“(…) el sentimiento de soledad profundo que se tiene cuando se está en una ciudad extranjera y no hay nadie con quien compartir el almuerzo”
Gloria Esquivel en NY
¿Quién no tiene entre su familia un primo, una tía o un hermano que decidieron emigrar a Estados Unidos, Venezuela o España en busca de eso que las abuelas llaman una vida mejor? La primera que recuerdo es a mi tía Oralia. Era la mujer de mundo, que había logrado hacerse a un lugar en un país próspero. Se fue para Venezuela a finales de los años setenta y allí aprendió el oficio masculino de la zapatería.
Era la tía rica, que solía enviar regalos y que solo venía de visita en diciembre, o cuando la muerte de alguno de los suyos necesitaba de sus lágrimas. Que eran muchas. Porque esa es la primera característica del inmigrante: su excesivo sentimentalismo, su necesidad de decir, por teléfono o de visita, lo que no fue capaz de decir, a los suyos, mientras vivía con ellos.
Luego fueron mis primos, los más queridos, los que emigraron, aquellos con los que trabajaba albañilería en temporada de vacaciones escolares. Mi tío Bernardo era maestro de obra y yo me iba de vacaciones a su casa de La Virginia a trabajar bajo su mando. Bueno, no solo a trabajar. En las noches, después de tareas arduas como mezclar cemento con arena y gravilla, de sentir el dolor de las ampollas en mis manos, me iba a beber con los primos en cantinas coloridas, como esos machos a los que les ha tocado trabajar duro y que tienen que mitigar el dolor de las desigualdades con ron Viejo de Caldas y música de Olimpo Cárdenas.
Empleando las rutas más inverosímiles y peligrosas, mis primos se fueron a Estados Unidos en los noventa y detrás de ellos se fue un tío, y luego otra prima y después el esposo de una hija de la prima; en fin: se hubiera ido toda mi familia al distrito de Queens, si no fuera porque llegaron Clinton, Bush hijo y Trump, respectivamente, al poder. Sé que algún miembro de mi numerosa familia habla con ellos, vía Skype o WhatsApp, por lo menos cuatro veces a la semana. ¿De qué hablarán tanto? Le pregunto a mi mamá.
De la familia, de quién más, responde ella. Pero sé que también hablan de cosas más placenteras y mundanas: las arepas asadas al carbón, los tamales tolimenses, la rellena de la vecina Damaris, la bandeja paisa con morro, el sancocho trifásico y de un marrano culón que matarán, en plena calle de barrio, el próximo diciembre. Porque aquí viene la segunda característica del inmigrante: la nostalgia culinaria.
Entre el exceso de sentimiento, que crea su propio acorde vallenato, y el peso de la nostalgia culinaria, que perfila su propio karma de insatisfacciones, el inmigrante proyecta otro ámbito para su destino: la memoria blanca. Y en ese destino lechoso está solo, indefenso, porque, a pesar de sus esfuerzos, de su habitual búsqueda en el College Dictionary, el inmigrante quiere hacerse a un lugar que nunca será suyo del todo, mientras llena su cabeza de una masa inestable, a la manera de un tsunami, mezcla de hábitos ajenos, de oficios varios, de estaciones tan inclementes como el invierno y el verano, de recorridos marginales en medio de otros extranjeros recelosos, de exclusiones tercermundistas, de inmersiones a basements y ascensores vigilados, de expresiones burdas mexicanas-yonkis-portorriqueñas-coreanas-guatemaltecas, unidas a prácticas de consumo descomunales, en una suerte de spanglish del arribismo tipo exportación.
¿Y por qué estoy hablando de esto que tantos colombianos sabemos? Porque acabo de leer El oído miope, la novela de Adriana Villegas Botero, una manizalita que escogió, para su primera obra narrativa, el tema de la emigración, ese asunto tan viejo y tan conocido del sueño americano. Eso de que la gente se va de su barrio, de su país, en busca de lo que las abuelas llaman una vida mejor.
Durante la primera lectura de El oído miope sentí algo cercano a la monotonía y me vi obligado a cerrar el libro a la altura de la página 45. No lograba saber qué me pasaba con la historia de Cristina Mejía, una colombiana que emigra a Nueva York y que mientras va a clases de inglés en un instituto en Manhattan, sale corriendo a hacer limpieza en varios apartamentos en aquella zona exclusiva de la Gran Manzana, y luego sale corriendo a tomar la línea del tren que la llevará a Queens, donde vive de arrimada en casa de colombianos.
No lograba descifrar mi desánimo con esta historia y me preguntaba por qué, si de todos modos la historia estaba muy bien tejida por un contrapunto que le permite al lector enterarse, por una parte, de la cotidianidad que dejó Cristina en su país, a través de unos mails que ella se cruza con su madre y con una amiga de su antiguo lugar de trabajo; y, por otra parte, por un presente continuo de los días de la semana en los que, invariablemente, Cristina hace lo mismo: tomar el tren, armar su propio glosario para estimular su oído miope, ir a clases de inglés, ir a un café internet a escribir mensajes con preguntas, salir corriendo los martes al apartamento de Miss Smith, ubicado en la zona de Central Park; salir corriendo los miércoles al apartamento de Tomas, en East River Side, un hombre soltero a quien Cristina, en medio de su deseo y frustración, idealiza en su lejana vida amorosa; pero lo único cierto de esta no relación con su patrón desconocido es Noche, una gata que le produce a Cristina estornudos.
Pero siguen los días y llega jueves, y de la clase de inglés, donde la profesora les dice a sus estudiantes de todo el mundo “Hola, mis niños”, por eso del balbuceo con el idioma, por eso de que “Ustedes son bebés aprendiendo inglés”, subraya la teacher Elizabeth, sale corriendo al apartamento de los Kauffman, una distinguida familia judía que vive en Park Avenue. Pero también llega el viernes y luego de ir a clase de inglés, de aprender otras palabras, de sentir que ya entiende un poco más lo que se dice en la calle, Cristina va al basement de los extraños hermanos Jones, que viven en un edificio feo, cerca de la zona del Jardín Botánico de Brooklyn. Y Cristina parece un retrato, porque para soportar los días de invierno, sale a la realidad helada de la postal neoyorquina con el mismo atuendo: “chaqueta bufanda gorro guantes botas buzo y saco azul”.
En fin: la monotonía se extiende hasta los fines de semana y uno quisiera, de verdad, que a Cristina le pasaran nuevas cosas, no sé, que el hijo de Donald Trump se enamorara de ella a la altura de Penn Station y la instalara, con dos mucamas, en una de sus torres; que un hombre rico, judío, traductor de Joyce, la adoptara y se la llevara a vivir a Greenwich Village y le leyera Dubliners en voz alta; que en una estación de metro una monja le entregara un papel y que ese papel resultara ser un cheque al portador con la cifra suficiente para que Cristina pudiese comprar un apartamento en Battery Park y se pudiera traer a su mamá a vivir con ella. Pero eso solo pasa en las películas. Eso solo le ha pasado a Jennifer Lopez.
Al darme cuenta de esta cruda realidad y de que la monotonía estaba instalada en la vida de Cristina y no en la novela, pensé en mis primos, en los oficios varios que ellos desempeñan en Long Island, en la sensación extraña que he sentido al visitarlos –gracias a su generosidad– y comprobar cómo viven, cómo alimentan, honestos y de la mejor manera, su memoria blanca. Entonces volví a abrir las páginas de El oído miope y me encontré con una delicada novela, económica en palabras, que descubre para el lector que tiene familia en los Estados Unidos, un fresco que se sigue escribiendo en el presente continuo en el que no hay lugar para las utopías y mucho menos para las historias rosa.
Me pregunto cuál debería ser el mejor destino de esta novela de Adriana Villegas. Si de mí dependiera la distribuiría, gratuitamente, en las salas de espera de los aeropuertos latinoamericanos. Crearía un mecanismo de presión, quizá orwelliano, para que antes de que nuestros familiares abordaran el avión que los llevará, cargados de nostalgia culinaria y exceso de sentimientos, a la tierra del sueño americano, leyeran El oído miope para que supieran a qué atenerse.
Incluso les daría el mail de nuestra protagonista, [email protected]. Prefiero que sea ella directamente la que les diga cómo afrontar el silencio, lo intraducible, la soledad, el fisgoneo en las cosas de los otros, el vacío, los fantasmas familiares; cómo aprender a escuchar en medio de las carreras y el absurdo de saberse lejos de los sueños e ideales que un día los obligaron a dejar su barrio.
Tal vez cuando el inmigrante esté un poco instalado y empiece a comprender los sonidos de American Dream Life, vendrá la realidad y se instalará en esa banda sonora:
“No hay nieve y es un alivio. La nieve solo es bonita en las postales”; “La tubería suena. Tiene fantasmas”; “La clave para convivir con extraños sin enloquecer es ser invisible”; “Tener un interés sentimental es la vía más rápida para aprender otro idioma”. “Esto podrá ser el primer mundo, pero tiene inmigrantes hasta del cuarto mundo y rateros que hablan en todos los idiomas”.
No se trata de hacer poesía, es bueno advertirles. Se trata de ser realistas.
La prosa de Adriana Villegas tiene eso: un realismo que raya con la crueldad. Como la que Cristina debió sentir en el apartamento de los Kauffman, cuando quisieron celebrarle su cumpleaños; como la que debió afrontar en el 206 de un edificio de cinco pisos ubicado en la zona de Chinatown. Monotonía, crueldad y realismo: eso será lo que el lector miope oirá en los intersticios de esta grata novela de Adriana Villegas.