Aflora un desconocimiento absoluto de lo que es una tutela, de sus alcances y, lo peor, de lo que es una caricatura
A esta altura del camino sé que existen dos misterios que ya no alcanzaré a resolver.
El primero es el de la Santísima Trinidad, a pesar de las sapientes – y pacientes- explicaciones de mis amigos teólogos.
El segundo, más terrenal, y por lo mismo más urgente, se resume en una pregunta: ¿Cómo hacen para sobrevivir en este mundo las personas carentes de sentido del humor?
Me gustaría saber cómo se las arreglan para no enfermarse y para no enloquecer del todo esos seres que todo el tiempo se toman en serio al mundo y a sí mismos, hasta el punto de ser capaces de preguntar sin sonrojarse: ¿ Usted no sabe quién soy yo?
No. No lo sé, les respondo siempre. Peor aún, después de más de medio siglo en este mundo ni siquiera soy capaz de responder quién soy yo
Ustedes ya lo adivinarán: como no tienen sentido del humor, se enfurecen. Y el asunto pasa, como quien dice, de castaño a oscuro.
Pienso en todo esto a raíz de los padecimientos vividos en los últimos meses por Julio César González, vecino de esta parroquia y conocido en los bajos fondos con el alias de Matador.
Como ustedes saben, hace tres meses el ciudadano González fue objeto de una tutela interpuesta por un abogado , como réplica a una caricatura de Matador en la que sobredimensionaba los rasgos físicos del entonces candidato Iván Duque.
Es decir, por lo que han hecho los grandes humoristas desde el comienzo de los tiempos hasta nuestros días.
Petronio, Hierocles, Swifft, Bierce, Twain y un millar más forman parte de esa extensa lista.
En eso consiste el buen humor, sea escrito, dibujado o relatado: en aprovechar todas las posibilidades de la hipérbole para desnudar las facetas más frágiles y patéticas de los hombres.
Sobre todo las de aquellos detentadores de alguna forma de poder: económico, social, cultural, militar, político, familiar o religioso.
Porque los poderes siempre les han temido a quienes se atreven a burlarse de ellos. A quienes señalan que el báculo del obispo, el fusil del general o la chequera del potentado al final resultan ser solo parte de la utilería, del disfraz para salir a escena.
Y eso no se puede tolerar. Lo saben tanto los pontífices como los políticos. Los banqueros y los militares.
Si el público no se los toma en serio estarán irremediablemente perdidos.
Los problemas afloran cuando la ignorancia irrumpe en el escenario y todo se confunde.
Y aquí comienza el segundo capítulo de esta historia.
A raíz de la puesta en marcha del decreto que le otorga facultades a la policía para decomisar la dosis personal de droga a quienes la porten o consuman en la calle, Matador dibujó unas figuras con apariencia de policías, entregadas al disfrute de sus puchos de marihuana.
Justo en ese momento se reavivó el rescoldo de los inquisidores, o “Los macarras de la moral”, como los llama el poeta catalán Joan Manuel Serrat: esta vez fue un policía en ejercicio quien interpuso una tutela.
¿La razón? Según sus argumentos, el dibujo y el texto lesionarían la honra y el buen nombre de la institución.
En ambos casos aflora un desconocimiento absoluto de lo que es una tutela, de sus alcances y, lo peor, de lo que es una caricatura.
Como ya lo expresé, la esencia de ésta última reside en su talante hiperbólico. En la exageración de rasgos y expresiones que solo conservan una relación tangencial con la situación original que la inspira.
En otras palabras, una caricatura es una ficción. Y como todas las ficciones tiene algún asidero en la realidad. En los llamados hechos, pero no es una reproducción literal de ellos.
Es, si se quiere, una recreación.
Así las cosas, interponer una acción de tutela contra un caricaturista es menos una forma de coartar la libertad de expresión que una manifestación de ignorancia.
Una expresión de nuestra inagotable capacidad para el absurdo.
En las dos situaciones, se pretende utilizar elementos jurídicos y técnicos propios del llamado mundo real para neutralizar un hecho acaecido en el reino de la ficción.
Ni los mismísimos creadores de La Pantera Rosa alcanzaron jamás esos límites.
De modo que el ciudadano Julio, buen vecino, hijo calavera y a veces mejor papá, debe responder ahora por las andanzas de Matador, un personaje tan de ficción como los de sus caricaturas.
Solo a un país paralizado por su incapacidad de reír sin tapujos pueden sucederle ese tipo de cosas.
Es como para morirse de la risa.