La llajua tiene importancia de Estado, señores
La llajua es la quintaesencia de la comida popular boliviana, con gran preponderancia en las partes occidental, centro y sur del país. Tan enorme es su influencia que de a poco ha ido conquistando el paladar de la gente oriental o amazónica. Ahora se la ve en la mesa de cualquier restaurante, snacks e incluso puestos de comida callejeros. Dense un paseo, tipo diez de la mañana, por una calle céntrica y si se antojan unas tucumanas (empanadas fritas de carne, papa y arvejas) verán que siempre hay un tarro llajuero para que se sirvan a gusto.
Puede que falte el chimichurri o la salsa golf en el carrito ambulante pero jamás faltará la llajua para sazonar el momento.
De hecho, acorde a los tiempos modernos, las cadenas de comida rápida se han adaptado inevitablemente a las exigencias del público. Ahora todos los pedidos de comida a domicilio (sobre todo hamburguesas, pollo a la broaster, chicharrones, etc.) incluyen su correspondiente bolsita de llajua junto a los sachets de mayonesa, mostaza y kétchup. Claro que para satisfacer pedidos tan numerosos, la llajua es preparada en licuadora u otra maquinilla por razones prácticas. La llajua mejor hecha siempre será la casera, a la manera ancestral, en la superficie plana de un batán.
Hay mil y una formas de elaborarla. La más básica consta de locoto (pimiento picante) y tomate que son molidos juntos y se le añade un poco de sal. Dependiendo del color del locoto la pasta resultante será verde o roja, debe ser de consistencia media, ay de aquellos que le añadan agua para ‘estirar’ la mezcla, se merecerán unos buenos azotes con ramas de ortiga.
Hay quienes emplean hasta las semillas del locoto para acrecentar la fiereza de la salsa que quema la lengua y provoca lagrimeos en los iniciados. Los más experimentados se ponen colorados y algunos sudan a chorros cuando devoran cucharadas enteras de llajua entre bocado y bocado. Vicio doloroso pero placentero al mismo tiempo.
Desafortunadamente, la llajua no se puede guardar para el día siguiente porque el tomate provoca que la mezcla se fermente y el sabor suele agriarse, amén de producir hinchazones y otras molestias estomacales. Tal vez por ello ninguna empresa agroalimentaria ha sacado su versión envasada, porque mercado tendría segurísimo. Los mexicanos tienen tantas salsas picantes en botellines para exportar a todo el mundo, pero nosotros no tenemos ni una que ofrecer. Misterios y entretelones de la ciencia, quizás, o más bien se debe a la pereza nacional.
Decía que la llajua admite variaciones hasta donde alcance la imaginación. El único requisito indispensable es la presencia del locoto (también llamado rocoto en otras partes) como ingrediente central. Es frecuente sumarle cebollita picada para combinar sabores y darle mayor atractivo a la presentación. Pero la versión más popular en la región de los valles se elabora a base de tomate, locoto maduro y suyco, una hierba mágica de un olor tan característico y sabor por demás inigualable.
Otros eligen incluir en la molienda unas hojitas de quilquiña o, en su defecto, cilantro para matizar de otras maneras. El resultado siempre será prometedor porque el aroma nos transportará automáticamente a tiempos inmemoriales, a la cocina sencilla de los antepasados, como si reviviéramos esos momentos familiares a la hora del almuerzo o la cena.
Todavía es más raro utilizar tomate de árbol en vez del tomate común, se obtendrá una llajua de textura más ácida pero indudablemente deliciosa. Como deliciosa es también la llajua de maní tostado que es elaborada exclusivamente para acompañar las noches de anticuchos, un manjar que rompe el corazón. Para los compatriotas que han traspasado fronteras en busca de mejor suerte se tiene la alternativa del locoto en polvo, a modo de amortiguar la nostalgia de la patria a través de la comida.
¿Saben cuál es el vicio más grande?: agarrar un huevo duro que no esté tan cocido, que todavía quema al pelarlo, hacerle un huequito en la punta para añadirle llajua y a continuación devorárselo cual si fuera el más excelso de los postres. La satisfacción suprema subyace en esa sensación ardorosa que recorre los labios y ansiamos una bebida fresca.
Ni qué decir de la papa recién cosechada, que junto a los surcos de los papales era hervida con cáscara en fogones improvisados con piedras: cuando los tubérculos reventaban como si floreciesen de pronto, era la ocasión para agarrar uno y, todavía caliente, coronar su pulpa blanca con llajua, molida al instante por las manos expertas de mujeres campesinas. Carajo, que dan ganas de llorar, y no por el endemoniado picor de la llajua.
Posiblemente, a lo largo de nuestra convulsa historia, la llajua haya estado en medio de revoluciones, conspiraciones, golpes militares y demás follones políticos. Quizá algún caudillo ha padecido sofocones por la rabia de un cocinero compinchado con sus enemigos. Tal vez algún presidente ha abandonado un almuerzo porque no había llajua en la mesa.
La llajua tiene importancia de Estado, señores, y si no entérense de cómo un asesor con ínfulas del ministerio de Comunicación, amenazó no hace mucho a un mesero de un café porque no le trajo la divina y poderosa salsa. La anécdota es verídica aunque suene disparatada.
Romero: La comida es realmente muy rica, pero la atención deja mucho que desear, yo no tengo por qué saber que no hacen llajua.
Verónica: ¿Perdón?
Mesero: Sólo te he dicho que no hacemos llajua.
Romero: Pero me has dicho de mala manera.
Mesero: Repito, sólo he dicho que no hacemos llajua.
Romero: Pero los voy a cagar en Facebook.
Mesero: No tengo Facebook, viejo, haz lo que quieras.
Verónica: Discúlpenos, señor, no volverá a pasar; hasta luego.
Romero (dirigiéndose al mesero): Ahora, cállate y haz mi factura. El mesero se calló, no perdió la calma, y se puso a hacer la factura.
Romero: ¡Haz mi factura! ¡Escribí bien! Hazla detallada. Haz mi factura, haz lo que te digo, ahora vas a conocer el poder, ¡yo soy el poder!