Cada novela que Octavio Escobar publica esconde un secreto. Ahora no estoy tan seguro del empleo del singular, porque tuve la sensación de que al llegar a la última página de Mar de leva, debo volver a la primera.
Cada novela que Octavio Escobar publica esconde un secreto.
A veces se trata de una historia que se cuenta a medias, no por defecto, sino porque el novelista precisa de un lector activo que completa, desde su saber y su memoria, esa historia sugerente.
En la mayoría de las veces se trata de un guiño, de un juego inteligente que obliga al lector a preguntarse por los nexos entre su obra y ese mar de leva que es la literatura privada en la que el autor surfea, para dar altura a la ola de su universo creativo.
A eso nos acostumbró Escobar Giraldo desde 1995, cuando publicó El último diario de Tony Flowers y encontramos en ella finos homenajes, con tinte negro, a las vidas y obras de autores como Lovecraft, Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway.
Ahora bien, cuando los guiños no se hacen a autores, entonces liga sus apuestas literarias a unas tendencias.
Ahí están sus novelas Destinos intermedios (2010) y Después y antes de Dios (2014), cuyo desafío narrativo se comprende mejor cuando recordamos obras como La carretera de McCarthy o Cruising Paradise de Sam Shepard, esas historias tan americanas, tan esperpénticas y visuales, a las que la crítica engloba con el término On the road.
Escobar Giraldo se alimenta de esa tradición, desde luego, pero le agrega otra a la que le ha dedicado muchas horas de su vida: la cultura visual, en especial el cine y la televisión. De modo que los secretos que ocultan las obras de este escritor manizalita, tienen el refinamiento del vínculo erudito y la vertiginosidad de lo visual, traducido en diálogos breves, descripciones sucintas de atmósferas alteradas y metáforas plásticas de situaciones ambivalentes.
Esto emerge, como de un naufragio, en Mar de leva (2018), su última obra publicada.
No me referiré al secreto erudito que esta obra desliza desde la dedicatoria, cuando a un nombre femenino se le agrega una declaración recóndita: “devota del marinero de Berdyczów”.
Al final de la obra el narrador señalará un punto geográfico, para darle continente a un espacio hecho de recortes paisajísticos y travesías personales: Costaguana.
Este secreto, tan íntimo para el autor como la sal de la marea, lo vincula a una amplia literatura en la que los personajes salen de su casa, toman barcos, trenes, carros y aviones, enfrentan peligros, sueñan con aventuras portentosas, se despiertan en habitaciones de hotel al lado de una culpa, leen el horóscopo durante el desayuno, cargan en sus maletas con el lastre de su pasado y al final, si las cosas no se complican, regresan al lugar de la partida, acaso más escépticos y exhaustos.
Mejor me inclino por hablar de los misterios que atrapan los destinos de Mariana y su hijo Javier y de Elena, vieja amiga de una familia golpeada por un flagelo que en Colombia tiene sofisticaciones macabras: el secuestro.
Un fin de semana le basta a Mar de leva para que el lector bucee en las aguas inquietas de los lazos de familia, en esos secretos que suelen hacer de las parentelas nidos de arañas, con ciudad histórica de fondo, tras la sonoridad sensual que retumba en los videos de Rihanna.
El cine sí que ha sabido tejer esas redes emponzoñadas, sobre todo cuando acude al flasback para dar horizonte a lo imborrable en la conciencia de los personajes.
Vienen a mi memoria escenas de Mil acres (1997), la película en que Michelle Pfeiffer y Jessica Lange forman parte de una lista de hijas que han sido abusadas por un padre gamonal e impositivo.
Recuerdo los silencios de una bella película de Bertolucci, Un té en el Sahara, basada en la novela de Paul Bowles. En ella, una pareja de esposos intelectuales decide, después de la Guerra, emprender un viaje al norte de África, movida por el propósito de salvar su matrimonio. Pero el destino les depara, más allá del silencio y del sol abrasador del desierto, más allá de la experiencia con el cuerpo seductor intruso, un viaje interior que los arroja al abismo.
En Mar de leva el nudo cinematográfico se concentra en la relación de la médica Mariana con su hijo Javier, un muchacho próximo a cumplir quince años, capaz de sustraerse al mundo adulto de su madre a través de un celular que lo conecta, o bien a los retos que sortea para permanecer activo en el juego de Plantas contra zombis, o bien a la rutina de sus amigos, es decir, al estiramiento de su libido juvenil en permanente ebullición –o polinización– ahora que su novia Daniela prepara una piyamada con sus amigas, y él desea estar atento, celoso, a sus mínimos detalles.
El celular es una forma de exilio y a veces parece un oráculo que le acentúa el fastidio:
“Javier le escribió a Carlos Ricardo que se aburría oyendo hablar a dos mujeres de la época en la que aún estaban vivas”.
La respuesta de su amigo se dibuja en una risotada y estos detalles estimulan en el chico su deseo de hacerse invisible frente a las dos mujeres; no así al clima caliente y lascivo del lugar, donde el chico suele tener buen ojo para descubrir, entre la muchedumbre o en el cuerpo llamativo de Elena parlante, muslos, tetas, culos, labios y un etcétera de ardores que lo arrojan, enérgico, a los baños soporíferos de Onán.
La verdad, el viaje de descanso a un lugar costero no activa en la pareja una relación filial amorosa, pero sí un nexo de sobreentendidos y elusiones.
En este delicado vértice aparece la historia de Alejandro Guzmán, negociante de materiales e insumos agrícolas, un hombre al que le faltaban siete meses para cumplir cuarenta años cuando fue secuestrado, quizá, por delincuentes comunes.
Alejandro se conoció con Mariana en sus años de estudiante universitaria, por la misma época en que Elena desistió de concluir sus estudios de medicina. Mientras Mariana, anegada por el licor dulce, se distiende frente a su amiga coqueta, desliza detalles sobre sus desencuentros con la familia de Alejandro y narra, en tono melodramático, la forma en que su marido fue secuestrado hace más de cuatro años, sin que nadie sepa aún algo de su paradero, Javier, en medio de su desesperación pajiza, de su indiferencia adolescente, parece tener más interiorizada, sin embargo, la pérdida de su padre, sobre todo cuando lo evoca en su complejidad afectiva de niño mimado y condensa su desaparición, su extrañamiento, en una imagen frecuente: “sus hermosas manos”.
Los silencios entre madre e hijo los ocupa Elena, una mujer dicharachera y generosa anfitriona, un tanto desparpajada, libre en asuntos amatorios, que se toma en serio su papel de guía por una ciudad costera llena de atractivos turísticos, en cuyas descripciones Elena comparte apuntes sobre la política local e historias de corruptelas, glamour e infidelidades, a las que no escapa ni siquiera el pasado de su padre.
El desparpajo dará pie a las invitaciones festivas y a los atrevimientos que, en todo caso, aceitan el nudo corredizo de los límites morales. Sobre todo los límites, ya un tanto difusos, tal vez perversos, entre madre e hijo. ¿Cómo celebrar el cumpleaños número quince de Javier? ¿Cómo lanzarlo, sin aspavientos, al tembloroso orbe de las relaciones sexuales, más allá de la mano amiga que lo auxilia en los baños?
Elena tiene la idea de que las dos, bajo ciertas medidas de seguridad, pueden acompañar a Javier a presenciar un show erótico en el que una pareja de lugareños se entregue al disfrute de sus cuerpos.
Escribí al comienzo que cada novela que Octavio Escobar publica esconde un secreto. Ahora no estoy tan seguro del empleo del singular, porque tuve la sensación de que al llegar a la última página de Mar de leva, debo volver a la primera, pues otras aguas parecen atropellarse contra mis certezas.
Por ejemplo: ¿qué pasa con la relación amorosa que Mariana sostiene con un hombre, mientras espera noticias de su marido? ¿Es consciente Mariana de que su hijo desdeñoso sabe más de sus andanzas de lo que ella supone? ¿Comparten las dos mujeres un historial sexual digno de una digresión? ¿Desea Mariana que su marido retorne a casa o ya se dio al dolor de su pérdida? ¿Por qué Javier nunca se refiere a Mariana como su madre? ¿Juega algún papel activo Elena en el despertar de Javier a su vida sexual?
No puedo hacer más preguntas, porque corro el riesgo de caer en las aguas hervidas del folletín. Pero esta historia, leve en apariencia, esconde corrientes turbulentas. Y en esos mares agitados, en esos litorales conradianos, Octavio Escobar Giraldo es un buen surfista.