Las crónicas del cáncer

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Ahora, doce años más tarde, estoy libre de cáncer y de compromisos. Estas historias están en mi pasado, pero no olvidadas, un confuso pedazo de mi historia que informa a mi consciencia constante de la brevedad e imprevisibilidad de la vida.


Texto por Evelyn Wittig
Extraído de Medium en español

 

De todos los recuerdos que se desvanecen en el olvido después del tratamiento del cáncer, estoy un poco sorprendida por la claridad con que recuerdo el momento en que me enteré del nódulo.

Era la primavera de 2001, y yo era una estudiante de segundo año en la escuela secundaria, a mis quince años era apropiadamente incomprendida por el mundo y una cerebrito abstemia que anhelaba una noche de Natty Ice (cerveza barata y alta en alcohol) a la luz de la luna con uno de mis innumerables amores imposibles.

A estas alturas de la vida, mis mayores problemas eran los inútiles intentos de batir el nivel ocho en el juego de PC Tomb Raider (siempre terminaba empalada por picos en el hoyo del tigre) y la vergüenza derivada de la vez que mi mamá me sorprendió intentando fumar Nag Champa.

 

Nota del Editor: No hará que vueles.

 

Una noche entre semana, yo estaba en mi habitación, descargando de Napster la banda sonora de la película Go, resultado de estar obsesionada con el remix de Fatboy Slim del tema Magic Carpet Ride de Steppenwolf. En los días de conexión por marcación, esperar por este álbum era más o menos un asunto de toda la noche.

 

 

Recuerdo estar frotando mi hombro derecho, y sentí una masa del tamaño de una pulga justo por encima de mi clavícula. Con el ceño fruncido, lo pinché y lo moví, pensando que era extraño cómo podía manipular sus coordenadas bajo mi piel.

No recuerdo que se me haya ocurrido que podría ser cáncer, no sonaron las alarmas, un minuto más tarde estaba de vuelta en tres salas de chat de AOL a la vez bajo el nombre de pantalla BlondeFox, no es algo que admita cómodamente pero probablemente estaba muy cerca de terminar en Dateline.

Al año siguiente, exhibí casi todos los síntomas clásicos del Linfoma de Hodgkin, además de nódulos inflamados, pérdida rápida de peso, sudores nocturnos, fiebre persistente, y la más angustiosa, un sarpullido con picazón en mis antebrazos y piernas. Llegó a ser tan intensa, que me rascaba hasta que sangraba y formaba costras, así obtuve el adorable apodo de «Scabies» (sarna), que me puso mi ávido y tortuoso abusón. (Pues resulta que no me contagiaría de la sarna hasta mucho más tarde, por un drogadicto injustamente atractivo y confundido sexualmente, que me sorprendió con sexo anal y se orinó en mi ropa sucia.)

En marzo de 2002, descubrí el segundo nódulo sobre mi clavícula izquierda, muy parecido al primero, que ya se había hecho más grande. La explicación de mi médico, un bien intencionado y viejo alcohólico, sobre mis síntomas había sido una reacción a la fiebre por arañazo de gato. Comprendimos lamentablemente tarde, que el Dr. Lewicki era un buen médico, siempre y cuando no estuvieras mal.

En la cita que mi madre había hecho después del debut del nódulo número dos, él examinó mi historial médico y una radiografía de hace seis meses y su rostro se volvió sombrío y pálido, excepto su nariz de color rojo Rudolph. «Lo siento», dijo, «parece que en este caso me equivoqué con el diagnóstico».

Esa misma tarde fui remitida a un oncólogo, quien gentilmente nos explicó a mi mamá y a mi las posibles razones de mis dolencias, pero que, a primera vista, mi perfil se ajustaba perfectamente al Hodgkin. Me moví alrededor de la mesa en mi bata de papel.

«¿Sabes lo que es eso?», preguntó.

«Por supuesto que lo sé», suspiré con indignación, “he visto todos los episodios de Party of Five». Los tres nos sentamos en silencio por un momento. «Es cáncer».

 

 

Los resultados de la biopsia confirmaron el diagnóstico oficial (esclerosis nodular del linfoma de Hodgkin), y fui remitida a Stanford para la preparación poco antes de mi decimoséptimo cumpleaños. El TAC se iluminó como la marquesina de un club nocturno en el Times Square en una Nueva York pre-Giuliani. Mi nuevo médico, el Dr. Roth, era un judío calvo, de mediana edad con una barba color sal y pimienta, su trato frenético con los pacientes se daba a través de una maraña de preguntas dichas muy rápidamente.

Era el jefe de oncología del Hospital de Niños Lucile Packard, sus visitas las realizaba con una estricta eficacia y siempre con empatía. Le apodé The Big Kahuna y me refería a él exclusivamente como tal, a menos que él estuviera en la habitación.

El Dr. Roth nos informó que estaba en la fase tres (la fase cuatro es considerada, esencialmente, una sentencia de muerte), y su recomendación era una quimioterapia «agresiva», seguida de radiación.

 

 

El tratamiento que él escogió para mi caso tenía el apodo de «Las cinco de Standford», un quinteto medicinal de horror. Mecloretamina (Mostaza de nitrógeno: suena chistoso. Definitivamente no lo es). Dexorubicin, Vinblastina, Vincristina, Bleomicina (Nota a las enfermeras: Probablemente es mejor notificar al paciente que ésta dosis en particular hace que tu orina sea de color rojo para evitar alarmarse innecesariamente.), y una pizca o dos de Etopósido, una toxina ADN, para al final estar seguros.

Si sobreviví al tomarme unos cuantos tragos de cada licor que mi mamá tenía en el bar, muy probablemente podría sobrevivir a este tratamiento. Hasta esa semana, nunca había imaginado perseverar ante algo peor que la adolescencia.

Mi mirada hacia el mundo cambió rápidamente mientras grandes cantidades de mi cabello caían, mi rostro se volvía pálido y tomaba la figura de una luna por el efecto de los esteroides, y luego llegaron los vómitos. Ah, ¡los prolíficos vómitos!

 

Manteniendo la Quimio Rara

 

Mientras que las chicas de mi clase compraban accesorios para la fiesta de graduación, yo caminaba alrededor de mi habitación portando un cubo en el que vomitaba, mientras discutía con la aseguradora por teléfono sobre si podrían proporcionar fondos para pelucas. (Dato curioso: El nombre técnico de la compañía de seguros para una peluca era «prótesis craneal». De inmediato me recordó a They Might Be Giants… «Todo el mundo quiere prótesis craneales en sus cabezas reales».)

En más de una ocasión no pude llegar al baño a tiempo para vomitar porque mi gato estaba ocupado bebiendo agua de la taza del inodoro. Todo sabía como papel de aluminio y apenas podía retener mis pastillas, pero igualmente gané peso. (Los esteroides, de nuevo.) La primera vez que llegué a segunda base fue con mi oncólogo, y descubrí lo que es un ataque de pánico durante mi primera transfusión de sangre a causa de una problemática caída de plaquetas.

La idea de ver a una bolsa con la sangre de otra persona entrando en mi cuerpo era problemático, y en la práctica era lo más inquietante que jamás había experimentado. Al poco tiempo, la transfusión no sería más que un lejano recuerdo de color de rosa.

La primera complicación importante con la que me encontré fue una roca de mierda del tamaño de una sandía que casi me mata. La Roca de Mierda, como se hizo conocida entre mi círculo íntimo, nació de la muy mala combinación de quimioterapia y Vicodina que me habían recetado para los dolores del cuerpo, que consumía con gusto.

Sin duda, la situación se vio agravada por el hecho de que yo estaba muy irritable para decirle a alguien que mis intestinos no se habían movido en una semana. Cuando el problema llegó a masa crítica (ja, ja), avisé a los encargados de mi atención médica, pero ya era demasiado tarde. Todos en la sala quedaron sin aliento cuando se presentó la radiografía. Yo estaba literalmente llena de mierda.

 

 

Cuatro hospitalizaciones de paciente ambulatorio, una cantidad inimaginable de prescripciones para laxantes, y 48 horas acumuladas en el trono de porcelana después, vencí a la Roca de Mierda. Las cosas se volvieron más raras. Más tarde me preguntaría porque los doctores nunca te advierten de que puede salir mal, pero supongo que las posibilidades son infinitas.

¿Roca de Mierda? ¿Por qué parar ahí? Durante los siguientes seis meses, fui hospitalizada por toda clase de aflicciones alocadas, incluyendo un choque neutropénico (un conteo de células blancas peligrosamente bajo), flebitis (coágulos de sangre infectados), celulitis (parecida a la Elefantiasis), daño nervioso, y un linfangiograma (el término sofisticado para pie masacrado).

Durante una de mis hospitalizaciones en LPCH por un caso grave de neutropenia, compartí habitación con una paciente de catorce años con obesidad mórbida y leucemia que tenía un niño pequeño y una inclinación a la violencia al azar hacia las enfermeras. Alrededor de las dos de la mañana, empezó a emitir ruidos desconcertantes, pero acercárcele no era recomendable debido a su notoria irascibilidad.

Ninguna de las enfermeras contestaba mis repetidas llamadas por el intercomunicador, y mi padre me ordenó que hiciera algo al respecto, porque le estaba incomodando la situación. Mi compañera de habitación seguía con sus berridos menos que melodiosos, así que me levanté de la cama de hospital, removí mis monitores del corazón, desenchufé mi proveedor de suero de la pared para poder caminar por el pasillo e ir en busca de asistencia.

Este escenario era un buen ejemplo de su estilo de paternidad, e incidentalmente la única vez que lo vi durante el año. Él se había presentado a regañadientes en el hospital porque mi mamá estaba preocupada de que yo no sobreviviera.

Cuando llegué a Emergencias en Sonoma la noche anterior, delirante y con 104º F de fiebre (40º C), se rehusaron a admitirme debido a cuestiones de responsabilidad que podrían surgir en caso de que yo muriera mientras estuviera bajo su cuidado. El elusivo lado positivo se hizo presente mientras la ambulancia se dirigía a Palo Alto, el trayecto fue divertido después de una considerable dosis de morfina. (Este sería un momento oportuno para poner el remix de Steppenwolf de Fatboy Slim si mi vida fuese una película.)

 

Esto es lo más cerca que estuve de una Magic Carpet Ride.

 

Pasaba las horas en las que me inyectaban veneno, para matar el veneno en mi cuerpo que me estaba matando, viendo episodios de Bob Esponja. (Hasta este día, ese programa me da nauseas.) Tenía menos de dieciocho años, así que me trataban en el ala de niños con cáncer, las imágenes de fondo que proveía esta ala eran fundamentalmente angustiosas.

Nada era más lúgubre que recibir quimioterapia rodeada de niños de tres años calvos. Eso ciertamente me mantenía consciente de lo suertuda que era, de tener, como el incomparable David Rakoff lo llamaba, «el cáncer diletante».

A veces, la pérdida de inocencia en los niños un poco mayores les proporciona una naturaleza saturnina que contradice su edad. Durante mi estadía en la casa de Ronald McDonald, mientras pasaba por mis últimos tratamientos de radiación, conocí en el patio a una pequeña niña mientras escribía en mi diario.

Ella, una precoz niña de ocho años, caminó directamente hacia mi y me preguntó de qué estaba enferma. Mi primer impulso fue suavizar mi respuesta para esta pobre niña, a pesar de que su pequeño rostro mostraba una expresión de cansancio.

Le expliqué, en un tono involuntariamente condescendiente, que tenía cáncer, mi tratamiento estaba por terminar, y yo iba estar bien. Sin perder el ritmo, me contestó directa y francamente: «Eso fue lo que los doctores dijeron acerca de mi amiga Megan. Ahora está muerta».

 

Mi tesoroooo

 

Mi demostración más significativa de negación sobre lo que me estaba pasando fue el hecho de negarme a rasurar mi cabeza. Me quedaban como 700 pelos y no estaba dispuesta a dejarlos ir, habíamos estado juntos en la trinchera y no iba dejar atrás a ninguno.

Mi mejor amiga me rogó que desistiera y me deshiciera de los «escasos», pero no había manera de convencerme.

Para mi, si usaba sombrero parecía que todavía tenía algo de cabello. La cruda realidad era que no. La tarde en la que tomé la decisión de comprometerme con ese look fue cuando mi hermano pequeño, astutamente, hizo la observación de que me parecía a Gollum.

 

«Rads», como la gente del hospital lo llama.

 

La radiación fue una bestia de otra clase. La recibiría en el ala de adultos del hospital, y sin duda no acostumbrada a lidiar con técnicos que tratan adultos. La primera vez que me subí a una larga plataforma de metal para mi consulta, un hombre se me acercó sin saludarme formalmente y simplemente dijo: «Ahora te tatuaré». Nadie había discutido conmigo ninguna modificación en mi cuerpo, así que me tomó totalmente por sorpresa.

«¿¡Qué?!»

Él parecía irritado. «Tatuajes». Repitió lentamente, como si yo no hubiera entendido: «Para tener precisión a la hora de apuntar la radiación».

«Um. No. No me haré ningún “tatuaje” hoy». Le miré con furia, sin poder voltear mi cabeza por la cinta que sostenía mi barbilla en su lugar.

«Está bien», me dijo accediendo, «entonces voy a usar un rotulador permanente. No te restriegues. No debe quitarse. Ahora voy a pegar un marcador de metal a tu seno izquierdo».

Él abrió mi bata y colocó un cable trenzado sobre mi pezón izquierdo, y comenzó a dibujar rayas y puntos en mi estómago, con una pocas X dibujadas con buen gusto. Estaba todo bien hasta que continuó por mi cuello y comenzó a dibujar en mi cara.

Traté de mantener mi compostura, pero al final no pude detener el torrente de lágrimas. Me sentí como el trasero de un asado, dividido en secciones, indefenso y deshumanizado. La histeria resultó, mientras arrancaba la cinta de mi barbilla y lloraba, tomando mi rostro sucio. El técnico retrocedió, esperando a que mi crisis nerviosa se sosegara, pero cuando las lágrimas se secaron no podía parar de temblar lo suficiente para que él tomara los rayos X que necesitaba.

Huí del hospital esa tarde en silencio, pensando en el marcador permanente que me trastornó.

Los efectos secundarios de la radiación no fueron tan severos como los de las quimio, pero la fatiga era devastadora. Estoy dispuesta a contemplar la idea de que dormir durante casi todo el mes de tratamiento fue una bendición con disfraz.

También experimenté una falta de aliento, pero es discutible que esto fuera el resultado de fingir fracturas en la espinilla para no tener que correr una milla en la clase de Educación Física en la mayor parte de mi infancia. Otro efecto secundario común de recibir radiación en la cabeza es una severa sequedad en la boca, lo que produce una rápida descomposición de los dientes.

Esto ocasionó que luego el dentista me acusara de usar metanfetamina y, para colmo de males, recomendara que necesitaba dentaduras. A los veinticuatro años ya tenía nueve tratamientos de canales (¡uno más que Lil Wayne!), y un montón de cirugías maxilofaciales. En retrospectiva, tal vez las dentaduras no eran tan mala idea… hubieran sido una broma genial en una fiesta.

 

Posando con mi mamá y un oso de peluche: sin duda no-Punk.

 

La remisión fue declarada cuando los siete nódulos inflamados fueron derrotados con éxito, y yo todavía tenía un poco de pelusa color durazno en mi cabeza mientras mis folículos volvían de nuevo a la vida. Para poder graduarme en la escuela tomé un examen por suficiencia y conseguí un trabajo de tiempo completo en Tower Records, en Sonoma, donde la mayoría de mis compañeros de trabajo no sabían que mi pelusa de color durazno no era voluntaria.

Me compré un cinturón con tachones y empecé a escuchar a los Ramones y a los Buzzcocks para que mi transformación en punk fuera más creible, pero fue una tarea de tontos. Emo era más fácil de sacar adelante, así que cambié subculturas y comencé a ser melancólica y a fumar American Spirits (porque ¿qué es una rebelión de paciente adolescente con cáncer sin tabaco?).

Ahora, doce años más tarde, estoy libre de cáncer y de compromisos. Estas historias están en mi pasado, pero no olvidadas, un confuso pedazo de mi historia que informa a mi consciencia constante de la brevedad e imprevisibilidad de la vida.

Me doy cuenta de lo afortunada que soy de haber peleado con una enfermedad potencialmente mortal y haberla superado solamente con una severa hipocondría y una mala dentadura de la cual quejarme. Cuando las personas se enteran por primera vez sobre mi historia clínica, usualmente tienen curiosidad sobre las «lecciones de vida» que me dejó el cáncer.

La verdad, las respuestas son: todo sufrimiento es relativo, y no dejes que nada se interponga en tu camino.


 

Texto por Evelyn Wittig
Dios, familia, amigos … música, libros, viajar, escribir, traducir amor. Historias medianas … marketing, comunicación ¡Gracias por leer! 

Extraído de Medium en español

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