Al frente del Colombo Americano hizo parte de la creación de dos de los proyectos más importantes del sector cultural en Pereira: La Cuadra y Corto Circuito. Y quizás en ese cuidado por su morada más intima estén las claves para entender su silenciosa y fructífera tarea a lo largo de casi medio siglo.
Fotografías: Diego Val.
Mis amigos guatines
Sin falta llegan todos los días- incluyendo domingos y festivos- a las siete de la mañana y cinco de la tarde por su provisión de yucas y plátanos.
Se llaman Belisario, James y Flavio. Lucía Molina y su esposo Samuel Botero saben que sus amigos llegarán puntuales a la hora del desayuno y la merienda.
Y no les fallan.
Son tres guatines que forman parte de la familia, aparte del perro Rufo y la gata Linda.
Todos viven en la parcela La Galopera, ubicada en el sector de El Tigre, una zona rural a media hora del centro de Pereira.
Ah, bueno, La Galopera fue bautizada así en honor a una de las canciones favoritas de Samuel un cantor de boleros que alguna vez fue integrante del grupo Señores. “En un barrio de Asunción / gente viene y gente va”, dice uno de los versos.
La visita de los guatines y el cuidado del jardín son los dos rituales que Lucía no se salta desde que se fueron a vivir hace doce años a ese refugio, luego de consagrarle media vida al quehacer cultural de la región al frente de distintas actividades del Colombo Americano con sede en Pereira.
La lengua de Shakespeare
“Supongo que fue en los días del colegio cuando empecé a enamorarme de esa lengua clara y precisa. Moon, river, sun, y por supuesto los días de la semana y los colores del arco iris fueron las primeras palabras que memoricé, como casi todo el mundo.
Tal vez fue en los tiempos del kínder en el colegio Sagrados Corazones, porque todavía no existían los jardines infantiles, y más tarde durante la primaria y el bachillerato con las monjas del colegio La Enseñanza, de quienes tengo un muy buen recuerdo, así como de mis compañeras de colegio.
Con la mayor parte de estas últimas mantengo un contacto frecuente a través de las redes sociales. Cultivar y sostener esas relaciones es una de las maneras de seguir viva.”
Lucía está sentada a una de las mesas de la cafetería, en la sede del Colombo en la carrera sexta con calle veintidós. La algarabía de niños y jóvenes que salen y entran la devuelve a los primeros tiempos de esta institución que llegó a Pereira en 1968, año de leyenda en el mundo entero.
Camilo Torres y Ernesto Che Guevara habían muerto en combate. Estudiantes y obreros estremecían las calles de París con sus consignas libertarias. Así que los Estados Unidos no gozaban de muchos hinchas entre las jóvenes generaciones, cuyos ojos miraban más hacia La Habana y sus revolucionarios barbudos.
Lucía es bajita, menuda, de ademanes elegantes y fina conversación: una de esas damas educadas en los viejos principios religiosos y cívicos.
“Mi contacto con el Colombo se dio muy temprano. Pues a mi regreso a la ciudad, luego de una breve temporada en Manizales, donde alcancé a cursar un año de Servicio Social, empecé a estudiar inglés y secretariado bilingüe, algo muy frecuente en esa época, pues todavía no se daba el ingreso masivo de las mujeres a la universidad. Para entonces ya me había casado con Samuel, cuando apenas contaba diecinueve años de edad, algo que también era cosa habitual.
Basta con decir que a los veintiún años tuve a mi hijo Andrés y a los veinticuatro a Nicolás. En un momento pensé que la crianza de los niños interrumpiría mis estudios, pero no fue así. De modo que empecé a echarle ojo a la posibilidad de un trabajo en la biblioteca del Colombo, que estaba ubicado en la carrera séptima entre calles veintidós y veintitrés.
Uno dice biblioteca y piensa en un recinto enorme, pero en realidad se trataba de una habitación donde los libros se ubicaban en tablones gruesos sostenidos por ladrillos. Pero las grandes cosas casi siempre tienen comienzos así”.
Un paraíso de libros
Siguiendo la conocida frase de Borges, a la joven madre la biblioteca, entre la que se contaban unos cuantos ejemplares en inglés y algunos títulos sobre cine, pintura y teatro, se le antojaba puerta de entrada a una tierra de promisión.
Muy pronto, ya posesionada de su cargo, descubrió que había elegido un buen camino. A su sitio de trabajo empezaron a llegar jóvenes que buscaban orientación sobre arte y cultura. Entre ellos se contaban unos muchachos inquietos por el cine y sus muchas vertientes que lo habían convertido en una de las grandes expresiones culturales del siglo XX.
Entre ellos se contaban Fernando Maldonado y Germán Ossa quienes, al lado de otros contemporáneos, fundarían el Cine Club Universitario, forjando así las bases de un fervor por el buen cine que, corrida la segunda década del siglo XXI, no cesa de consolidarse en la región.
“Pero el momento clave llegó en el año de 1979. El periodista y abogado César Augusto López Arias presidía la Junta Directiva del Colombo. Un día se acercó a la biblioteca y me dijo: Lucía, organice una Semana Cultural para celebrar el mes del idioma. Casi me muero del susto, pues hasta ese momento me había dedicado solo a cuidar los libros. Pero la suerte estaba echada y empecé a buscar contactos en el medio cultural.
Fue así como organicé un par de conferencias, una sobre la cultura quimbaya, orientada por Hugo Ángel Jaramillo y la otra sobre El Quijote, a cargo del profesor Bernardo Trejos. El cuento es que no asistió nadie, pero en lugar de desistir, nos dijimos que al año siguiente reforzaríamos la difusión. Aparte de las charlas organizamos una exposición de pinturas y presentamos una obra de teatro dirigida por Gustavo Rivera.
Ese fue el germen del Área Cultural del Colombo en Pereira. Los eventos los hacíamos en el Teatro Comfamiliar, durante la administración de Norma Montes. Esa era la única sala con un propósito cultural concreto en la ciudad”.
Aparte de sus flores y sus amigos animales, Lucía Molina comparte con su esposo Samuel un afecto especial por los boleros. El hombre interpreta la guitarra y conserva una buena voz. De vez en cuando, animados por una copa de vino tinto, comparten una de sus canciones favoritas: Sabor a mí.
En otras ocasiones, recorriendo algún sendero de la parcela, pastorea sus recuerdos de infancia y juventud. Entonces, sus afectos la conducen a la finca de su padre, el pediatra Emilio Molina. El viejo, querido como nadie entre sus numerosos pacientes pobres, poseía una pequeña tierra por los lados de Viterbo.
Molinares, la bautizó y cada año la hacía pintar de colores vivos sin importarle mucho si contrastaban o no: lo suyo era un pacto con el paisaje. A través de esos colores le rendía tributo al amarillo de los mangos maduros, al verde de las guanábanas, al azul del cielo y al naranja de los zapotes.
“Aparte de su manera tan particular de ejercer la medicina, en la que primaba más el servicio al prójimo que el dinero, mi papá tuvo otra pasión: la carpintería. Sin que nadie se enterara hizo cursos. De un momento a otro empezó a hacer muebles para la casa: sillas, mesas, armarios. En la familia recordamos una anécdota con mucho cariño: a menudo las mesas le quedaban cojas.
Entonces, con el mismo cuidado que le dedicaba a la atención de sus niños enfermos, se consagraba a remendar las patas de las mesas con trocitos de madera, y no descansaba hasta que le quedaban firmes. Pienso que esa tenacidad y esa dedicación a las cosas y a los demás lo caracterizaron siempre como persona”.
Idéntica devoción les dedicó a sus nietos, entre ellos los hijos de Lucía, Andrés y Nicolás. Apasionados del fútbol, contaron desde muy temprano con la complicidad del padre y el abuelo. Andrés alcanzó incluso a recorrer un promisorio camino como futbolista aficionado, que lo condujo a las filas de una legendaria selección Risaralda, al lado de una estrella fugaz que hizo soñar a los colombianos durante el suramericano juvenil de 1985: John Edison Castaño.
Pero a Andrés las rodillas le jugaron una mala pasada y pasó a ver los partidos desde la tribuna. Por esos días Lucía tuvo que ayudarle a enjugar unas cuantas lágrimas.
Los amigos de la cuadra
El Colombo Americano ya se había hecho a un lugar en la escena cultural de la región. No solo ofrecía cursos de inglés: también organizaba exposiciones mensuales con artistas de reconocimiento nacional. En otro frente de actividades programaba conciertos, al tiempo que aumentaba y diversificaba su biblioteca. Además, contaba con nueva sede, situada en el sector de La Circunvalar. Hasta allí se extendió su actividad cultural.
“Estábamos ya en el siglo XXI. Hora de afrontar nuevos desafíos. Entonces se dio una de esas oportunidades que uno debe acoger al vuelo porque solo se presentan una vez en la vida. En la cuadra donde funcionaba el Colombo tenían sus talleres tres de los más representativos artistas plásticos de la ciudad: Viviana Ángel, Jesús Calle y Carlos Enrique Hoyos. A ellos se sumaba el fotógrafo Javier García.
Un día se plantearon lo que podría suceder si abrían sus talleres al público en forma periódica. Digamos una vez al mes. Desde el Colombo acompañamos la idea y ya sabemos lo que La Cuadra significa hoy. Es un programa de tal envergadura que desde otras ciudades del país llegan artistas y gestores culturales para aprender la manera de replicar el modelo”.
Un poco más joven que La Cuadra es el programa Corto Circuito, escenarios para el arte, integrado por las entidades que tienen salas de exposiciones en el centro de Pereira: Areandina, el Colombo Americano, Comfamiliar Risaralda, la Alianza Francesa y La sala Carlos Drews Castro de la Secretaría de Cultura de Pereira
“En ese caso también se dio una situación afortunada : la puesta en marcha de Megabús, el Plan de Renovación Urbana del Centro de Pereira y el hecho de que la sala del Colombo se había quedado corta para atender las necesidades de la nueva generación de artistas.
Como cada una de las instituciones hacía exposiciones por su cuenta y en fechas distintas, un día nos planteamos junto a Carlos Enrique Hoyos la necesidad de integrar y sumar todos esos esfuerzos en una serie de exposiciones simultáneas inauguradas el mismo día y a la misma hora.
Citamos a una reunión con los responsables de las salas y ¡Zas! Nació Corto Circuito, una experiencia cultural que, entre otras cosas, modificó por completo la percepción que muchos tenían sobre el centro de la ciudad”.
Desde el jardín
Siguiendo una vieja tradición, Lucía atiende los ciclos de la luna para el cuidado de sus plantas. La siembra, la poda, el trasplante, están regidos por esos ciclos milenarios. Por eso ni sus plantas ni sus flores precisan de otras ayudas. Basta con atender a esos ritos para que sus amigas gocen de buena salud.
Siempre ha sido cuidadosa de los ritos.
Como el desayuno y la merienda de los guatines.
Como las atenciones para Rufo y Linda.
Como los fríjoles los viernes.
Quizás en ese cuidado estén las claves para entender su silenciosa y fructífera tarea en el sector cultural de Pereira a lo largo de casi medio siglo.