Entre ellas la de comprobar que las invasiones de marcianos urdidas por los forjadores de leyendas y temidas por tantas generaciones son apenas un truco para eludir una verdad ingrata: que en realidad los alienígenas somos nosotros.
451 grados Fahrenheit. Ni más ni menos: Esa es la temperatura a la que arde el papel de los libros. Así de simple y atroz: a todo aquél que quiera borrar esa forma suprema de la memoria de los actos humanos que es la palabra escrita, le basta con alcanzar ese grado de ignición real o simbólica.
Real como lo hizo el Santo Oficio, o como lo hicieron Hitler y sus congéneres siglos después con miles de poemas, ensayos, novelas y tratados de Historia. O como lo replicaron tantos imitadores suyos en la estela de dictaduras de izquierda o de derecha que intentaron suprimir el pensamiento autónomo como clave de la libertad, y por lo tanto de la dignidad humana.
Simbólica en las múltiples formas de censura acuñadas dentro de la misma democracia para neutralizar las expresiones críticas que se atreven a poner en duda el orden del mundo.
La norma.
No sé si el viejo Ray Bradbury pensaba en todas esas cosas cuando escribió Fahrenheit 451, la novela que no tardó en convertirse en una parábola sobre los peligros que acechan a la cultura como construcción colectiva de la humanidad, consignada en los libros en particular y en las obras de arte en general.
Ni falta que le hacía: los grandes creadores suelen no ser conscientes de lo que plasman en sus obras, porque en su caso los símbolos más poderosos y las intuiciones más certeras fluyen a través de una corriente subterránea que los conecta con lo esencial de la especie, desde las conquistas más sublimes hasta las pulsiones más tenebrosas.
Sucede igual con obras como Crónicas marcianas, llevada también al cine con distintos grados de fortuna. Leída como una obra etiquetada en el paquete de la ciencia ficción puede ser solo otro divertimento para disfrutar en la playa.
Pero a poco que uno se adelante tendrá que vérselas con unas cuantas sorpresas. Entre ellas la de comprobar que las invasiones de marcianos urdidas por los forjadores de leyendas y temidas por tantas generaciones son apenas un truco para eludir una verdad ingrata: que en realidad los alienígenas somos nosotros, esta especie decidida a arrasar todo cuanto encuentra a su paso, si de ello depende la satisfacción de su codicia.
Cansado de vivir y de inventar novelas y cuentos que siempre escondían verdades ominosas detrás de sus anécdotas Ray Bradbury decidió morirse el martes 5 de junio de 2012, dejando un legado que supera los treinta títulos y varios centenares de cuentos.
Dueño de una prosa limpia y fulgurante, se movió siempre en esa frontera incierta que separa los sueños de la realidad… si es posible establecer esa división.
Pero lo suyo no era la ficción como un fin en si mismo. Bradbury lanzaba advertencias en cada frase.
“Los hombres lo estropean todo, lo ensucian todo. No han plantado puestos de venta de salchichas y Coca- Cola en el templo egipcio de Karnak porque estaba a trasmano y no resultaba buen negocio”
declaró en una entrevista hace muchos años.
Hay algo que no funciona en nuestra manera de estar en el universo. Algo que, a falta de un nombre mejor, podríamos llamar el mal. Aunque sospecho que es algo peor que eso, parecen decirnos los personajes que nos hablan desde libros tan perturbadores como El árbol de las brujas, El vino del estío o Remedio para melancólicos.
En “ La Pradera”, un cuento de terror incluido en el libro El hombre ilustrado, el protagonista se asoma a lo que después sería conocido como realidad virtual : un reino sin lugar, sin tiempo y sin dueño en el que lo mejor puede convertirse en lo peor con un simple parpadeo.
En “La máquina de la Felicidad” el héroe consagra todos sus esfuerzos a crear un artefacto que está a punto de destruir su propia felicidad.
Como todo gran poeta, el escritor norteamericano siempre veía un poco más allá de donde alcanzaba la mirada de sus contemporáneos. Eso sí, nunca pensó, como otros espíritus parecidos, que su época fuera mejor o peor que otras. Simplemente era su época y la asumió con lo que tenía a mano: una imaginación que viajaba siempre adelante de los acontecimientos, un arsenal de metáforas para nombrar un mundo siempre incomprensible, y una dosis de poesía que hoy lo tiene habitando al otro lado del espejo, allí donde se maduran Las doradas manzanas del sol.