Para un país mediterráneo como Bolivia aquello sólo era posible en documentales de National Geographic y quizás en algún restaurante de alta cocina con productos congelados.
Debo de tener una increíble buena suerte o un olfato especial para toparme con suculentas oportunidades. Dicen que algunos chamanes pueden oler la lluvia a kilómetros antes de predecir el aguacero. Yo capto las partículas de la comida suspendidas en el aire, ha de ser desde cualquier distancia, sin tener la lengua bífida de las serpientes para detectar los aromas. Es como si lo viera venir. De otra forma no me explico que a menudo me encuentre en medio de un ágape fabuloso u otras delicias que llevarse a la boca. Así, sin proponérmelo ejerzo el noble arte de gorronear o hacer de paracaidista en las comidas. O tal vez es cuestión de azar o caprichos de la estadística.
Maná del cielo, me cayó el último fin de semana para apuntalar lo dicho. Estaba en casa de un pariente cuando me preguntaron si me quedaría a almorzar. Como no me hago de rogar para estos menesteres acepté al instante. Inverosímil lo que vi a continuación: en una bandeja reposaban unos filetes de un pálido naranja casi rosado, a punto de ser destinados al horno. Por primera vez en mi vida contemplé en directo el célebre color salmón. Para un país mediterráneo como Bolivia aquello sólo era posible en documentales de National Geographic y quizás en algún restaurante de alta cocina con productos congelados. Nuestros escasos ríos de montaña albergan truchas de distintas variedades y eso es todo.
Y yo que pensé que me moriría sin degustar la más excelsa de las carnes de río, el “caviar” de las truchas (tal como lo pintaban los naturalistas), de pronto me encontré que a escasas cuadras del domicilio de mis tíos, lo vendían fresco en soberbios filetes, a precio elevado pero no prohibitivo. Como no hay noticias de criaderos en el país, habrá que suponer que probablemente el pescado era chileno. Ah, caramba, tal vez hemos cometido una pequeña traición a la patria, pero qué rica traición. Ustedes perdonen, pero en estos días, con el asunto del mar ventilándose en tribunales de La Haya, hasta llevarse una uva mapochina a la boca puede ser visto como delito.
Pero mejor volvamos a nuestro salmón que enjundiosamente se doraba en el horno, salpimentado únicamente, o eso me figuro. Cuando lo sirvieron, al instante supe que meterle limón a aquel regalo de los dioses era el peor de los pecados. El limón va bien con el sábalo, el pacú, el pejerrey y otros pescados blancos. Y es prácticamente indispensable para carnes desabridas como la del surubí y semejantes. Con la trucha el dilema es más flexible, según la forma de cocinarla. Pero al salmón, que la vista goza como carne roja, un chorro de limón le cae fatal, neutralizando todo ese sabor fuerte, impregnado de algas y humedad de musgo que lleva consigo. En ese dejo otoñal, maderoso, de hojas descomponiéndose, está el gusto. No caben suavidades y otras pamplinas.
Después de haber sido partícipe de tal privilegio, debo decir que jamás había probado una carne tan fina, suave y subyugante, una auténtica delicatesen que permanecerá en la memoria por mucho tiempo. Faltó el vino para rematar con honores un almuerzo irrepetible, de exquisita sazón, en la senda de lo espléndido. Ya ven, la perfección no siempre ronda la mesa. Pero la vida, a veces, pinta color salmón.
P.S. Naturalmente, no podía faltar la banda sonora para homenajear a este regalo de la naturaleza.