Los colombianos nos hemos visto sometidos a una violencia extendida en el tiempo y excedida en crueldad. Nuestra historia ha sido copada por esta tensión, por lo menos durante el último medio siglo.
Necesitamos una cura masiva, para que la hendidura no se colme de miedo.
Fotografías tomadas de: centrodememoriahistorica.gov.co
Informe BastaYa
En días pasados me preguntaba un médico: cuando uno tiene una herida en el cuerpo, ¿qué le echa para que se cierre?
En el caso de afectaciones físicas, todos tenemos una idea más o menos precisa del procedimiento a seguir para sanar (evitando que virus y bacterias las infecten), y ojalá, cicatrizar bien.
Cuando se trata de eventos que han causado un alto impacto emocional, generando secuelas sicológicas severas, bien podríamos hablar, igualmente, de heridas. El fallecimiento de un ser querido es una de ellas. Algo de la fe en el mundo se pierde, irremediablemente, cuando se enfrenta este suceso, y el individuo empieza a preguntarse, en virtud de la evidencia cercana, ¿cuándo a mí?
Es el drama del ser humano, a quien Edgar Morin, sociólogo y filósofo francés, ha denominado un ser para la muerte.
Si el deceso se nos presenta, además, a través de un hecho violento, un asesinato, por ejemplo, la perplejidad aumenta hasta constituirse en desconcierto vital.
Los colombianos nos hemos visto sometidos a una violencia extendida en el tiempo y excedida en crueldad. Nuestra historia ha sido copada por esta tensión, por lo menos durante el último medio siglo. La misma que se traduce en constante condición de extrañamiento.
Según los datos recopilados por el Centro de Memoria Histórica, entre los años 1958 y 2012, el conflicto armando ha causado la muerte de 218,094 personas, siendo el 81% de estas civiles. 11,751 de ellas fueron asesinadas en masacres: terror ejercido a poblaciones desarmadas, que fueron ejecutadas aplicando a ello el mayor grado de sevicia y crueldad.
En el mismo periodo se registraron 25,007 desapariciones forzadas. Entre 1985 y 2012, 5,712,506 colombianos fueron desplazados.
Estos registros están compilados en el informe denominado “¡Basta ya!, Colombia: memorias de guerra y dignidad”, cuyo capítulo V está dedicado a los relatos de las víctimas.
Necesita uno agarrarse bien a la silla para poder transitar por estas páginas, y sumergirse en la tragedia que ha significado la guerra, sintiendo, junto con los sobrevivientes, la ansiedad que produce el horror. En todos los casos, la pregunta permanente, como rajadura psíquica, está concentrada en el ausente.
Ausente es, como me fue recordado por una voz lejana, aquel que debiendo estar no está. Lo es también quien permanece alejado o separado, por imposición, de alguien o de un lugar.
Estamos heridos, y nuestra lesión -ultraje y ofensa-, sigue abierta.
¿De qué vamos a llenar el abatimiento para que sane? ¿Cómo, conjuntamente, enfrentar el tiempo por venir, para evitar que el corte se torne llaga?
Necesitamos una cura masiva, para que la hendidura no se colme de miedo; estado conducente a la rabia y a la apatía de vivir.
El sujeto acosado por un pavor perpetuo es sicológicamente (y, por ende, políticamente) manipulable, y ese camino no nos guiará al alivio necesario para superar lo sucedido.
Es necesario fundar, comunalmente, la ilusión de un porvenir posible, hechura de esperanza que sosiega. Crearnos un nuevo relato, para que por fin cierre la herida, y podamos abandonar tanto dolor.