La mirada detectivesca

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En su libro de memorias titulado Contra toda esperanza, la escritora rusa Nadiezhda Maldenstam (Sarátov,1890- Moscú,1980) habla de la mirada detectivesca para referirse a esa condición de los habitantes de la Unión Soviética convertidos por el régimen estalinista en vigilantes y delatores de sus vecinos, de sus amigos, de sus familiares y hasta de si mismos.

Con un agravante: los delataban aunque no hubieran cometido ningún delito: los organismos del Estado ya se encargarían de inventar los cargos y los testigos.

Desde el comienzo de los tiempos esa ha sido la gran tentación de los regímenes totalitarios, independiente de su filiación ideológica: encontrar culpables para destinar al destierro o al paredón de fusilamiento.

Foto por mohamed hassan formulario PxHere

Cuanto más inocentes sean los condenados, mucho mejor. Así quedará demostrada la condición todopoderosa del régimen. ¿A cuento de qué preocuparse entonces por investigar, procesar y castigar un culpable, si tiene millones de inocentes a su disposición?

Pienso en esas cosas, porque algo muy peligroso acecha a la humanidad desde el comienzo de la cuarentena, y no es propiamente la Covid-19. Después de todo, convivimos con microbios desde mucho antes de convertirnos en humanos.

Y es seguro que esas criaturas impredecibles nos sucederán cuando termine nuestro tiempo sobre la tierra.

Aquí se trata de otra cosa: es la tentación de los totalitarismos, embozados detrás de las medidas de excepción tomadas por los gobiernos locales, regionales y nacionales para enfrentar la emergencia planteada por el coronavirus.

Hasta ahí todo es comprensible. Pero ahí es donde empiezan los riesgos, porque muchas de ellas se quedarán cuando, una vez superada la emergencia, los aspirantes a reyezuelos se convenzan de su eficacia.

Cuando uno les hace seguimiento a las declaraciones de los mandatarios, pronto descubre que las palabras y las frases utilizadas se repiten con inusual frecuencia: ordené, decreté, mandé, decidí, convoqué, promulgué, solicité, establecí. Todo en primera persona del singular. La fascinación de convertirse en el Yo, el supremo de la novela de Augusto Roa Bastos salta a la vista.

Foto por formulario PxHere

Por lo visto, conceptos como democracia y participación se desvaneciaron con la escalada de la pandemia.

Si a eso le sumamos los interrogatorios a los que nos vemos sometidos los ciudadanos cuando intentamos adelantar  gestiones que apenas cinco meses atrás eran rutinarias, existen motivos de sobra para inquietarse. Esos formularios en los que un funcionario aterrorizado por la eventualidad del contagio anota nuestros datos personales, se parece bastante a los utilizados por las burocracias nazi, fascista, estalinista o Macartista en sus peores tiempos.

Por ahora esa información se utiliza para preservar nuestra salud, y eso en sí es bueno. ¿ Pero qué pasará con toda esa masa de datos? ¿en manos de quién quedará?

Creo que cuando las personas dejen de ser sospechosas de estar contagiadas, lo serán de cualquier otra cosa: de ser disidentes, terroristas, enemigas del orden social.

Porque la pandemia ha entronizado un concepto caro a las mentes totalitarias: el de la “disciplina social”. Por estos días, un  indisciplinado resulta más peligroso que el virus mismo. Tanto, que los castigos bíblicos establecidos para los hijos desobedientes se quedan cortos ante las penas pensadas para estos réprobos.

¿Y cuáles son sus delitos? Por lo que leo y escucho, el más reiterado es el de la asistencia a fiestas.

En Pereira, una ciudad que se define a sí misma como trasnochadora, los trasnochadores se volvieron sospechosos, al punto  de que el vecindario les dedica esa “mirada detectivesca” tan temida en distintos momentos de la historia.

Admirados y envidiados durante décadas, los rumberos tienen ahora el aura del apestado.

Desafiando las normas, en realidad no piden nada del otro mundo. Un poco de sexo por aquí, unas copas por allá, una comilona más acá. Lo indispensable para seguir viviendo.

Porque eso es lo incontestable: la vida no se detiene ni en las peores circuntancias.

Si les echamos un vistazo a los libros de Historia no tardaremos en descubrir  que mientras las guerras y pestes diezmaban a la población, grupos enteros organizaban orgías par celebrar la vida, conjurar la muerte y, de paso, garantizar la reproducción de la especie, que, como ustedes bien saben, es uno de los efectos colaterales del sexo.

De modo que no asistimos a nada nuevo.

Insisto en que, de entrada, las medidas tomadas para enfrentar la pandemia no sólo son comprensibles sino necesarias.

Lo grave es la mirada detectivesca que alienta detrás y todavía no hemos notado.

O peor aún: no queremos notar, porque lo consideramos bueno para  “la disciplina social”.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

4 COMENTARIOS

  1. Sí, esta mirada detectivesca que describes para censurar a quienes violen la “disciplina social” es una de las “novedades” que nos ha traído la pandemia. Y hay más. Mi hijo me pasó un artículo en el Washington Post sobre una nueva costumbre en los estudios: ya no se filman escenas de amor, salvo las que protagonizan actores que forman pareja en la vida real. Y otra perla de ese tipo: mi hijo, que es actor, recibió de su agente una oferta para un papel en un anuncio publicitario… que los actores se autofilmarían íntegramente en sus respectivas casas, enviando los clips por internet a la productora.

    • Un velódromo habilitado como ” centro de reclusión” para los indisciplinados sociales. Siempre me ha inquietado la inclinación de los poderosos a convertir los escenarios deportivos en sitios de castigo, mi querido don Lalo.
      ¿Será porque eso les permite una puesta en escena simbólica frente a un público real o imaginado?
      Y lo que me cuenta sobre los actores si que genera preguntas. Pueden ser formas patológicas de la asepsia, de la pereza o de un exacerbado sentido de la rentabilidad.
      Va uno a saber qué pasa por esas mentes.
      Como siempre, mil gracias por el diálogo.
      Un abrazo y hablamos.
      Gustavo

  2. Otra comprobación interesante en esta época de pandemia: llama la atención el número reducido de palabras para denominar a la mascarilla de uso virtualmente obligatorio ahora. A ver, mascarilla… mmm tapabocas (en la región del Caribe, creo), barbijo (en Argentina y Bolivia, según la RAE) y… no encuentro otra. Seguramente los sinónimos regionales se están gestando y llegarán a ser numerosos con el tiempo, como dicen que son las acepciones de “nieve” entre los esquimales, o los sinónimos de ladrón entre nosotros… Habían notado que nosotros podemos nombrar en mil formas diferentes al ladrón? Copio de la primera página de sinónimos que encontré: caco, carterista, ratero, cleptómano, descuidero, chorizo, mangante, saqueador, timador, bandido, atracador, maleante, cuatrero, estafador… y podemos agregar otras por nuestra cuenta, chorro, motochorro, arrebatador, timador… Basta, es interminable. El ladrón es nuestra nieve. Y la mascarilla lo será en el futuro.

    • Lúcida y terrible constatación eso de que ” El ladrón es nuestra nieve” y que “La mascarilla lo será en el futuro”, mi querido don Lalo. Mi vieja, de 85 años, se preguntaba en días pasados cómo serán los recuerdos de los niños de estos tiempos : cientos, miles de personas enmascaradas y atemorizadas por algo que los pequeños no pueden definir con precisión.
      Y sobre las palabras, sólo con los aportes del tango y la salsa a la nomenclatura de los malandrines nos daría para varios diccionarios.
      Un abrazo,
      Gustavo

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