Como tantas otras, la noticia fue leída por los presentadores de televisión con la impavidez que los caracteriza y no sin una inflexión de orgullo en la voz.
“Desde ayer el agua cotiza en la bolsa de valores”, dijeron y pasaron a hablar del escándalo protagonizado por un ministro, de la goleada sufrida por la selección de fútbol y del embarazo de no sé qué actriz.
Algo se removió en mis entrañas.
Entre las muchas contradicciones de este territorio que el escritor Gustavo Arango llama “El país de los colombios”, se encuentra el hecho de que – excepto en la Guajira- el agua abunda y se desborda por todas partes. Sin embargo, un gran porcentaje de la población carece de suministro de agua potable, con la secuela de enfermedades que de allí se deriva.
En otros casos, como en el Chocó, mientras en invierno los ríos se desbordan y ocasionan grandes inundaciones, la gente no puede alimentarse de las muchas especies de peces que abundan la zona, porque las aguas están contaminadas con el mercurio utilizado por las empresas – legales o ilegales- que explotan los recursos mineros, en especial el oro.
Es más: ni siquiera se pueden bañar en algún recodo sin correr el riesgo de contraer graves afecciones en la piel.
De modo que el anuncio sobre la inclusión del agua como producto negociable en los mercados no puede causar sino una preocupación adicional entre quienes habitamos este país.
La historia es bien conocida: lo único que se necesita para iniciar una guerra es una fuente de riqueza de la que alguien se quiera apoderar. Esa es la esencia del espíritu colonial que alienta en todos los imperialismos desde el comienzo de los tiempos.
Aconteció ya en los tiempos del Antiguo Testamento y de ahí en adelante sólo hemos visto sucederse las invasiones, los desplazamientos, las matanzas y los despojos. Pasó con las disputas por el control de las rutas marinas o terrestres que conducían hacia tesoros de fábula. Sucedió con la conquista de América y con la invasión de África, con la fiebre del oro en California y así hasta nuestros días.
Puede ser una montaña, un islote, un río, una franja de mar, un pedazo de selva: cualquier cosa capaz de despertar la insaciable codicia humana.
Un poderoso se entera de la existencia de una mina de oro o de diamantes- la gran metáfora de la riqueza terrenal- y de inmediato azuza a los vecinos para que se destrocen en nombre de alguna abstracción: la raza, la patria, la religión, la etnia, la tradición.
Cosas de esas.
Al final, el poderoso y sus huestes avanzan sobre los cadáveres de hombres hasta hacía poco hermanos y se hacen con el botín.
De modo que no hay que esforzarse mucho para adelantarse a lo que padecerán los países donde abunda el agua.
“ Somos del agua”, dijo con su habitual lucidez el gitano Melquíades en una página de Cien Años de Soledad. Lo grave es que, dentro de poco, el agua ya no será nuestra.
Hace un par de décadas empezamos a recibir advertencias. Hasta finales del siglo veinte uno entraba a un restaurante, a una cafetería o un bar y pedía agua para acompañar la comida o el licor. De inmediato le llevaban una jarra y un par de vasos a la mesa sin costo adicional para que se sirviere a su gusto.
Cualquier día solicitamos agua y nos entragaron una botella o una bolsa con su respectiva marca y el consiguiente incremento en la factura.
Lo más grave de todo es que nos pareció normal y pagamos sin rechistar. “ Es más saludable y segura”, le respondían al que se atrevía a formular algún tímido reclamo.
Veinte años después el agua cotiza en la bolsa, al lado de la soja argentina, del petróleo catarí, de una marca de teléfonos móviles noruega o de una fábrica de autos sofisticados alemana.
Desde niños crecimos oyendo decir a padres y maestros que los colombianos somos unos privilegiados por disponer de tantas fuentes de agua. Y así es. Uno sale del área urbana de cualquier localidad y apenas unos metros adelante se encuentra con agua que brota de todas partes. De las montañas, de las rocas y de la tierra que pisa.
“Es una bendición del cielo”, dicen todavía nuestros campesinos.
Pero hay un problema: a menudo las bendiciones se convierten en maldiciones cuando se desata la avidez de los hombres. De hecho, los habitantes de las zonas mineras de Colombia atraviesan hoy auténticos infiernos.
Ya me imagino a alguna corporación global y sus cómplices locales atizando los odios nacionales con ecuatorianos, peruanos y panameños: sólo el Amazonas y el Darién son suficiente tentación.
Y no me califiquen de catastrofista, por favor: desde hace muchos años- a lo mejor al abandonar la infancia- aprendí de labios de algún sabio con buen humor que un pesimista no es mas que un optimista bien informado.
Así que, si no nos adelantamos a defender ese patrimonio, nos pasará como al personaje de la fábula, que murió de sed junto a la fuente.