Lo de Roberto Escobar Gaviria “el osito” no era el sufrimiento, ni los malos salarios, ni los premios insignificantes que se llevaba un ciclista de aquellos años por reventarse y sudar las tripas sobre el manillar, eso de correr hasta la agonía para ganar un trofeo de plástico y una grabadora, eso de molerse el fundillo por un televisor a blanco y negro con el beso de la reina de belleza estampado en la mejilla, no parecía muy alentador para el mayor de los Escobar.
La leyenda cuenta que Roberto de Jesús Escobar Gaviria fue uno de los ciclistas antioqueños más prometedores de su generación. Alcanzó a disputar carreras con “Cochise” Rodríguez y el “Ñato” Suárez, acabó en el top diez de la Vuelta a Colombia, de la Vuelta al Táchira y del Clásico RCN, y en un solo año acumuló 37 triunfos en vueltas menores, carreras de un día y competencias regionales. La leyenda, repito, cuenta que acabó una de esas etapas con la lluvia encima y la cara repleta del pantanero que cogió en la trocha, seguramente sin asfaltar, como solían ser las rutas colombianas de entonces y de ahora.
Cuentan que cruzó la meta negro y enfangado, apenas con un par de parches blancos en el sitio de los ojos, como si fueran unas gafas iguales a las manchas de esos osos suramericanos que aún se resisten a desaparecer en las selvas de los Andes y que llaman “osos de anteojos”.
Entonces un locutor –el infaltable locutor, el ocurrente locutor que con dos frases bautiza de por vida a los ciclistas del lote– vociferó por los micrófonos que ahí llegaba ese corredor incógnito: negro como un osito. Y así se quedó: Roberto Escobar Gaviria, “el Osito”, el hermano mayor de Pablo, de Pablito, otro Escobar Gaviria que no montaba en bici porque andaba ocupado administrando el Cartel de Medellín.
Los hermanos Escobar fueron, como lo serían casi todos los ciclistas antioqueños de aquella época, unos niños pobres de las laderas de Medellín. Los cincuenta y los sesenta serían una cantera de corredores que rodaron sus primeros entrenamientos trabajando como mensajeros en fábricas, en farmacias, en despachos comerciales o panaderías. “Domicilios”, es como se les llama de modo coloquial, y Roberto de Jesús fue uno de ellos. Todos empezaban con los recados entre semana y las carreras en “turismeras” de piñón fijo cada domingo. De ahí a la Vuelta a Colombia había nada más un acelerón.
Pero lo de Roberto no era el sufrimiento, ni los malos salarios, ni los premios insignificantes que se llevaba un ciclista de aquellos años por reventarse y sudar las tripas sobre el manillar, eso de correr hasta la agonía para ganar un trofeo de plástico y una grabadora, eso de molerse el fundillo por un televisor a blanco y negro con el beso de la reina de belleza estampado en la mejilla, no parecía muy alentador al mayor de los Escobar. Osito se retiró pronto de las rutas para seguirle la rueda a su hermano, a quien la prosperidad consentía con desmesura en nuevos y raros negocios. Aquel fue el comienzo de una larga y poco recordada relación entre el ciclismo y las mafias en Colombia, con capítulos siniestros para la historia de nuestro deporte nacional.
Roberto de Jesús fundó en Manizales un taller que rápidamente cobró fama: “Bicicletas el Ositto”, así, con doble T, para que sus cuadros de hierro, estilizados pero aparatosos, se asemejaran a los que fabricaban las marcas italianas. El Osito Escobar también se hizo entrenador de ciclismo y alcanzó a dirigir la selección nacional. Son célebres las anécdotas cuando él y Pablo seguían la caravana de la Vuelta a Colombia en una chiva fumando marihuana y haciendo proselitismo al final de las etapas con un oso de peluche enorme, o cuando se juntaban en el velódromo privado que Pablo ordenó construir en una ladera de Medellín para ver competencias de keirin y madisson tomando aguardiente.
Pero los verdaderos “embalajes” de Roberto ya no tenían tanto que ver con los remates veloces al finalizar la etapa, ni con los muchachos que esprintaban a todo pedal en las metas volantes.
Utilizando su fábrica de bicicletas como fachada, Roberto ayudó a blanquear dólares de su hermano Pablo, que a finales de los setenta entraban por toneladas al país, muy bien embalados en cada lote. Cuando el poderío del Cartel de Medellín se desmoronó dos décadas más tarde, el Osito fue sindicado tanto por las autoridades gringas como por las colombianas de ser el ideólogo financiero del imperio mafioso de Escobar, junto con su primo Gustavo Gaviria, que murió torturado por la Policía.
Así reseñó el diario El Tiempo la entrega a la justicia del Osito en 1991, unos cuantos días después de la propia entrega de Pablo, que había pactado un acuerdo con el presidente César Gaviria Trujillo:
“Escobar, de 44 años, y hermano mayor del jefe de Los Extraditables, llegó a la cárcel especial de Envigado a las 10:35 de la mañana, en compañía de Gustavo González Flórez, hasta hoy un desconocido miembro de la cúpula de la organización de narcotraficantes. Los dos llegaron en medio de siete camperos, custodiados por escoltas que marchaban en carros blindados y llevaban chalecos antibalas.”
El Osito sobrevivió a las cárceles y a los tiroteos y los carros bomba, sobrevivió al bloque de búsqueda que la DEA y la Policía colombiana montaron después de la espectacular fuga que cometió Pablo en aquella cárcel cuya construcción había sido ordenada por él mismo.
Osito sobrevivió a las reyertas mafiosas de los años noventa, guerras brutales y sin misericordia que acabaron con casi todos los grandes capos del narcotráfico en el país. Cierta vez recibió una carta bomba que le explotó en la cara, le voló un ojo y le dejó el otro medio ciego. Osito, como esos clasicómanos que aguantan todos los ataques y arrancones de sus rivales, que se levantan de todos los pinchazos y las caídas llenos de raspaduras para volver a trepar a la bici, que superan los cortes y hasta algún atropellamiento, contra cualquier pronóstico sigue vivo y tranquilo en Medellín, negando su pasado mafioso y asegurando que sólo tuvo negocios limpios, que lo otro fue una persecución del Estado contra él y su familia por llevar los apellidos que llevan.
Ya casi sólo en el grupo puntero al final de esa carrera donde todos han muerto o han ido desertando, Osito embala y lanza algún arrancón cada que puede.
Hace un par de años demandó a Netflix por un millón de dólares para que no usaran la figura de su hermano en la popular serie “Narcos”, pues él había registrado la marca como propia en Estados Unidos.
Antes había montado un museo consagrado a la memoria de Pablo Escobar, y a la suya propia, donde hay fotos, artículos personales, afiches de la DEA ofreciendo millones de dólares por él. Los visitantes pueden sacarse fotos con el afiche y el protagonista de carne y hueso al lado, mucho más arrugado, la piel floja y llena de pecas. Roberto incluso conserva la bicicleta azul con la que corrió dos Vueltas a Colombia. Cuando un periodista lo cuestionó por hacer apología del crimen, Osito respondió con su mejor estilo: fugándose, lanzando una volata para que fueran otros quienes tuvieran que perseguir:
“Si usted dice que (mi hermano) le hizo mucho daño a Colombia, por favor muéstreme una orden de captura o una condena de él”.
Tal vez Roberto de Jesús Escobar Gaviria, el Osito, una vez más haya saltado en el momento justo y ahora esté cruzando la meta adelante, con los primeros, repleto de lodo, sucio, irreconocible. Tal vez él y los de su pelaje vayan punteando en la carrera cuando todos los dábamos por hundidos.
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