evidente desilusión:
“¿Por qué las niñas ya no llevan falda como uniforme?”.
No recuerdo exactamente cuál fue la razón que indicó la profesora, pero sí recuerdo comentar que a mí me parecía estupendo, dado que yo tuve que llevar falda a lo largo de toda mi vida escolar y siempre me pareció, por decir lo menos, un suplicio.
Hace unas semanas, se inició en el Perú un debate en torno al uso obligatorio de la falda en el uniforme escolar. La reciente investigación “El uso de la falda escolar y su relación con las desigualdades de género en el sistema educativo”, desarrollada por la especialista en educación y protección de la infancia Lizeth Yllanes, reveló la incomodidad que sienten la mayor parte de las niñas y adolescentes al usar esta prenda, debido a que, como ellas mismas señalan, la falda les impide saltar, correr y participar con comodidad en ciertos juegos; en suma, les dificulta el hecho de poder moverse con libertad.
Si bien existe en el Perú una resolución ministerial donde se establece que el uniforme en los colegios públicos no es obligatorio, muchas veces las instituciones educativas hacen oídos sordos a esta medida.
La difusión de los resultados del estudio señalado motivó a que un congresista solicitara al ministro de Educación que se tomaran acciones concretas para que el uso de la falda escolar sea voluntario. En otras palabras, que la decisión de llevar falda o no dependiera de las niñas y adolescentes.
No faltaron las voces que calificaron a este asunto de superficial, y sugirieron enfocar la atención hacia aquellos problemas que “verdaderamente” afectaban al sector educativo –la precaria infraestructura de muchos colegios públicos, por ejemplo–.
Sin embargo, tampoco faltaron las voces de aquellas mujeres que recordaban haberse visto directamente afectadas por el uso de la falda escolar.
La periodista Nora Sugobono aún recuerda el mandato que profirió una monja al verla, con falda, sentada en el suelo: “¡Levántate! Por ahí entran el frío y el demonio”; y la escritora Gabriela Wiener no sólo menciona las dificultades que implicaba llevar falda para jugar a la liga o a los jaxes, sino las veces en que los niños les levantaban la falda a las niñas a modo de chiste, o se ubicaban debajo de las escaleras para mirarlas subir las gradas desde ese ángulo.
Las cosas no han cambiado mucho por lo visto. Las niñas y adolescentes que participaron en la investigación reciente declararon sentirse muy vulnerables frente a las mismas molestias que a Wiener aquejaban hace dos décadas. E incluso señalaron otras: hoy en día, los muchachos suelen colocar espejos en el piso durante la formación.
En mi caso, no recuerdo en qué momento la enagua fue reemplazada por la licra como prenda a utilizar debajo de mi falda escolar –la cual además debía cubrir la totalidad de mis rodillas, puesto que en caso contrario, la madre superiora contaba con la autoridad de romper despiadadamente el ruedo–.
Sí recuerdo, ya en la adolescencia, los rumores que se gestaban entre los muchachos sobre las chicas que al parecer no llevaban licra, y el círculo que formaban alrededor de aquellas que, debido a alguna actividad escolar, se subían en una silla para decorar el salón. Tampoco recuerdo que las chicas realizáramos deporte alguno durante la hora del recreo: la vestimenta deportiva se restringía a las escasas dos horas de educación física que recibíamos a la semana.
Hace unos días, una mujer recogía un vestido de niña en la lavandería. El vestido era excepcionalmente pomposo. Una de las señoras que atendía no podía ocultar en el rostro la fascinación que despertaba en ella el atuendo. “¡Así es como se debe vestir a las niñas!”, exclamó conmovida.
Entonces pensé que tal vez sería acertado reconocer en las niñas, desde pequeñas, el derecho a la libertad de escoger, y preguntarles primero qué preferirían vestir.