Por, Eliana María Urrego Arango, Universidad Pontificia Bolivariana — Universidad de Salamanca. Tomado de Tomado del libro: DIMENSIONES. El espacio y sus significados en la literatura hispánica.
Hay espacios con una sola voz,
espacios con muchas voces
y hasta espacios sin ninguna,
pero todo espacio está solo,
más solo que aquello que contiene.
Roberto Juarroz
La geografía colombiana tiene la complejidad necesaria para ser evocada en un ensueño imaginario. Por momentos parece tenerlo todo: dos grandes océanos, la cordillera de los Andes que se trifurca para recorrerla, las planicies llaneras al límite con Venezuela, la selva amazónica, el Tapón del Darién donde nunca deja de llover, y los ríos Cauca, Magdalena y Orinoco. La ubicación da forma a la palabra. Colombia está ahí arriba del Ecuador, esa línea que señala el comienzo del tan narrado trópico donde cualquier rincón se convierte en germen para la creación. Con esta multiplicidad de paisajes se antoja casi natural que la geografía colombiana esté mitificada, bien sea por Isaacs, por Ribera, por Carrasquilla o por García Márquez, el territorio se ha hecho ficción y se ha elevado a la categoría de espacio poético.
Siguiendo una idea de Wolkening (1), podemos afirmar que la vida en el trópico es rápida, se esfuma, se pudre casi antes de su génesis. El proceso biológico de nacer, crecer y morir se produce de una forma resuelta e imparable. El trópico es un espacio-ambiente donde conviven la creación y la destrucción, donde la fertilidad exuberante que renueva el paisaje cada segundo genera un efecto amnésico, allí el olvido actúa como una sustancia corrosiva que desdibuja las imágenes. Ser arqueólogo de una aldea tropical es una hazaña y tanto Gabriel García Márquez (1927-2014) como Manuel Mejía Vallejo (1923-1998) parecen tener un comportamiento de arqueólogo. En sus obras hay un propósito de recomponer el mundo visto y vivido por su generación y por las generaciones cercanas. Intentan reconstruir un universo con sus objetos, sus tiempos y sus habitantes, a partir de piezas aisladas, destruidas por la humedad, cubiertas por la maleza del olvido.
Macondo y Balandú son universos literarios amplios y complejos (2), con un origen similar: el afán de narrar una ciudad entera con todos sus pormenores a la luz de la historia de una familia. Herederos consciente e inconscientemente de Yoknapatawpha (Sartoris 1929), Santa María (La casa en la arena 1949) y Comala (Pedro Páramo 1955), estos mundos muestran la necesidad del hombre americano de construirse una identidad, de dar cuenta de quién es y sobre todo de quién ha sido. En América se olvida con mucha facilidad, con demasiada, según explica García Márquez: «Lo que pasa es que en América Latina, por decreto, se olvida un acontecimiento como tres mil muertos…» (3). El olvido permite sobrevivir a muchas adversidades y ayuda al ideal de modernización, premisa bajo la cual puede borrarse un mundo entero. De ahí el impulso de
rehacer el universo, de volver a contarlo, como dice Carlos Fuentes: «Ya no deseamos viajar, descubrir, conquistar; ahora recordamos para no volvernos locos y poder dormir» (4).
Estos escritores dirigen su mirada al tiempo del mito, al punto de origen donde todo comenzó para explicar desde allí su momento histórico. Revisaremos aquí los motivos que los impulsan a este tipo de creación y luego señalaremos algunos aspectos en los que coinciden o se diferencian ambos universos.
Motivos para escribir una aldea imaginaria
Para Mejía Vallejo y García Márquez la reconstrucción de sus memorias de infancia resulta fundamental. La infancia es una de las principales fuentes de información y motivación de un escritor, en ella se encuentran los núcleos temáticos que lo convocan una y otra vez a hablar de lo mismo. No se trata de hacer un trabajo anecdótico, sino de retomar lo esencial de esa memoria primaria para construir una ficción, como explica Bachelard: «Guardamos en nosotros una infancia potencial. Cuando vamos tras ella en nuestras ensoñaciones, la revivimos en sus posibilidades, más que en la realidad. Soñamos con todo lo que podría haber llegado a hacer, soñamos en el límite de la historia y la leyenda» (5).
Estos escritores colombianos pertenecen a una misma generación, ambos trabajaron mucho tiempo como periodistas y la violencia los obligó a salir del país. Su niñez transcurrió durante los mismos años en diferentes zonas de Colombia, vivieron en pueblos pequeños que marcaron su estilo y sus obsesiones.
Mejía Vallejo creció en Jardín, pueblo fundado en 1864 y ubicado en la cordillera de los Andes a 1750 metros de altura. Perteneciente al departamento de Antioquia, zona centro-occidental de Colombia, su relieve frondoso y su clima húmedo se explica por la cercanía a la Región del Darién; Jardín hace parte del territorio conocido como el «Eje Cafetero». García Márquez vivió su infancia en Aracataca, espacio fundado en 1885 casi a nivel del mar en el departamento de Magdalena, al norte de país, entre la Sierra Nevada de Santa Marta, la Ciénaga Grande y el Mar Caribe; en la región conocida como «Zona Bananera». La ubicación geográfica y los acontecimientos históricos de estos territorios van a determinar para ambos su visión del mundo y su forma de hacer literatura. La mayor parte de sus narraciones estarán ambientadas en el pueblo de la infancia que adquiere otro nombre pero conserva sus rasgos.
En estos dos espacios encontramos sociedades cargadas de leyendas fantásticas, de mitos y creencias supersticiosas que explican los sucesos más cotidianos. Son aldeas donde la violencia dejó su rastro, en ellas la agricultura —del café o del banano— marca profundamente las formas de vida. Nuestros escritores se nutren de ello, reconociendo además que parte de su imaginario y estilo narrativo está asociado a aquellos que les relataron en su niñez, personas que les explicaban los acontecimientos a su alrededor ayudándoles a comprender el mundo.
Para García Márquez es muy importante la integración entre el universo mágico de su abuela Tranquilina y el realista de su abuelo Nicolás: «De día, el mundo mágico de la abuela me resultaba fascinante, vivía dentro de él, era mi mundo propio. Pero en la noche me causaba terror. […] El abuelo, en cambio, era para mí la seguridad absoluta dentro del mundo incierto de la abuela. Solo con él desaparecía la zozobra, y me sentía con los pies sobre la tierra y bien establecido en la vida real» (6).
En el caso de Mejía Vallejo es el campesino, con sus cantos y sus cuentos, quien ayudará a dar formar a una voz realista aferrada a la sabiduría y la poesía popular: «Yo me crie en un sitio donde se narraba mucho y no faltaba en ninguna reunión o al final de la jornada del trabajo alguien que contara cuentos populares […] Había también trovadores que se acompañaban de guitarras y tiples y se juntaban los sábados a echarse puyas irónicamente» (7). La concepción de la vida fijada en la niñez determinará en muchos momentos sus puntos de vista, guiará el tono y el ritmo de su prosa, y los convocará a asumir temas ligados a esos primeros años.
Para nuestros narradores la motivación a escribir sobre el pueblo de su infancia llega en un momento particular y provoca un giro en sus vidas. Eran jóvenes que abandonaban sus estudios y hacían sus primeros escritos periodísticos rodeados de un grupo de intelectuales —El grupo de Barranquilla y La tertulia del Café La Bastilla— cuando sucede algo que los saca de sí mismos y les obliga a escribir. Para García Márquez fue la venta de la casa: «Vengo a pedirte el favor de que me acompañes a vender la casa. / No tuvo que decirme cuál, ni dónde, porque para nosotros solo existía una en el mundo: la vieja casa de los abuelos en Aracataca, donde tuve la buena suerte de nacer y donde no volví a vivir después de los ocho años» (8). Para Mejía Vallejo fue la venta de Gibraltar, la finca donde vivió hasta los doce años, en su recuerdo resuenan las palabras de su padre: «Que me traigan un poder que yo lo firmo, pero que la venda Bernardo, porque yo no vendo eso. Vender Gibraltar, Monteloro, Pipintá, La India, es como venderlos a ustedes, es como vender a Rosana, la infancia, la vida que se vivió allí» (9). El episodio de vender la casa de la infancia impulsa a estos hombres a escribir, en su lucha contra el olvido, tienen que contar todo lo visto y oído, rescatar todas las voces, todo lo vivido en ese pueblo.
La escritura es una manera de hacer memoria, estos colombianos vuelven al principio para mostrar el origen y desde ahí explicar la soledad, la violencia, la muerte, las costumbres y la identidad. Al construir sus universos dejan constancia del sentir de un tiempo y un espacio.
García Márquez reconoció siempre que sus historias tenían como base un suceso que realmente había ocurrido, una experiencia propia recreada luego por la escritura: «No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad» (10). Todo lo escrito por estos autores ha sucedido, es parte de recuerdos propios y ajenos, pero nada está en el papel tal cual fue, la imaginación lo ha transformado y la poesía le ha dado su musicalidad, es una historia nueva que acentúa los mismos valores de antes pero que ahora alcanza dimensiones universales.
El trabajo literario hace de la realidad ficción, aportando una nueva mirada y con ella un nuevo relato que da palabras a lo innombrable, pues «solo narrando o poetizando los acontecimientos, el hombre consigue darle dimensión a su ser, es aquí donde se obtiene la profundidad sobre el tiempo y el espacio, asunto que de otra manera sería un plano simple y sin vida» (11). La memoria puede llegar a tomar forma de texto literario, esta reflexión quizá recurrente nos señala la preocupación por el olvido, para Mejía Vallejo ese temor al olvido será uno de los motores de su escritura:
«Tal vez escribo por un lejano instinto de conservación, por vanidoso temor de esfumarse completamente, de que seres y cosas que atestiguaron mi camino de hombre lleguen a morir en mi propia muerte; la obra sería un rastro que dejo, retazos de historia que viví y que me obligaron a soportar; un deseo ingenuo de cambiarla» (12).
Retomar el espacio de la infancia, narrarlo de nuevo con otras palabras y ofrecerlo como relato común permite que la obra de estos escritores sea un elaborado tejido entre la historia, el mito y la novela.
Macondo y Balandú: coincidencias y diferencias
En nuestros universos se aprecia la diferencia entre el mundo andino y el mundo caribe. Las historias de Macondo y Balandú tienen tantos puntos de encuentro como diferencias. No abordaremos aquí el estilo y la estructura de la narración que claramente se reconocen como disímiles. Haremos un acercamiento descriptivo a los elementos que dan cuenta de la construcción geopoética de ambos mundos, desde donde podremos observar cómo el relato de cada región se acerca o se aleja del otro mostrando sus particularidades.
Comenzaremos por decir que estos mundos tienen la función de vaso comunicante dentro de la obra de sus autores, ayudando a ubicar el espacio-tiempo donde transcurren los acontecimientos en casi todas sus creaciones. Esto permite que los universos sean muy complejos, es preciso seguir toda la obra para perfilar sus características y construir una idea general.
Las peculiaridades demarcadas por la ubicación geográfica de nuestras aldeas imaginarias son centrales.
Macondo está cerca del nivel del mar, con un clima cálido y húmedo que requiere de construcciones frescas y de rutinas con muchas horas de descanso para resguardarse del sol. La necesidad de la brisa hace que las viviendas permanezcan abiertas, reflejo de un carácter extrovertido y jovial. El calor incita a estar más tiempo fuera que dentro demarcando una estética colorida y festiva que se acompaña de ron y vallenato: «Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo» (13).
La región que inspira a Macondo participa en La Guerra de los Mil Días (1899-1902) apoyando principalmente al partido liberal, convirtiéndose en una de las zonas de poder de este grupo y donde el gobierno conservador tuvo que intervenir con más fuerza. También es una tierra propicia para la producción de banano, producto atractivo para grandes multinacionales que introducen muchos cambios en las costumbres del lugar y generan lógicas de empleo injustas, desencadenando una de las matanzas más terribles de la historia de Colombia, La Masacre de las Bananeras (1928).
Balandú, por su parte, se ubica en el mundo del café, donde los abusos son cometidos por terratenientes que quieren ampliar sus haciendas. El cultivo del café no pertenece a grandes empresas, se cultiva en las fincas de los señores y también en el pequeño huerto del campesino. Durante la guerra civil de principios del siglo xx, en esta zona predominaron los ideales del partido conservador, la violencia bipartidista fue cruda en el campo, dejando muchas víctimas. Esta tendencia al pensamiento conservador se relaciona con el clima templado, más cerca del frío por la altitud de la montaña donde se asienta el pueblo:
«Si llegas a un sitio de paredes altas y balcones y aleros carcomidos, con golondrinas en el vecindario, ese es Balandú […] si detrás de unos muros blancos sale un rezo coral de convento, ese es Balandú; si antes de llegar alcanzas a ver enormes tejados que anuncian calles grises y solares verdes, ese es Balandú; […] si crees estar en el largo día de difuntos y sabes que las campanas doblan tu muerte, conocerás a Balandú, otra muerte más sobre tu muerte» (14).
En esta aldea son constantes la niebla y la lluvia que provocan que las paredes sean fuertes y las casas estén siempre cerradas para resguardar a quienes pasan muchas horas dentro de ellas. El acceso a la aldea es difícil, los caminos de herradura son el único medio para comunicarse, el espacio está envuelto en un ambiente cerrado, oscuro y nostálgico donde se busca el calor del aguardiente de caña y el bambuco.
En estos universos imaginarios hay un componente mágico que se asume de manera diferente en cada caso. Para el mundo macondiano lo más asombroso es natural, lo mágico no irrumpe como algo que está fuera del orden habitual, por ello hablamos de un espacio construido dentro del realismo mágico, como muestran estas líneas: «La muerte le deparó el privilegio de anunciarse con varios años de anticipación. La vio un mediodía ardiente, cosiendo con ella en el corredor […] La reconoció en el acto, y no había nada pavoroso en la muerte, porque era una mujer vestida de azul con cabello largo de aspecto un poco anticuado» (15). En el pueblo de Mejía Vallejo también lo sobrenatural es parte de la vida diaria, pero allí el mundo oculto interviene en la cotidianidad y aterroriza: «Sonidos sin nombre en las noches de duendes revoloteantes, endriagos desesperados, Lloronas en busca del hijo arrojado al charco. —“¡Aquí lo eché, dónde lo encontraré!” —creía escuchar en sus desvelos o sobre las sillas del corredor de adelante» (16). Es una visión asociada a las supersticiones propias
del mestizaje andino, donde afloran duendes, mohanes, brujas, aparecidos y otras criaturas fantásticas.
La historia de estos pueblos se cuenta a través de una estirpe condenada. En Macondo los Buendía están marcados por el incesto, al no atender a la prohibición antropológica van labrando su propia condena. En Balandú los Herreros, con sus excesos e ideas de progreso, desobedecen los mandatos de la Iglesia, que maldice a todas las generaciones. Los primeros personajes de estas familias nunca mueren, en el mundo de Mejía Vallejo regresan a través de los espejos, mientras que en el de García Márquez permanecen, los fantasmas habitan el espacio como uno más. El símbolo principal de ambos linajes es una casa que refleja la historia familiar, los momentos de abundancia y de carencia. Ella se construye, se deteriora y vuelve a levantarse al ritmo del ir y venir de la estirpe.
La casa es el centro del universo, el lugar de origen al que siempre se retorna.
Quien administra la casa gobierna el microcosmos familiar, en el caso de los Buendía esta dinámica tiene un tinte matriarcal cifrado en la figura de Úrsula, eje articulador de todo el relato. Este lugar lo ocupa entre los Herreros Efrén, el patriarca que da seguridad y estabilidad (17). Estos dos personajes muestran una gran fortaleza a pesar del temor y la culpa que sienten por las desobediencias que han llevado a la familia a vivir en vilo. Aunque ambas sociedades son patriarcales, se revelan de diferente manera cuando están organizadas desde el mundo femenino o masculino, mostrando así la importancia que la cultura da a estas visiones. El mundo costeño es más intuitivo, impulsivo y sensual, es decir, más femenino; en el mundo andino predominan la fuerza, la lucha y el trabajo que somete a la montaña, características propiamente masculinas.
La soledad aqueja a las dos familias, una soledad que se va agudizando a medida que los personajes se alejan de la tierra de los antepasados y el mundo conocido por estos pierde forma. En ambos universos encontramos un plano mítico y otro histórico, el tiempo cíclico es claro en Macondo, a tal punto que la historia termina anclada a un tiempo mítico cuando la aldea se esfuma al desaparecer los Buendía: «“El primero de la estirpe está amarrado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas” […] el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra» (18). El tiempo en Balandú también adopta giros que lo hacen entrar en el plano mítico, especialmente en aquellos momentos en que se hacen patentes los efectos de la maldición y la familia se siente atada al tiempo primero. Sin embargo, al terminar la historia el mundo queda desprovisto de esta visión simbólica, los Herreros se extinguen y la aldea continúa a pesar de ello, la narración queda así en el plano histórico: «Con maldiciones o sin ellas Balandú seguía, con sus desfiles y su Banda» (19).
Así el transcurrir de Balandú puede describirse en la siguiente sucesión de acontecimientos que comienzan y terminan en el plano histórico: fundación-maldición-condena-pueblo sobrevive a la familia.
En Macondo el relato inicia y finaliza en el plano mítico: incesto-fundación-condena-todo desaparece.
Conclusión
Las condiciones geográficas definen gran parte de las particularidades de cualquier pueblo. Macondo y Balandú están ubicados en el trópico y se sienten atravesados por los hechos históricos del mismo país, a pesar de esto no se vive igual al lado del mar caribeño que al amparo de la inmensa cordillera. La historia de los Buendía, de Macondo, es la historia de un pueblo de puertas abiertas, donde el calor, la humedad y las plagas colorean el ambiente. Una aldea de viviendas de barro y cañabrava, de juglares vallenatos que mueven alegremente su acordeón, de prostíbulos a la vista de todos, de focos de rebelión liberal bajo el mando de un Coronel. Es un lugar explotado por multinacionales, que carga con olvidos históricos. En sus casas caben los hijos propios y los naturales. Allí todo el que muere permanece. Como dice Fuentes, es la historia de dos seres que se aman bajo el presagio de tener un hijo con cola de cerdo (20), la lucha de una familia por permanecer a la cual le ganan las hormigas.
La historia de los Herreros, de Balandú, es la historia de un pueblo de puertas cerradas, de duelos constantes, cubierto por la niebla de la montaña, de clima templado y frecuentes lluvias. Una aldea de casas de bareque y tapia, con campesinos trovadores de tiple y guitarra en mano, de prostíbulos escondidos y censurados, de rebeliones liberales entre una gran muchedumbre conservadora. Un lugar que solo se alcanza tras una ardua lucha con la montaña, allí no llegan multinacionales, quien conquista el terreno se hace dueño. Los caserones solo son habitados por los hijos legítimos y en los espejos de la Casa de las dos Palmas perviven los muertos de la estirpe que la iglesia católica maldijo y cuya realidad solo puede ser explicada por los designios de su condena. La disputa por la sobrevivencia la gana el olvido que extingue la estirpe mientras la aldea continúa su curso.
Puede ser que el tema de las aldeas imaginarias se repita como anécdota, pero hay unas que tienen un nivel de individualidad irrepetible. En Macondo y Balandú, el mar y la montaña se reflejan e integran en la misma condición tropical de exuberancia fugaz, donde todo pasa rápido y se olvida, donde una familia puede fundar un pueblo, crecer en él y desaparecer en el transcurso de pocos años. Aquello que se reúne en esta condición tropical se individualiza y particulariza en el ritmo con el que ese trópico es narrado: una cosa revela el vallenato bailable y alegre que canta el Caribe, otra cosa el tiple nostálgico y profundo que suena en las alturas andinas.
1 E. Wolkening, «Anotando al margen de Cien años de soledad», Lectura crítica de la literatura americana: actualidades fundacionales, ed. S. Sosnowski, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1997, pág. 55.
2 Macondo aparece por primera vez en 1955 en La hojarasca y su mayor esplendor se encuentra en Cien años de Soledad en 1967. Balandú es nombrado en 1973 en Aire de Tango y se consolida en La Casa de las dos Palmas en 1989.
3 G. García Márquez; M. Vargas Llosa, La novela en América Latina: diálogo, Lima, Ediciones UNI, 1968, pág. 24.
4 C. Fuentes, «Tiempo y espacio en la novela», Valiente Mundo Nuevo: épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, Madrid, Mondadori, 1990, pág. 47
5 G. Bachelard, La poética de la ensoñación, México, Fondo de Cultura Económica, 2011, pág. 153.
6 G. García Márquez; P. Apuleyo Mendoza, El olor de la guayaba: conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, Buenos Aires, Sudamericana, 1993, Ebook.
7 A. Escobar, Memoria compartida con Manuel Mejía Vallejo, Medellín, Biblioteca Pública Piloto, 1997, pág. 107.
8 G. García Márquez, Vivir para contarla, Barcelona, Mondadori, 2002, pág. 10.
9 R. Jaramillo, «Manuel Mejía Vallejo, la palabra toma la palabra», Gaceta Colcultura, núm. 39, 1983, pág. 36.
10 G. García Márquez; P. Apuleyo Mendoza, ob. cit. pág. Ebook.
11 I. D. Carmona, «Ficción en tierra de mito. Escritura y fundación en América Latina», Escritos, vol. XVII, núm. 19, 2009, pág. 521.
12 M. Mejía Vallejo, «Razón de ser», Cuentos de zona tórrida, Bogotá, Norma, 1995, pág. 9.
13 G. García Márquez, Cien años de Soledad, Madrid, Unidad Editorial, 1999, pág. 11.
14 M. Mejía Vallejo, Y el mundo sigue andando, Bogotá, Planeta, 1984, pág. 50.
15 G. García Márquez, Cien años… ob. cit. pág. 218.
16 M. Mejía Vallejo, La Casa de las dos Palmas, Bogotá, Planeta, 1990, pág. 45.
17 C. Hernández, «Mujer y desequilibrio social desde una novela colombiana», Estudios de Literatura Colombiana, núm. 24, 2009, pág. 67.
18 G. García Márquez, Cien años…, ob. cit. págs. 319-320.
19 M. Mejía Vallejo, Los invocados, Medellín, Biblioteca Publica Piloto, 2002, pág. 195.
20 C. Fuentes, «Prólogo» en G. García Márquez, Cien años… ob. cit. pág. 7.
Bibliografía
Bachelard, G., La poética de la ensoñación, México, Fondo de Cultura Económica, 2011.
Carmona, I. D., «Ficción en tierra de mito. Escritura y fundación en América Latina» Escritos, vol. XVII, núm. 19, 2009, págs. 520-540.
Escobar, A., Memoria compartida con Manuel Mejía Vallejo, Medellín, Biblioteca Pública Piloto, 1997.
Fuentes, C., «Tiempo y espacio en la novela», Valiente Mundo Nuevo: épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, Madrid, Mondadori, 1990, págs. 29-48.
— «Prólogo» en García Márquez, G., Cien años de Soledad, Madrid, Unidad Editorial, 1999.
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— Vargas Llosa, M., La novela en América Latina: diálogo, Lima, Ediciones UNI, 1968.
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— «Razón de ser», Cuentos de zona tórrida, Bogotá, Norma, 1995, págs. 9-12.
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