Francisco Velásquez escribió un libro titulado “Ya te maté, bien mío. Ahora, qué será mi vida sin ti”, presente en la Fiesta del Libro de Medellín, de la editorial Unaula, sobre la vida y obra de Alfonso Upegui Orozco (1909-1972), legendario cronista de “El Colombiano”.
Texto extraído de: El Espectador
Por:Fernando Araújo Vélez
Cinco minutos antes de que el vuelo de la vieja y extinta SAM aterrizara en el aeropuerto de Crespo, en Cartagena, un muchacho de 18 años se levantó de su asiento y se metió en la cabina del piloto. Llevaba en su mano derecha un tarro de Mexsana y en la izquierda, un artefacto explosivo. Dijo, exigió, que desviaran el avión hacia Cuba, “esto es un secuestro”.
Temblaba. Sudaba. Miraba hacia todos lados en busca de algún enemigo. Balbuceaba que el estudio en este país era muy caro, que él necesitaba estudiar, que por eso tenía que irse a Cuba. El comandante, Nelson Estrada, le informó que tenían que aterrizar para cargar combustible, que con el que tenían no les alcanzaba. El muchacho, Juan Gabriel Caro Montoya, protestó, pero al final entendió.
Cuando el avión aterrizó, las fuerzas del Ejército, la Policía, la Armada, el F-2 y demás agentes de seguridad rodearon la aeronave, todos armados, dispuestos a matar o morir.
Adentro, como lo escribió Alfonso Upegui Orozco, don Upo, en una de sus miles de crónicas judiciales publicadas en El Colombiano entre los años 40 y los 60,
“Los minutos que duró la operación fueron siglos para los pasajeros, especialmente para las religiosas, quienes bañadas en llanto entonaban plegarias para que el asunto saliera bien”.
Don Upo daba cuenta de las sucesos rojos de Medellín y Antioquia, en tiempos en los que los crímenes eran asuntos de cuchillos, de peleas a puño o, esporádicamente, de revólveres. Los asesinos eran hombres con códigos. Jamás mataban por la espalda. Nunca caían inocentes por sus acciones. Sus leyes eran las leyes de la honorabilidad, y en ocasiones, hasta se citaban en un terreno baldío para batirse a duelo.
Don Upo, quien comenzó a firmar con el Don por petición del gerente de El Colombiano luego de que pasaran 21 años de publicaciones, escribía todos los días una historia.
Sólo le pidieron rectificación en dos ocasiones. Una, porque después de una columna que escribió sobre un corruptor de menores, Majija, apareció un hombre con el mismo nombre. Su rectificación fue lapidaria: “Majija no es Majija”.
“La otra fue solicitada por un fiscal del cual dije: En una procelosa intervención de dos horas y media… y entonces el condenado éste argumentó: ‘No hablé dos horas y media, hablé dos horas y veintiocho minutos exactamente’, y por eso dizque merecía rectificación”.
Enviaba sus textos en papel periódico y le pagaban por columna publicada. Cuando no escribía, trabajaba en distintos asuntos judiciales, de donde lograba conseguir los expedientes para sus crónicas, arbitraba partidos de fútbol y buscaba testigos de sus historias o protagonistas, como la del avión de SAM, que terminó con el secuestrador, un pasajero y un mecánico envueltos en una pelea cuerpo a cuerpo.
“Pero ocurrió que un joven estudiante, Ricardo Dávila Armenta –escribió don Upo–, de diecinueve años, guiñándole el ojo al mecánico Carlos Adolfo Reyes Caceres, le propinó un rápido golpe en las manos a Caro Montoya, tumbándole los artefactos y empeñando con él una tremenda lucha para dominarlo, pero se abrió la portezuela del avión y cayeron a la pista los tres mencionados, como también el copiloto Emilio Cadavid, contra quienes agentes secretos abrieron fuego de ametralladora.
El secuestrador fue herido en un pómulo y corrió a ocultarse detrás del tren de aterrizaje, mientras el mecánico Reyes corría con las manos en alto, no obstante lo cual los secretos y la infantería de Marina siguieron disparando, hasta dejarlo muerto sobre la pista, pues uno de los proyectiles le destrozó la masa encefálica”.
La esposa de Reyes Cáceres demandó al Estado y solicitó una indemnización de dos millones y medio de pesos.
“Olvidábamos decir –concluye Upegui su escrito– que después de tan truculento espectáculo de la fecha dicha en el aeropuerto de Crespo, se estableció que los artefactos con los cuales pensaba Juan Gabriel Caro Montoya volar el HK-757 de SAM estaban completamente vacíos y que apenas si tenían amarrados en sus extremos trozos de ‘siete’ o mecha para dinamita”.