Las esquinas desnudas o la crónica como reinvención de la ciudad

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El cronista va por el mundo desnudando campos y ciudades.


 

Existe un texto de Rizsard Kapucinski, publicado inicialmente en la revista The New Yorker y nunca traducido al castellano, donde el maestro polaco narra, en ese estilo suyo preciso y directo que no renuncia sin embargo a los milagros de la imagen poética, el estado de conciencia de los habitantes de una aldea moribunda en el centro de África.

El recurso es tan sencillo como contundente: para recrear el sopor sin remedio que los carcome, el autor de “El emperador” describe con minuciosidad obsesiva la manera como la búsqueda de un poco de sombra que les garantice una jornada más de vida se convierte en la única actividad diaria de los pobladores de ese caserío sin nombre.

Para conseguirlo se arrastran pegados a las paredes hasta alcanzar el lugar adonde todavía no llega el lenguetazo calcinante del sol.

De ese modo, sus movimientos los convierten en una suerte de reloj viviente, al punto de que para calcular la hora basta con mirar al sitio donde se encuentra instalado el abuelo centenario o la niña que se inicia en los ritos de la fertilidad.

El margen de error puede alcanzar solo un par de minutos.

Idéntico camino, aunque con distintas técnicas y en tiempos y momentos diferentes, han seguido virtuosos del periodismo literario como el norteamericano Gay Talesse para relatar los avatares de la construcción del puente Verrazano en Nueva York; el argentino Martín Caparrós en su aventura de adentrarse en las entrañas de la otra Argentina que nadie nombra; o el colombiano Carlos Sánchez Ocampo en su viaje a los infiernos para relatarnos los pormenores de ese ritual de autodestrucción que es el consumo de bazuco en el casi desaparecido sector de Niquitao en la ciudad de Bello.

En cualquiera de los casos mencionados, aparte del virtuosismo en el manejo del lenguaje, que de entrada le da una dimensión estética a sus propuestas, los autores saben que las posibilidades de la crónica van mucho más allá del inventario de acontecimientos, porque lo suyo es en realidad un intento de desnudar el alma de los seres humanos y con ella la de los tiempos y lugares en los que acontece su aventura vital.

Lo supo Bernal Díaz del Castillo, el cronista de Hernán Cortés, cuando descubrió el carácter indómito de unos pueblos que ofrecían a sus dioses los corazones palpitantes de las doncellas, con el propósito de aplacar una furia milenaria cuyos motivos nadie parecía recordar.

Lo sabía también Pedro Cieza de León, en su tránsito por tierras de Pijaos y Quimbayas, en el momento de comprobar que los guerreros españoles experimentaban una suerte de sagrado pavor ante la sola visión de los guaduales donde los aborígenes parecían volverse invulnerables.

Y lo supo- y de qué manera- Fray Junípero Serra, el hombre que llevó la cruz de los católicos a todo ese territorio entre Florida y California, que hoy forma parte de los Estados Unidos de América, pero que entonces era poco menos que una tierra de nadie habitada a trechos por guerreros que rendían culto a las divinidades del viento y la lluvia y en noches de plenilunio enloquecían de dicha y pavor ante la visión de la piel de cobre de sus mujeres desnudas.

 

Foto extraída de: i1.wp.com

 

Y la desnudez es, en últimas y en sus dos acepciones, el gran leit-motiv de los cronistas.

En la primera de ellas lo que se busca es descorrer el velo que los poderes del mundo arrojan sobre la realidad en su afán de mantenerla bajo control.

Las falacias de los políticos, las trampas de los especuladores, los juegos pirotécnicos de los seductores, la retórica de los clérigos y la venalidad de los jueces son el primer reto para quienes decidieron contar la historia, la propia y la ajena, mediante los recursos que brinda esa especie de criatura de fábula, resultado de un cruce incestuoso entre el periodismo y la literatura.

De ese modo en “Cabeza de turco” el alemán Gunter Walraff consiguió hacer visibles las pesadillas de los inmigrantes turcos en Alemania, contratados por las multinacionales de la industria química y farmacéutica para realizar los peores trabajos, incluso aquellos que significaban un peligro inmediato para sus vidas.

La enumeración agotaría cientos de páginas, pero podemos mencionar aquí al mexicano Sergio González destapando la nauseabunda sentina de abusos y corrupción que se escondía detrás del asesinato selectivo de mujeres en Ciudad Juárez, en un libro que de entrada ostenta un título sobrecogedor: “Huesos en el desierto”.

O al colombiano Germán Castro Caicedo viajando a Fredonia, en Antioquia, para denunciar desde la historia de la bruja Amanda la banalidad, la estulticia y la rapacidad de quienes ejercen el poder en nuestro país, capaces de utilizar helicópteros oficiales para desplazarse hasta un pueblo de la cordillera con el fin de consultar brujos, astrólogos, quirománticos y yerbateros mientras el mundo se desintegra a su alrededor.

Nada de que extrañarse en todo caso: al fin y al cabo durante ocho años estuvimos gobernados por un hombre que tomaba goticas mágicas mientras firmaba alegremente decretos que hipotecaban el destino de sus compatriotas muchos años hacia adelante.

En todos ellos, más allá de las diferencias de estilo y de visiones del mundo, subyace una certeza común, consignada hace años en las lúcidas palabras del pensador Estanislao Zuleta: que en el fondo, toda lucha por la dignidad de los seres humanos es ante todo una lucha contra el poder, en cualquiera de sus manifestaciones: políticas, económicas, familiares, afectivas, sexuales o religiosas.

En esa búsqueda de desnudez la crónica es, también, una propuesta política, como bien lo pudo experimentar en nuestra ciudad el periodista y escritor Juan Miguel Álvarez, quien luego de publicar en la edición digital de la revista Semana un juicioso texto sobre la naturaleza y los actores de la violencia en Pereira y Dosquebradas , vio como su nota desaparecía en menos de dos días, merced a las presiones de los representantes del poder político, económico y policial, convencidos de que el informe representaba un riesgo para sus intereses , confirmando una vez más que al poder, con sobrada razón, nunca le ha gustado la desnudez de la verdad.

Hablemos ahora de la otra acepción de la palabra desnudez: aquella que lleva implícito el estremecimiento erótico, cuya condición natural es la de repetirse siempre como si fuera la primera vez.

 

Miguel Álvarez de los Ríos. Foto extraída de: eje21.com.co

 

De esa clase de desnudez sí que conoce el cronista, pues es imposible llevar a buen término una historia sin desearla con el ahínco, con la desesperada obsesión que nos inspiran algunos cuerpos cuando doblan la esquina.

¿Quién será? ¿Adónde irá? ¿De dónde viene? ¿Qué motivos lo mueven? ¿Con quién va a encontrarse? Son también las preguntas que se hace el contador de historias, aunque se sepa derrotado de antemano, como todo buen enamorado que se respete.

De ahí en adelante deberá estar dispuesto a utilizar todas las herramientas de seducción que estén a su alcance para hilvanar un relato que en principio se entregará a sí mismo y después compartirá con los lectores , en ese ejercicio de voyerismo sobre el que se sustenta la dialéctica escritor- lector : cuéntame lo que viste que, a modo de recompensa , yo te contaré una historia para que me la cuentes, transfigurada.

Es por eso que el contador de historias necesita tiempo, mucho tiempo : al fin y al cabo Cronos es la divinidad que rige su destino y ya sabemos que la única forma de apaciguarla es entregarle cada cierto tiempo, el corazón de una buena historia , como hacían los sacerdotes con las divinidades Aztecas que estremecieron de pavor a Hernán Cortés, hasta el día que tuvo a su alcance la piel trémula de “La Malinche”.

Esa historia debe entregarse con todo y el escenario en el cual acaece: protagonistas, lugares, emociones, música de fondo, pero ante todo con las claves para tratar de entender esos destinos rescatados del olvido por la palabra escrita.

El escritor de crónicas se acerca entonces a los hechos y sus protagonistas con la mezcla de miedo y fascinación que tanto atormenta a los amantes primerizos.

Tendrá que ser cauto y prolijo para no asustar al objeto de su deseo con modales de atarbán de feria, pero a la vez tendrá que armarse de valor para no quedarse paralizado ante las incertidumbres que depara toda fuente de conocimiento.

Y el deseo, ya lo dijo el poeta, es la más incierta de todas.

Hay que ver la dosis de ternura y respeto con la que un escritor como Alberto Salcedo Ramos aborda sus relatos, para entender de qué estamos hablando: se trata de la ternura y el respeto de quien sabe que está invadiendo una parcela de intimidad ajena, pero a la vez está convencido de que esa invasión es necesaria para que esa vida no se diluya en el olvido, que es la materia de que esta hecha la indiferencia.

Indiferencia que no solo nos vuelve insensibles frente a la tragedia del prójimo, si no que nos niega de entrada la posibilidad de reconocernos en el diálogo con él, según se desprende de ese poema de Octavio Paz en el cual se nos recuerda que “para poder ser he de ser otro”.

 

Octavio Paz. Imagen extraída de: cronicaglobal.elespanol.com

 

Porque perdimos esa noción de prójimo asistimos hoy en Colombia a la pesadilla desatada por poderes de toda laya que se escudan detrás de los ejércitos en contienda, con la cínica indiferencia de quien presencia la destrucción de algo que en todo caso no le concierne… hasta que el horror invade la propia casa y a duras penas tenemos tiempo de preguntar ¿Por qué a mí?

Bajo esas dos premisas el cronista va por el mundo desnudando campos y ciudades.

Sobre todo ciudades, que son los lugares donde se concentra hoy la mayor parte de los habitantes del planeta.

En su trashumancia olfatea, interroga, escucha, palpa, mira y lo que encuentra al otro lado es el incesante palpitar de la vida, materializado en pequeños y grandes destinos que al cruzarse dan lugar a la otra Historia, la que tantos insisten en escribir con mayúscula, como si no fuera el resultado del incesante ir y venir de las otras, las de los seres de carne y hueso que intentan aprovechar de la mejor manera el milagro de su breve tránsito sobre la tierra.

Es en ese punto donde descubre que su amor es a la vez erótico y político.

Erótico porque le apasiona acariciar esa sustancia misteriosa de que está hecha la vida y político porque no tarda en descubrir que esa vida vive en permanente riesgo de ser manipulada, estropeada y sobre todo aniquilada por los representantes del poder, que pueden dejarnos apenas con el vacío del cuerpo amado entre las manos.

En esa encrucijada no queda otra salida que narrar la desnudez, para que sea amada por otros en una comunión momentánea, pero también para que tomen conciencia de lo frágil de su condición y de lo expuesta que está a toda clase de peligros.

Así , cuando el cronista nos relata la historia de esos músicos callejeros conocidos como “Los Calimenios” que aquí nada más, a la vuelta de la esquina, se ganaban la vida hace unos años interpretando con instrumentos precarios el cancionero del Chocó profundo, nos está diciendo cosas sobre el carácter impredecible de la belleza que surge en cualquier parte, al tiempo que nos advierte sobre los riesgos que corren esas personas ante la agresividad latente en unas ciudades donde la voluntad excluyente resulta ser el único punto de coincidencia para muchos de sus habitantes.

Pero no se puede hablar de una ciudad en abstracto, así como no se puede amar a una mujer sin desear el cuerpo donde habita. Por eso a esta altura del camino tendremos que hablar de la Pereira intuida y recreada por la palabra de sus cronistas.

La ciudad de la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX tuvo en Ricardo Sánchez el testigo irónico de unos adelantos tecnológicos que cambiaron para siempre la imagen que la aldea tenía de si misma.

 

Imagen extraída de: lasillavacia.com

 

La llegada del teléfono, el cinematógrafo, el automóvil y el fonógrafo, así como el descubrimiento de ritmos musicales importados de Argentina, España, México y Estados Unidos minaron los cimientos sobre los que se asentaba la arrogancia de una comunidad que se sentía el centro del mundo, al recordarle que más allá de los extramuros quedaba el universo.

Más tarde sería Luis Carlos González quien diera cuenta de lo que significó el tránsito de pequeño pueblo a ciudad intermedia que había encontrado en los periódicos, el cine, la radio y más tarde la televisión, una manera distinta de conectarse con un mundo sacudido por la Segunda Guerra Mundial, las libertades sexuales y la Revolución Bolchevique.

“Porque se volvió ciudad/ murió mi pueblo pequeño” se lamentaba el poeta, expresando así el contradictorio estado de ánimo de sus contemporáneos, que se maravillaban con el crecimiento de la ciudad, al tiempo que lloraban la pérdida de los que consideraban los valores verdaderos.

La contraparte serían las crónicas y reportajes de Miguel Álvarez de los Ríos, un hombre que desde su condición de viajero y lector incansable propuso una mirada en perspectiva de las relaciones entre la ciudad y el mundo, ajena a cualquier lamentación y anclada en la búsqueda de un diálogo cultural en el que las ideas políticas y las corrientes artísticas jugaron un papel determinante.

Y entonces llegaron los años setentas, prefigurando la avalancha globalizadora que acabó confinando esos valores al cuarto de los trastos viejos y abrió las puertas a dos fenómenos que cambiaron la historia de la región y del país: el narcotráfico y la violencia como dos caras de una misma manera de ver el mundo basada en el arribismo y el consumo sin límites como único credo posible.

Los templos de esa cosmovisión serían los centros comerciales, los conjuntos residenciales, los estaderos campestres y los rumbiaderos, conectados por una red de avenidas y puentes que todo lo hacen parecer fácil, menos la existencia.

Allí también se hizo necesaria la palabra del cronista para recoger y recomponer los fragmentos esparcidos en múltiples direcciones tras el estallido globalizador, como una manera de proponer una reflexión sobre lo que estaba sucediendo.

Despuntando el año 2008, los habitantes de Pereira nos despertamos con la noticia del incendio de dos caseríos construidos con plásticos y esterilla, bautizados por sus fundadores con nombres tan bucólicos como “La Laguna” y “La Florida”.

Por eso mismo, al principio muchos pensaron que el incendio estaba localizado en el Parque de los Nevados, hasta que un periodista complementó la noticia: los ranchos pertenecían a la comuna de Boston y estaban habitados por familias desplazadas del Chocó

¿Cómo? ¿Hay negros en Pereira? Gritaron, entre sorprendidos y asustados, varios expertos de esos que creen que el mundo cabe en la pantalla del computador, ignorantes de que las llamas estaban sacando a la luz uno de los muchos rostros que al entretejerse nos revelan las múltiples facetas de una ciudad, que como todas, está lejos de ser el territorio uniforme y sin fisuras soñado por quienes conciben el mundo como un gigantesco mercado en el que la gente tiene que limitarse a consumir y desechar, dependiendo de cómo le vaya en el paseo.

 

Foto extraída de: eldiario.com.co

 

Olvidaban de paso un pequeño detalle: que mientras viven, las personas van construyendo lenguajes, códigos, mitos y símbolos que le dan sentido a la existencia y por eso mismo les permiten afirmarse en el mundo y comunicarse con los otros.

Tal vez por eso, y a lo mejor sin ser consciente de ello, una semana después del incendio, un anónimo cronista decidió contar la historia de “Los Calimenios”.

Justicia universal, llaman algunos a eso.

Con su gesto, el autor de la crónica le dio un contexto distinto a la historia de una comunidad expulsada de sus campos por una de las hordas de bárbaros que van por la tierra desplazando, masacrando, despojando y empujando hacia la periferia de las ciudades a legiones enteras de seres humanos , que en su intento por hacerse a un sitio en esos lugares que se les antojan una tierra de promisión, van dejando su huella mientras tratan de reconstruir los lazos de solidaridad que un día les permitieron saberse parte de un destino común.

Algunas de esas personas, las que hacen música y las que perdieron sus ranchos, se reunían en una esquina de la calle 17 con carrera 16 de Pereira, en un sitio conocido como “La gran esquina del chontaduro”.

Allí escuchaban canciones de la orquesta Guayacán o de Joe Arroyo, amenizadas con aguardiente Blanco del Valle, mientras evocaban los atardeceres rumorosos del río Atrato.

A veces, cuando tenían alguna conquista femenina entre manos, se hacían servir una porción doble de jugo de chontaduro afrodisíaco, cuya fórmula secreta está rodeada de tantas precauciones como las establecidas por Coca-Cola para su producto estrella.

En medio de la euforia producida por la música y el aguardiente, uno de ellos contaba que, una semana atrás, a una cuadra de allí habían sido abaleados tres indigentes por un grupo de jóvenes que viajaban a bordo de una camioneta último modelo.

La noticia nunca trascendió a las páginas de los periódicos locales, ni siquiera a las de aquellos que han encontrado en la ascendente oleada de violencia que nos agobia el mercado perfecto para satisfacer sus apetitos, mediante la exacerbación del placer morboso que los humanos experimentamos frente al espectáculo de la desgracia ajena.

Estas esquinas donde pueden coincidir la maravilla y el horror son el escenario natural del cronista, como bien lo demuestra Rubén Blades en esa obra maestra de la crónica cantada titulada “Pedro Navajas”.

De su capacidad para aproximarse a ellas y desnudarlas sin violencias dependerán los alcances de un género que, no sobra insistir en ello, tendrá que encontrar el justo equilibrio entre lo estético, lo ético y lo político, si quiere contribuir de veras e esa reinvención de la ciudad y de la realidad toda, que se antoja indispensable para comprenderla y, por lo tanto, para amarla mejor.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

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